En el sosiego y paz de vacaciones quiero proclamar, ante todos y con todos los lectores de «PARAULA», con toda la Iglesia , la confesión de fe que da razón a nuestra vida. Pertenece a la entraña más viva y sustancial del ministerio episcopal el confesar, conservar y entregar (confessio, custodia et traditio) la misma y única fe que la Iglesia profesa y, a su vez, ha recibido de los Apóstoles, así como dar razón de ella a quien en todo tiempo y lugar pidiere alguna explicación. Por ello, ante la pregunta siempre actual y siempre inquietante proveniente del mismo Señor y repetida sin cesar a lo largo del tiempo también por «las gentes» «¿Quién decís vosotros que es Jesucristo?» (Cfr Mt 16,15), ante vosotros, guiado por Pedro y unido a Pedro, confieso la única fe de la Iglesia: «Jesús es el Cristo, el Mesías, el Hijo del Viviente, el Hijo de Dios, venido en carne como el Salvador de los hombres» (Cf Mt 16,18). Es la respuesta de Pedro, la respuesta de todos los creyentes fieles cristianos: la única que como Iglesia damos y podemos dar; no hay otra.
Esta es la fe de la Iglesia, la Iglesia apostólica, cuya fe es normativa para la Iglesia de hoy y de siempre; la fe de la Iglesia que cada uno de nosotros por el Bautismo posee indeleblemente inscrita en su corazón. No cabe pluralismo de opiniones o de respuestas a propósito de Jesucristo en la Iglesia. Este es el conocimiento eclesial que tenemos de Jesús, sabiendo muy bien y siendo muy conscientes de que sólo permaneciendo dentro la Iglesia -más aún, permaneciendo Iglesia- estamos en condiciones de alcanzar el misterio de Cristo, esto es, su realidad auténtica y verdadera; aquella realidad que no puede ser comprendida por «la carne» y «la sangre» (esto es, por el conocimiento mundano), sino sólo revelada por el Padre o, lo que es lo mismo, percibida con los ojos de la fe. Mientras las «opiniones» mundanas acerca de Jesús de Nazaret, múltiples y variadas según los hombres y sus situaciones, tienden a hacerlo clasificable y a ser muy plurales conforme a las aproximaciones desde «la carne y la sangre» -desde los criterios o parámetros humanos del mundo-, la fe eclesial, que se expresa por boca de Pedro, subraya su absoluta unicidad: Jesús de Nazaret es «el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Jesús de Nazaret es «el», un caso único y sin parangón, en modo alguno clasificable, irrepetible, realidad singular, y acontecimiento irrevocable, acaecido una vez para siempre.
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica -también aquí con Pedro-, «nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en tiempo del rey Herodes y del Emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto, crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ‘ha salido de Dios’ Jn 13,3), ‘bajó del cielo’ (Jn 3,13; 6, 33), ‘ha venido en carne’ (1 Jn 4,2), porque ‘la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre, como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia’ (Jn 1,14.16)» (CEC 423) .
Jesús, el Hijo de Dios, «nacido de una mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4,4), es uno de los nuestros, hombre de dolores y esperanza, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado (Cf Heb 4,15) «Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22). Pasó haciendo el bien, predicando la llegada del Reino y realizando signos y prodigios (Cf Hch. 10, 38; 2,22). Su absoluta y soberana libertad frente a todo poder de este mundo para acercarse al hombre caído y curarlo y para ofrecer la salvación a los pecadores y repudiados; su amor incondicionado y su servicio y entrega hasta el fin en favor de todos, especialmente de los enfermos, de los marginados, de los pobres y de los que no cuentan; o su relación singular y su intimidad filial con Dios, su Padre, particularmente manifestada en su oración confiada; la vinculación del reino de Dios a su persona, vinculación que Él mismo establece con autoridad y libertad incomparables; su asumir como cumplimiento en su persona y en sus obras de las profecías mesiánicas, como respuesta divina a todas las fundamentales esperanzas de los hombres y de las eternas aspiraciones que hierven en los corazones humanos (Cf Mt 11,2-6); su ponerse sobre o por encima del mismo plano del Legislador del Sinaí ( C Mt 5-7), o su arrogarse el derecho divino de perdonar los pecados ( Cf Mt 9,2; Lc 7,36-50), o su proclamarse a sí mismo como «Señor del sábado» y más grande que el templo (Mt 12,6.8), su decir de sí mismo que es el único Maestro, más aún que «es la Verdad»; sus palabras y su comportamiento, todo, en suma, le llevan a la muerte «por nosotros», aplastado bajo los poderes injustos de este mundo y nos dan la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres que no tiene límite y lo llena todo hasta el abismo de la nada -la muerte-, al tiempo que dejan traslucir y revelar el misterio de su persona: Hijo del Dios viviente hecho hombre, Dios y hombre verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, Mesías y Redentor , Salvador único de los hombres ayer, hoy y siempre.
