22-10-2017

La misión universal nos apremia cada vez más. No nos puede dejar indiferentes el saber que millones de hombres, redimidos, como nosotros, por la sangre de Cristo, viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los pueblos. Dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo y tienen necesidad de El y de su mensaje e de salvación» (San Juan Pablo II).
Este deber ineludible es el que nos recuerda hoy la Jornada Mundial por las Misiones, que celebraremos el domingo próximo: día del Domund. Como la comunidad de Tesalónica, también nosotros estamos llamados a ser evangelizadores. De aquella comunidad que había acogido la Palabra con alegría en medio de tantas luchas y dificultades, esa misma Palabra del Señor se extendía por todas partes. Hoy, de esta comunidad diocesana de Valencia, debería extenderse también esta Palabra por todas partes, debería resonar por medio nuestro en todos los rincones de la tierra; nuestra fe debería recorrer de boca en boca; deberíamos, asimismo, ser ejemplo y modelo, testimonio vivo de que estamos convertidos a Dios, que dejamos los ídolos de nuestro tiempo y vivimos para El, que estamos vueltos a Él y servimos al Dios vivo y verdadero, y vivimos esperando la vuelta de nuestro Señor Jesucristo, resucitado de entre los muertos.
Ser cristiano es estar vuelto a Dios, es ser testigo de su amor. Y por eso mismo amarle por encima de todas las cosas. «Amarás al Señor, tu Dios», este es el santo y seña de la identidad del cristiano. Enamorados de estas palabras, raíz y entraña de la Iglesia, estas palabras han de ser la razón suprema de la existencia, de toda existencia humana. Amar a Dios es plenitud del hombre. Dios, único y eterno centro de nuestra vida: «Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Totalidad de la persona; nada se escapa a este amor de Dios. Amar a Dios no es poesía de fácil sentimiento; incluye en sí la fidelidad, gratitud, adoración, sintonía en el pensar y querer de Dios; no como un peso que oprime al hombre desde fuera, sino como aliento que nace libre y espontáneo en lo más profundo de nuestro ser: porque allí está Dios, que es amor, nuestra fortaleza, nuestra roca, alcázar, refugio, escudo, salvador y misericordia infinita.
Quien se siente amado por Dios, no puede más que amarle y darlo a conocer, ser testigo hasta los confines de la tierra de que Dios nos ama, como cada año nos recuerda la Jornada Mundial de las Misiones – Domund -, expresión de que amamos a Dios por encima de todo. Los cristianos, en la medida en que se sienten amados por Dios, no pueden silenciar esa experiencia y se sienten enviados al mundo para testificar este amor y hacer partícipes de él a los demás hombres, en solidaridad con los sufrimientos de los más pobres y necesitados. El Señor nos llama a salir de nosotros mismos y a compartir con los que no lo han recibido aún este don inefable del amor con que Dios nos ama.
Quien ama a Dios, no puede menos que amar a quienes Él ama, lo que Él ama. Por eso el segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Antes y fuera de Cristo se han considerado prójimos, próximos, a quienes coinciden en ciertas coordenadas de raza, geografía o institución. El discípulo sabe que prójimo es todo hombre. Porque todo hombre es mi hermano, si todos podemos y debemos llamar «Padre nuestro» al único Dios. El Nuevo Testamento es todo él proclamación y exigencia de amor a los hermanos. Siempre en dimensión práctica. Siempre bajo la luz directa del amor a Dios, que ama con amor de predilección, y sale en su defensa, a los últimos pobres, viudas, huérfanos, inmigrados, forasteros. Son las obras la verdad del amor. La verdad de que amamos a Dios es que le amemos en sus hijos; la verdad de que amamos a ellos es que procuramos su bien, que les posibilitamos, mediante la obra misionera, el Pan Partido para el mundo, que es el mismo Jesucristo, en quien Dios nos lo ha dado todo y nos ha enriquecido n todo.
