Celebramos, un año más, la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen Santa María. Día grande en la Iglesia, día grande en España, de la que es Patrona la Inmaculada.
Parémonos un poco y miremos a María Inmaculada desde su concepción; toda santa, a la que Dios preparó como su intacta morada de gloria; llena de gracia, inundada y empapada por el Espíritu Santo; toda hermosa, a la que el Altísimo revistió con su poder. En ella, la humilde esclava del señor y las más elevada y engrandecida de las criaturas, la gracia Divina ha ganado, es su victoria total sobre el mal, que apareció en la historia en sus mismos albores con Adán y Eva. Preservada de toda mancha de culpa, según el designio de Dios que quiere, desde siempre la plenitud de vida, de amor, de gozo y de gracia para el hombre. Ella es para nosotros, peregrinos del mundo, modelo luminoso de coherencia evangélica y prenda luminosa de esperanza segura. Esta fiesta cada año sabe a nueva, cada año resulta cargada de belleza, cada año nos invita a una meditación rebosante de gozo y de esperanza.
Celebramos en esta fiesta el designio de la salvación de Dios que tiene en María el punto inmaculado de llegada a la tierra del Verbo de Dios que se hace Hijo del Hombre con la redención que en Él se nos otorga. Pensemos, por ello, especialmente en el esplendor que nace de la humildad del Evangelio, transparente ya en el misterio de la Encarnación en la Virgen Inmaculada, la sin pecado ni mancha original, entre todas bendita, Hija predilecta del Padre, esclava del Señor, adueñada enteramente por Él, mujer fiel configurada enteramente por la fe, ejemplo perfecto de amor a Dios y el prójimo. Su intacta belleza espiritual es para nosotros fuente viva de confianza y esperanza. iQué modelo tan singular y único tenemos en ella todos los cristianos!
En la Virgen María, concebida, en previsión de los méritos de su Hijo, sin pecado original, la esperanza del hombre se ensancha al encontrar en Ella, Madre del Redentor, el cumplimiento de las promesas salvadoras de Dios. Ella, sencilla mujer judía, ha sido destinada desde siempre por Dios para ser la Madre del Salvador, y brilla, agraciada por la santidad de Dios, como aurora naciente de la salvación en la larga noche de los tiempos que precedió a la venida del Salvador. María Inmaculada, madre de la esperanza madre de los cristianos, madre de todos los hombres, y aurora de esperanza, para que alumbre la esperanza.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, Él ha hecho brotar de María el Sol que nace de lo alto y nos visita para iluminar a los que viven en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. Desde ella podemos proclamar aquí está nuestro Dios en medio de los hombres. Dios ha puesto su morada en ella. Ha acampado en ella. La Palabra eterna, por la que han sido hechas todas las cosas se ha hecho carne, criatura en ella: Dios con nosotros. Humanidad de Dios. «El Señor está contigo, bendita tú entre todas las mujeres»
En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el sobreabundante cumplimiento de la promesa de Dios. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Y en la primera criatura donde sobreabundó esta gracia es en la Santísima Virgen María, la Purísima, la toda limpia, la que ni siquiera rozó, y mucho menos, tocó el pecado. María permanece ante Dios y ante la humanidad como la señal inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios sobre los hombres.
Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado de aquella enemistad con que ha sido marcada la historia de los hombres. ¡Qué esperanza! Todo puede ser salvado, todo puede ser perdonado y vivificado. Esta elección nos hace percibir la dignidad más profunda del hombre y su destino, nos hace percibir que la vida siempre tiene un destino. Que no cabe el desaliento o la desesperanza. Que hay un futuro para el hombre. Ya está brotando. En María, tierra fecunda ha brotado, ha germinado el Salvador. La tierra ha dado su fruto nos bendice el Señor nuestro Dios.
Desde esta esperanza y desde la contemplación de Santa María, Inmaculada, haremos bien en otorgar a esta fiesta una importancia reformadora, consoladora. Contemplamos admirada y agradecidamente a Santa María, sin pecado concebida, que a la creciente degradación permisiva de las costumbres opone la serena y resuelta energía de la conciencia de la dignidad personal y comunitaria del hombre regenerado en el Bautismo y en la pertenencia a la sociedad de los santos, que es la Iglesia, la cual se siente representada y ensalzada en la humilde y grande Señora del Magníficat. Elegidos para ser santos e irreprochables por el amor. Que Dios nos conceda el ser como Él quiere, tenemos un modelo tan cercano, tan tierno, tan nuestro como es nuestra Madre, la Santísima Virgen María, y así estaremos llenos de la alegría que Ella proclama y canta.
María, es la primera cristiana, nos lleva y nos acerca a Cristo. Ella es modelo para todos los fieles, y lo es porque nos mueve a imitarla en las actitudes fundamentales de la vida cristiana, actitud de fe, esperanza, caridad y obediencia. María es el ejemplo de ese culto espiritual que consiste hacer de la propia vida una ofrenda al Señor. María es la personificación del verdadero discípulo de Jesús, que encuentra su identidad más profunda en el servicio a la Iglesia, en transmitir a todos el mensaje de la salvación. Es la mujer creyente, la madre de los creyentes.
No hay mayor desamparo, ni mayor pobreza para una persona y para un pueblo que la pérdida de la fe, sobre todo si se minimiza el daño y se intenta pasar de largo ante sus efectos deshumanizadores, porque es entonces cuando el interior de las personas y de las sociedades se convierte en un desierto inhóspito. La santa inquietud de Cristo ha de animarnos a todos, singularmente al Pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Efectivamente, perdida la fe, el hombre se queda sin luz que ayude a su razón a encontrar la verdad plena, la de su dignidad y la de los caminos de su salvación. ¡En ese tipo de existencia, vacía interiormente es imposible que alumbre la esperanza! ¡Abrid pues las puertas de vuestras casas de par en par a la Madre de Dios, sin cortapisa alguna! Abridlas a la que es madre de vuestra fe y la de vuestros hijos. Lo necesitan urgentemente los jóvenes, los niños. No nos engañemos: muchas y poderosas son hoy en día las fuerzas sociales, políticas y culturales que pretenden arrebatarles la fe de sus padres, o, al menos, entorpecer al máximo su debida transmisión ya en el seno de la familia, y, muy especialmente en la escuela. ¿Por qué hacer tan difícil las cosas, por ejemplo, a la horade abrir camino a la enseñanza de la religión católica, con el estatuto propio que le corresponde como materia fundamental, en ese ámbito tan decisivo para la formación de la persona que son los centros de educación primaria y secundaria? ¿Por qué hacer tan difícil a los padres la educación de sus hijos en esa dimensión tan básica de la formación religiosa y moral de sus hijos de acuerdo con sus convicciones, y de la cual son ellos los primeros y fundamentales responsables con anterioridad al Estado y a cualquier otra instancia humana?