Así, «a través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que ‘en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente’ (Col 2,9). Su humanidad aparece así como ‘el sacramento’, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo, lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora» (CEC 515) .
El Hijo del Dios viviente, por otra parte, no podía permanecer prisionero de la muerte y de la corrupción: mataron al Autor de la vida, pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos, y de esto somos testigos (Cf Hch 3,14-15); al que los hombres habían matado colgándolo de la cruz, Dios lo ha exaltado con su diestra haciéndolo Señor (Cabeza) y Salvador para conceder a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados (Cf Hch 5,31); fué entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rm. 4,25); y así, «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12).
Todo en Jesucristo es salvífico. Desde la encarnación, la redención de la humanidad, en efecto, está ya en acto con la sola venida al mundo de la Palabra eterna, que se hace carne y habita entre nosotros (Cf Jn 1,14), y se continúa en esa presencia suya que cobra especial intensidad en los numerosos milagros, signos y primeros beneficios de una presencia salvadora, y en sus mismas palabras que son escuchadas y acogidas como «palabras de vida eterna» (Cf Jn 6, 68), como la luz que disipa la oscuridad o como manifestación de la verdad que nos hace libres. Cristo Jesús nos ha salvado, pues, por lo que ha hecho y dicho, por lo que es. Todo Él es nuestra salvación, todo en Él es salvífico: Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo en rescate por todos, es el único mediador entre Dios y los hombres, el único Mediador de la salvación universal y del conocimiento de la verdad que Dios quiere alcance a todos los hombres (1 Tm 2,4-5). El misterio del hombre y el logro del hombre sólo se esclarecen y alcanzan, por tanto, en el misterio del Verbo encarnado, nuestro Señor y Redentor (Cf GS 22). Él, cumpliendo en obediencia la voluntad de Dios, ha entrado una vez para siempre en el santuario ofreciendo el sacrificio de su vida por nosotros, «consiguiéndonos así una redención eterna» (Heb 9, 12). Y está sentado a la derecha del Padre eternamente, con las llagas y el costado abierto, intercediendo por los hombres, a los que no desdeña llamar hermanos. Jesús de Nazaret, un hombre muerto hace casi dos mil años sobre la cruz, hoy está verdadera, real y corporalmente vivo no en su mensaje, ni en su ejemplo, ni en su influjo ideal sobre la historia humana; no en la mera continuación de su «causa»; no en los pobres, en los hermanos o en la comunidad; todas estas presencias son inmanencias de Cristo verdaderas, admirables y decisivas para la vida eclesial, pero posteriores a la verdad primordial y frontal del Cristo corporalmente vivo en su personal identidad.
Aquí está el núcleo de nuestra fe: Jesús no es «uno de los profetas, o de los maestros, o de los hijos de Dios, o de los ‘salvadores»; no es uno más, que podamos clasificar con nuestras medidas y criterios humanos, o situarle como un caso más de nuestra historia. Por el contrario, es el Mesías, el Maestro, el Salvador, el Viviente, el Hijo único de Dios vivo que se ha hecho hombre, por nosotros, los hombres, por nuestra salvación. Ser cristiano, por ello, significa haber acogido y aceptado, haber comprendido, que Jesús es «el», que no tenemos calificaciones adecuadas para Él, que tiene una singularidad absoluta.
Al afirmar que «Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre» estamos reconociendo el acontecimiento de la erradicación del Hijo de Dios (se ha hecho carne), y afirmando que Jesucristo es un hecho en la historia de los hombres «es un acontecimiento y no un pretexto», es un acontecimiento singular, un hecho que sucede en la historia de manera irrepetible e irrevocable, que sucede en un tiempo preciso y, sin embargo, que continúa en el tiempo y llega hasta nosotros y vuelve a acontecer aquí y ahora. Jesucristo es contemporáneo, en efecto, del hombre de todos los tiempos.
