Este pasado sábado y domingo, con motivo de la ‘visita Ad Limina’, he podido acompañar a todos los que eran creados cardenales de la Santa Iglesia en el Consistorio Ordinario Público.
Cuando el Santo Padre Francisco iba haciendo el elenco y los nombres de todos los que iban a ser Cardenales, sentía en lo más profundo de mi corazón cómo aquellas palabras del Señor, “id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”, las mantiene la Iglesia con la misma confianza con la que inició su misión en esta tierra, porque cree en lo que dijo el Señor: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (cf. Mt 28, 19-20). La lista de nombres, obispos y arzobispos, procedentes de todos los lugares de la tierra, manifiesta el empeño del Santo Padre Francisco en hacer visible que la Buena Noticia tiene que ser anunciada en todos los pueblos y que el Evangelio tiene que llegar a todos los corazones. El servicio a la Iglesia lo hacen en lugares diferentes, en tareas distintas, pero siempre viviendo esa comunión con el Sucesor de Pedro y que ahora les pide que le ayuden en la tarea de confirmar a los hermanos de una manera más directa y singular: Parolin, Baldisseri, Müller, Stella, Nichols, Brenes, Lacroix, Kutwa, Tempesta, Bassetti, Poli, Yeom Soo-Jung, Ezzati Andrello, Ouédraogo, B. Quevedo, Langlois, Capovilla, Sebastián y Félix. Unos están en la santa Sede, otros vienen de países diversos como Italia, Alemania, Nicaragua, Gran Bretaña, Canadá, Costa d’Avorio, Brasil, Argentina, Corea, Chile, Burkina Faso, Filipinas, Haití, España y Antillas.
La actualidad de la misión de la Iglesia tiene una fuerza especial en estos momentos de la historia de la humanidad. A nuestro mundo le pasa como en tiempos de Jesús, esto es, que a los hombres y mujeres les hace falta ser conscientes de que la presencia de Dios es necesaria. De alguna manera, la Madre de Jesús es quien se dio cuenta de la necesidad de que su Hijo interviniera y que se hiciese presente. Y así se lo pidió. De alguna manera, esto es lo que tiene que seguir haciendo la Iglesia. Por ello, María es imagen de una Iglesia que siempre está en salida, que se hace misionera, que no vive para sí misma. Contemplad cómo María enseguida se dio cuenta y pidió al Señor que se hiciera presente en esa situación de crisis. Estoy haciendo referencia al texto de las bodas de Caná. Allí “faltó el vino”, allí no se podía celebrar la fiesta, allí había una crisis que no podían resolver los que estaban desde sí mismos (cf. Jn 2, 1-12). Y fue la Santísima Virgen María la que alertó y dijo “no tienen vino”. Impresiona de una manera especial, ver hoy a todos los que han sido creados cardenales y a todos los que les hemos acompañado en comunión con el Santo Padre. Porque uno ve con sus propios ojos cómo la Iglesia, extendida por todas las partes de la tierra, anuncia a Jesucristo con obras y palabras para que no falte el vino, es decir, para que Dios, el que nos ha revelado Nuestro Señor Jesucristo, esté dando capacidad a todos los hombres para ver quién es Dios y quién es el hombre. Resuenan de un modo especial las palabras del Señor: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12)
¡Qué fuerza tienen sus palabras cuando insiste a los presentes en aquel acontecimiento diciéndoles: “haced lo que él os diga”! La historia que estamos construyendo los hombres necesita que la madre Iglesia diga: “haced lo que él os diga”. Los hombres necesitamos a Jesucristo que es el Camino, la Verdad y la Vida. Y es que, por nuestra propia cuenta y con nuestras fuerzas, sin referencias que vengan más allá de nosotros, que nos hagan salir de nosotros, creamos un mundo en el que domina la desesperanza, el desaliento, la tristeza, la falta de horizontes. Es urgente la visión de la vida en la que el otro es lo más importante, la sabiduría de que estamos en este mundo para servir siempre al otro y, en especial, al que más lo necesita. Claro es que el no saber quiénes somos de verdad los hombres y qué es lo que tenemos que hacer, nos hace vivir con una incapacidad para construir un mundo y unas relaciones entre nosotros que producen distanciamientos, enfrentamientos y desacuerdos. ¡Qué importante es que Él intervenga y sea quien nos muestre lo que tenemos que hacer: “llenad las tinajas de agua”! Y, para ello, la Iglesia tiene que anunciarle, tiene que decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo con obras y palabras: llenad vuestra vida y vuestro corazón de Dios, sed su imagen, mostrad la fuerza de su amor, eliminaréis así los sobresaltos por buscar quién puede más y que llevan a vivir desde los egoísmos, suspicacias, a dividirnos en grupos enfrentados no para buscar la verdad sino para vencer a quienes no piensan como nosotros.
