Se van a cumplir los primeros cuarenta años de la Constitución Española. Surgió de un afán de concordia y reconciliación entre todos los españoles y de anhelo de libertad por parte de todos. En su base estuvo el ánimo de llegar a un texto que fuese de todos, no de unos frente a otros o sobre otros. Así, hoy, aunque perfectible como toda obra humana, “la vemos como fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos” (Conferencia Episcopal Española, 1999). Como tal se ha mostrado a lo largo de estos casi ocho lustros y esperamos que esta Constitución siga siendo por mucho más tiempo el gran apoyo para esa unidad y concordia que ella misma alienta y confirma, porque los principios, derechos y libertades y cuadro de valores, que la sustentan van más allá de un consenso que puede producirse en un momento u otro de la historia. En estos días se oyen peticiones de reforma y seguramente algunos puntos deberían o, mejor, podrían ser perfilados un poco más, aunque hay que decir que los principios en que se asienta son básicos y difícilmente reformables.
Entiendo que entre estos principios hay que destacar “la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (Art 2), y el reconocimiento, como “fundamento del orden político y de la paz social”, de “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás” (Art 10).
Tanto un principio- la unidad de España -, como otro -la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables-, son por sí mismos anteriores a la misma Constitución y, además, forman parte integrante del patrimonio moral que nos configura como personas y como pueblo. El consenso con que se elaboró no creó ni esos derechos, porque son fundamentales, ni constituyó un pacto en virtud del cual se fragua la unidad de la Nación que es España. Ambos aspectos pertenecen al orden moral previo sobre el que se asienta el orden político, un orden moral que se sustenta sobre la verdad. Quebrar esto significaría violar el orden moral.
No fue la Comisión redactora del proyecto de texto Constitucional sometido posteriormente a la aprobación popular y legislativa, sancionado por S.M. el Rey, ni el consenso de las mayorías que le dieron su “sí” con su voto los que crearon esas normas de conducta básicas de nuestra Constitución, porque, en definitiva, no es el consenso ni las mayorías lo que determinan las normas morales básicas en las que se fundamenta el orden político, asentado en el bien común y a su servicio, espacio abierto para la libertad y libertades de los ciudadanos. El bien común pasa por el respeto pleno del orden moral y del político derivado. El vínculo entre la verdad, el bien y la libertad es clave en el orden moral y, consiguientemente, también en la fundamentación “del orden político y de la paz social” que tenemos en nuestra Constitución.
Seguramente los problemas con los que actualmente nos encontramos en la aplicación de la Constitución, bien sea los que se refieren a la dignidad inviolable de todo ser humano y a sus derechos en el orden, por ejemplo, de la vulneración del derecho a la vida con el aborto y la eutanasia, con la fecundación artificial o experimentación de embriones que algunos propugnan, o los referidos al matrimonio reconocido por la Constitución únicamente entre el hombre y la mujer (Art 32), o en los recortes a la libertad de enseñanza, o al no desarrollo de todo lo implicado y exigido en el derecho a la libertad religiosa-, bien sea los que se refieren a nacionalismos excluyentes y a la puesta en riesgo de la unidad e integridad de España, son expresión del gravísimo problema que afecta hoy al comportamiento moral la separación entre verdad y libertad. La crisis que padecemos en España en los problemas mencionados tiene mucho que ver con la crisis de la verdad y con la corrupción de la idea y experiencia de libertad.
El exaltar la libertad, individual o de grupo, -léase en la aplicación en el derecho a la vida o a otros asuntos que tienen que ver con los derechos personales o sociales, o en el concepto de autodeterminación que algunos propugnan-, hasta considerarla como un absoluto, como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente o ciertamente insolidaria, inclinada a juzgar las cosas según los propios intereses y como voluntad de poder que se impone sobre los demás, es uno de los problemas principales con los que a casi cuarenta años de la Constitución nos enfrentamos. No podemos olvidar nuevas ideologías, como la de género, que es preciso superar con fidelidad a nuestra Constitución.
Con los límites que pueda tener nuestra Constitución, incluso en el desarrollo del articulado donde se explicitan los principios o fundamentos de toda ella, y más todavía en ciertos desarrollos legislativos o en estados de opinión que se han creado, nuestra Constitución en sus mismas bases respeta y se asienta en ese vínculo de verdad-derechos-libertades. Por eso creo totalmente acertadas y hago enteramente mías aquellas palabras de una Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal memorable sobre el terrorismo: “Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria”. Sólo así seguiremos respetando nuestra Constitución, todavía muy joven, que exige de todos la concordia, la unidad, la paz social. De otra suerte la conduciremos -si no se está haciendo ya- por los caminos de la desintegración de la sociedad pluricentenaria -diría que milenaria- que es ‘Hispania’, España.