Siguiendo la piadosa costumbre y la tradición de la Iglesia, y con la esperanza de la resurrección, este mes de noviembre está dedicado a los fieles difuntos: oramos por ellos y por ellos ofrecemos, de manera especial, el santo sacrificio de la Eucaristía, cuyo valor redentor es infinito, para que, liberados de sus culpas, participen eternamente de la visión de Dios. Oramos y ofrecemos el santo sacrificio de la Misa por los familiares y seres queridos que han muerto. Celebramos por ellos ahora la Eucaristía, como sufragio y acción de gracias; la celebramos por su eterno descanso. Sus nombres los traemos ante el Señor, Dios de toda consolación. Los encomendamos a su infinita misericordia, imploramos para todos ellos el perdón de sus culpas y la liberación de las penas del purgatorio; le pedimos a Dios llenos de confianza que, en su infinita benignidad, los lleve con Él, les conceda la paz y el gozo eterno de su presencia. Y, al mismo tiempo, le damos gracias por todos los dones y bienes que a través de ellos nos ha concedido, muestra de su infinito amor que nos ha manifestado y dado en su Hijo Jesucristo plenamente y en una medida que nunca podríamos ni siquiera soñar.
Misericordia y bondad infinita
Confiamos que los fieles difuntos, por la misericordia y la bondad infinita de Dios, participarán de esa dicha que el Señor ha prometido a sus servidores fieles y vigilantes. Pedimos a Dios, Padre de misericordia, que, guiados sobre los hombros del Buen Pastor, los lleve junto a sí, a su Casa paterna, el hogar familiar al que Él ha querido que pertenezcamos. En ese hogar, el Señor lava los pies fatigados, enjuga las lágrimas, cura las llagas, y alivia el cansancio de los que terminan su peregrinación.
El recuerdo de estos hijos de Dios nos evoca la realidad tan cierta de la muerte y, sin embargo, tan contraria al hombre, tan no querida por Dios para el hombre, puesto que Él es Dios de vivos y fuente inagotable de vida. La muerte es la gran enemiga del hombre. La muerte, en efecto, nos arranca de la tierra de los vivos, y nos sume en la soledad de la ausencia de los seres queridos. Pero, al mismo tiempo, los cristianos, como hombres y mujeres de fe y esperanza, como lo fueron los que acabaron ya su peregrinación, miramos también la muerte con la luz que nos ofrece la fe y la escucha de la Palabra de Dios.
Esa Palabra, que no es otra que Cristo mismo en persona, nos habla de la dicha del siervo vigilante al terminar su servicio; de la dicha del servicio cumplido fielmente, del trabajo concluido, de la carrera fielmente coronada al servicio de Cristo, en el servicio a los hombres. Cristo mismo, que nos ha precedido en el servir y dar la vida por todos, ha ido delante de nosotros a la casa de su Padre, donde hay muchas moradas, para prepararnos un lugar.
Jesús nos habla, y se lo escuchamos de manera especial al final del Año Litúrgico, este mes de noviembre, de que hemos de estar preparados. A veces, parece que somos como aquellas doncellas necias del Evangelio, no estamos dispuestos para cuando llega el Señor, nos adormecemos o nos enredamos con tantas cosas y en la espera nos despistamos de que vivimos para este momento, cuando llegue el Señor, Juez Misericordioso de vivos y muertos.
Estad preparados
Traigo a la memoria un texto del Evangelio que le da seriedad y responsabilidad a la vida, que tiene la máxima importancia para el vivir de cada día y en cada momento: “tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros permaneced como los que aguardan a que su Señor vuelva, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los siervos a los que el Señor, al llegar, los encuentre en vela, os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y les irá sirviendo y si llega, a cualquier momento, de noche o de madrugada, dichosos ellos. Comprended que, si supiera el dueño de la casa a qué hora viene el ladrón –y la muerte es como un ladrón que viene de pronto, como de repente, y en la oscuridad– no le dejaría entrar. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Esto nos lo dice a cada uno de nosotros el Señor, y es para que le hagamos caso, es decir, estemos preparados, porque a la hora que menos pensemos llegará la muerte, y con ella, Jesucristo, justo y misericordioso Juez, que nos juzgará del amor; en ese juicio, si estamos preparados, podremos escuchar esa consoladoras y esperanzadoras palabras suyas: “porque has sido fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor”; “ven, bendito de mi Padre y hereda el Reino preparado para ti desde toda la eternidad, porque tuve hambre y me diste de comer, porque ejerciste la caridad verdadera”.
Esto es abrirnos a la esperanza, a la que nos invita este mes de los fieles difuntos, y a vivir de manera que podamos gozar de esa bienaventuranza eterna que es lo que Dios quiere de nosotros.
Pidamos al Señor que nos conceda una buena muerte y un vivir la vida para el encuentro definitivo de Él, para la hora de la verdad.