La humanidad de Jesucristo es una humanidad singular: la humanidad del Hijo de Dios muerto y resucitado. En virtud de esta singularidad de su humanidad resucitada, Jesús de Nazaret, su persona y su obra, ligada a un tiempo preciso, afecta sin embargo a todos los momentos de la historia, se trata de un acontecimiento universal y definitivo. Jesucristo es verdaderamente hombre: murió hace dos mil años y, sin embargo, hoy sigue vivo. Por esta razón se trata de alguien único y original, singular. Ha vencido a la muerte y, por tanto, es el Señor de la vida. Jesucristo es el fundamento absoluto y único de la salvación en todo tiempo y para todo hombre.
Concretamente la forma de la presencia -de la contemporaneidad- de Jesucristo en el presente de cada hombre, la manifestación de su singularidad se llama ‘sacramento’. A través de la realidad sacramental de su Cuerpo (la Iglesia), signo e instrumento de la salvación del género humano, el Señor sale al encuentro del hombre como hace más de dos mil años, como salió al encuentro de la samaritana, de Juan y Andrés, del joven rico, de Nicodemo. Realidad sacramental que expresa la lógica de la encarnación: participamos de la Vida divina, somos hechos conformes a Jesucristo a través de la incorporación a su Iglesia que se realiza en el Bautismo y culmina en la Eucaristía.
En la comunión de vida que es la Iglesia, por tanto, Cristo se hace, por así decirlo, contemporáneo de todos y de cada uno de los hombres y mujeres de esta tierra, y la novedad que Él ha traído, que Él es; se hace experiencia histórica concreta, en la fe, la esperanza y el amor que constituyen la «nueva creación». Esto es, un modo nuevo de vivir la vida y la muerte, un sentido nuevo de todas las cosas, ya desde ahora. Es la misma naturaleza del acontecimiento de Cristo la que implica la realidad de la Iglesia. Pues esa «vida nueva» no es nunca una realidad desvinculada de Cristo, a la que el hombre pudiera acceder por sí mismo una vez conocida. Es una relación con Cristo, que se encuentra y vive en el grupo humano -histórico, contingente, concreto- que ha recibido su Espíritu, en el que vive y actúa Cristo resucitado.
Sólo en Cristo, por gracia de Cristo, accede el hombre a la libertad de la filiación divina y a la vida eterna, es decir, a la salvación. Si Cristo es único, el Mesías, el Hijo de Dios, el Resucitado, el Señor que vive, es también el Salvador, y su salvación es universal: todos deben salvarse en y por Él. Sólo Él puede llegar a la verdad y a la intimidad de las criaturas y renovarlas, y todas las cosas están de suyo abiertas a Él, conexas y vinculadas originariamente con Él; Él da valor, sentido y consistencia a la realidad, nada se puede separar de Él sin que quede sin alterar su verdad.
Es el primogénito de toda criatura, «cabeza de la Iglesia», «cabeza de todo el universo creado» (Col 1,18). Su singularidad absoluta implica su relevancia y concernimiento universal y decisivo. «Ningún pueblo y ninguna cultura puede culpablemente ignorarlo sin deshumanizarse; ninguna época puede considerarlo superado, aunque la mayoría así lo estime; ningún hombre puede conscientemente separarse de Él sin perderse como hombre. Cristo no es un lujo, una opción facultativa, una idea ornamental; su presencia o su ausencia (vale decir nuestra acogida o nuestro rechazo) tocan lo profundo de nuestro ser y determinan nuestra suerte. Él es el Señor y reclama espacio en nuestros pensamientos, en nuestras decisiones, en nuestra vida: nuestra inteligencia no vive sin esta ‘memoria’; nuestra voluntad no se rige sin esta ‘obediencia’; nuestra humanidad no se realiza plenamente si no busca crecer en esta vinculación y en esta conformidad, esto es en su ‘comunión’.
Es el Señor y no puede ser enviado fuera de ningún ángulo de la existencia. Es el Señor, aunque no se impone a ninguno, sino que se propone sin cesar a la libre adhesión de todos. La alegría de que exista vence toda tristeza posible de nuestros días. Los ojos que lo han contemplado en la fe no pueden mirar más al mundo y a la historia con desesperanza. El corazón que se ha abierto a Él, se ha abierto al universo y no puede volver a enclaustrase en la propia limitación. Porque Él existe, nosotros somos un pueblo salvado; porque existe, somos una Iglesia; porque existe, todo debe ser renovado; toda reflexión sobre Cristo debe dar lugar a la humanidad nueva en Cristo. Esta es nuestra experiencia, esta es nuestra fe y nuestro gozo que anhelamos compartir con todos los hombres, que ellos entren en esta misma experiencia para que nuestra alegría y nuestro gozo esté en todos.