Celebramos este día del Domund con la siguiente noticia que comunico gozosamente a toda diócesis: la diócesis de Valencia, con la anuencia la aprobación y beneplácito del Papa Francisco va a asumir, como si se tratara de ella misma, dos Vicariatos Apostólicos de Perú: Requena y San José del Amazonas, los más pobres y necesitados cultural, económica y socialmente de aquella Nación hermana. Habremos de ayudarles con sacerdotes para los diferentes puestos de misión, con religiosos y religiosas, con seglares misioneros y misioneras que colaboren en el campo educativo, sanitario, desarrollo social y promoción humana, también en el económico: la diócesis de Valencia, entre los compromisos que asumirá, se encuentra también el económico, ya que se compromete a ayudar económicamente a cubrir los presupuestos anuales de ambos Vicariatos Apostólicos. Como podéis comprender se trata de un verdadero regalo que Dios, por medio de la Iglesia nos concede, un signo más del amor con que Dios ama y distingue a esta diócesis de Valencia. Espero que seamos capaces de responder generosamente con la ayuda que necesiten ambos Vicariatos y cumplamos así el mandato misionero. Desde aquí pido a toda la diócesis que oréis a Dios por estos Vicariatos y por nuestra diócesis para que sea capaz y esté dispuesta a responder con generosidad y con creces a lo que Dios nos encomienda. Gracias a todos por vuestra colaboración en este Proyecto del que os daré información más amplia un poco más adelante. El asumir este compromiso misionero no disminuirá de ayuda a otros lugares en los que tenemos a misioneros y misioneras valencianos: al contrario, debe ser un estímulo para fortalecer más y más el compromiso y la cooperación misionera de Valencia, que tan arraigada se encuentra entre nosotros. Os digo a todos: ¡No tengáis miedo! ¡Animaos y colaborad en la forma que podáis!
Desde hace veinte siglos, la Iglesia está en camino para llevar a cabo la misión de Jesús que es hacer de todos los pueblos un solo pueblo, reconciliar a los hombres que andan divididos, congregar en unidad a los dispersos, hacer de todos los hombres hermanos, anunciando a Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro, que nos llama a convertirnos a El, para que vivamos reconociéndole como «Padre único de todos».
En Jesucristo, al revelarnos a Dios como Padre suyo y Padre nuestro, se ha iniciado un camino, que no tiene retorno, hacia el encuentro de todos lo hombres, conduciendo a los hombres y a los pueblos por los caminos del amor y de la fraternidad. Jesucristo es quien puede conducirnos a una humanidad verdaderamente fraterna que reconoce a Dios como padre único y de todos. Anunciar a Jesucristo hasta los confines de la tierra y llamar a todos los pueblos y a todas gentes a que se conviertan a Jesucristo es la urgencia apremiante que la Iglesia vi ve desde siempre, particularmente avivada en nuestro tiempo ante el clamor que nos llega del mundo contemporáneo, de las naciones pobres y marginadas, como estos Vicariatos con los que vamos cooperar o asumir con una especial e intensa colaboración, sin dejar de atender a los pueblos en conflicto y desgarrados por el odio.
En esta Jornada misionera del Domund-2017, en la que renovamos nuestra conciencia del apremio que la Iglesia misionera siente por las misiones entre los pueblos más pobres, me dirijo a toda la diócesis de Valencia y, en el nombre del Señor, le pido: «Sé tú misma, Iglesia de Valencia; tienes como dicha y gloria más propia el ser misionera; aviva tu conciencia misionera, tus raíces cristianas; y siéntete enviada a anunciar la Buena Noticia, la Buena Noticia de que Dios, Padre de Jesucristo, es Padre nuestro, el Evangelio de la fraternidad.
Todos necesitamos dirigir la atención misionera hacia aquellos lugares y ámbitos que todavía están fuera del influjo evangélico. Todos los creyentes en Cristo debemos sentir como parte integrante de nuestra fe la solicitud apostólica de transmitir a otros la alegría y la luz del Evangelio. «Esta solicitud debe convertirse, por así decirlo, en hambre y sed de dar a conocer al Señor, cuando se mira abiertamente hacia los inmensos horizontes del mundo no cristiano» (RM 40).
El sentido misionero de nuestra diócesis queda asimismo reflejado en la generosidad de su aportación económica. ¡Muchísimas gracias! Que Dios os lo pague a todos y seguid por ese camino. Acrecentemos nuestra generosidad y sigamos con mayor fuerza y vigor si cabe el camino de una comunidad que como la de los primeros cristianos que tenían «un sólo corazón y una sola alma y nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Hc 20, 35). «Donando con amor sentían que «mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hc 20, 35). Del hecho de compartir brota para la Iglesia una fuente de renovada comunión y de caridad profética». Y, en todo momento, oremos por las misiones.