Por otra parte, la presencia de la Iglesia en todas las culturas y en tan diversas situaciones, como lo hemos visto estos días en Roma con la creación de los nuevos cardenales, lo es también para vivir la unidad y la comunión, y así poder arrancar de los corazones de los hombres aquellas mismas palabras que Nicodemo arrancó de Jesucristo: “Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro, porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él” (Jn 3, 2). Nuestra humanidad pide signos, quiere ver, tiene hambre de testigos fuertes de Dios. Y la Iglesia tiene que presentarse en la pobreza de quienes formamos parte de Ella, pero en la riqueza inmensa también que tiene sabiendo que el Señor está con Ella y que le ha entregado el Espíritu Santo para afrontar todo con valentía, con coherencia y con la fuerza de la gracia. Esto comporta una manera de vivir todos los cristianos que llame, que interpele, que dé respuestas concretas a las diversas situaciones que viven los hombres, que esté presente en todas las periferias, las existenciales y las geográficas. Quienes somos miembros de la Iglesia sabemos que esto no se puede hacer más que con la santidad que viene de Jesucristo, entrando en la profundidad del alma de cada ser humano: “en verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 5). ¡Qué bueno es ofrecer la verdad del hombre que nos ha mostrado con rostro Jesucristo! ¡Y qué fuerza tiene para construir nuestra persona y nuestro mundo el ofrecer la verdad de Dios que también Él nos ha revelado!
La celebración de la Misa en la Basílica de San Pedro con el Santo Padre y con numerosos obispos, miembros de la vida consagrada y laicos venidos de todo el mundo para acompañar a los cardenales, ha tenido en quienes lo hemos vivido una particular incidencia en nuestras vidas. Una vez más, hemos podido comprobar y lo podemos testificar, que siguen teniendo una vigencia singular las palabras del sumario del libro de los Hechos de los Apóstoles y que siguen siendo referencia para toda la Iglesia, tal y como lo hemos vivido estos días: “Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). Y ello, porque siguen siendo ejes sustentadores para permanecer fijos en el Señor, asentados en Él. Así lo ha querido el Señor:
1) Estar atentos a quienes Él les ha dado la misión de enseñar, de acompañar, de mantener la unidad de todos los cristianos, de acercar la Palabra del Señor a las vidas de todos los hombres.
2) Como nos decía el Beato Juan Pablo II, en el tercer milenio solamente haremos creíble a la Iglesia si vivimos la comunión, aquella misma comunión que el Señor le pidió a Pedro cuando rehusaba a que Él le lavara los pies: “si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Comunión que se descubre en todas sus dimensiones cuando el Señor les dice a los discípulos: “¿comprendéis lo que he hecho con vosotros?… También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 8b. 14b). Si Dios se arrodilló ante nosotros para quitarnos la suciedad que hace que nuestra vida estropee y ensucie a los demás, ¿cómo no vamos a aceptar la Palabra del Señor que nos pide que hagamos con todos los que nos encontremos por el camino de la vida lo mismo? No es fácil estar dispuestos siempre a hacer con todos lo que el Señor hizo, pero la comunión en la Iglesia solamente se mantiene si nos disponemos a lavar la suciedad con el mismo amor de Dios y a dejarnos que los demás nos lo entreguen a nosotros.
3) La Eucaristía nos alimenta en la identificación con Jesucristo, nos hace entrar en comunión viva con Él. Es el alimento necesario para vivir según Cristo;
4) Por otra parte, permanecer en el diálogo con el Señor es algo esencial. No habrá nueva evangelización si no partimos de establecer un diálogo profundo y permanente con el Señor.