La moción aprobada por el tripartito que gobierna el Ayuntamiento de Valencia sobre el ‘laicismo institucional y la libertad religiosa’ ha vuelto a poner de relieve términos e ideas que con frecuencia son utilizados o entendidos de forma equívoca. En el debate del pleno y en los análisis posteriores en los medios de comunicación, se ha hablado también de ‘aconfesionalidad del Estado’ o de ‘laicidad’. Ofrecemos por eso en PARAULA un aproximación a esta cuestión, principalmente desde la óptica de la Doctrina Social de la Iglesia. Las medidas adoptadas por el consistorio valenciano prevén –entre otros aspectos– la retirada de símbolos religiosos de los espacios públicos que dependan del mismo, así como de los colegios electorales, o la incorporación progresiva de referencias de carácter civil en el calendario oficial, centros públicos y callejero.
¿Qué dice la Iglesia sobre la libertad religiosa?
La Iglesia Católica reconoce el derecho a la libertad religiosa. El Concilio Vaticano II dice al respecto: “La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (‘Dignitatis humanae’, 2). De ese modo, sería incorrecta, por ejemplo, tanto la imposición de una religión de Estado, como la exclusión de un puesto en la Administración pública por motivos religiosos o la prohibición de una procesión si lo que mueve a ello es la mera intención de relegar las expresiones de fe de la vida pública.
La libertad religiosa, obviamente, también tiene límites, como el mantenimiento del orden público o el respeto a la dignidad de los demás: “Cada uno de los hombres y grupos sociales están obligados por la ley moral a tener en cuenta los derechos de los otros, los propios deberes para con los demás y el bien común de todos” (DH, 7).
¿Cómo recoge ese derecho la Declaración Universal de los Derechos Humanos?
Esta importante declaración, aprobada por la ONU en 1948 y reconocida por la Constitución Española (art. 10.2), establece que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (…) religión” (art. 2.1). Señala también que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (art. 18).
¿Y la Constitución Española?
En un apartado preeminente como es el que dedica a los derechos fundamentales, la Constitución Española proclama que “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley” (art. 16.1); o que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art. 16.3). De ahí se deriva la consideración de España como un ‘estado aconfesional’.
¿En qué se diferencia la laicidad del laicismo?
La laicidad, según la definición del diccionario de la Real Academia Española (RAE), alude a la condición de ‘laico’ (por contraposición a ‘clero’), y es el “principio que establece la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa”. Jesús ya aludió a la separación del orden temporal y el espiritual cuando dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc 20, 25). La Iglesia, ya antes del Concilio Vaticano II, ha afirmado también esa necesidad. Pío XII, por ejemplo, habla (discurso del 23-3-1958) de la ‘sana laicidad’ como “el esfuerzo continuo para tener separados y al mismo tiempo unidos los dos poderes”, el político y el religioso, contemplando así la legítima independencia entre ambos para evitar intromisiones indebidas en sus respectivas esferas, así como su cooperación en orden al bien común. Una laicidad sana o justa debería evitar, por ejemplo, el nombramiento de obispos por parte del Estado, como todavía sucede en China, o que el propio episcopado, más allá de unas orientaciones morales ante unas elecciones civiles, realizara propaganda política partidista, señalando a qué siglas hay que votar.
El laicismo, a su vez, va más allá de la laicidad. Según el diccionario de la RAE, atañe a la “independencia del individuo o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. La Iglesia entiende que esa independencia es plausible si es acorde a la sana laicidad referida anteriormente; pero con frecuencia quienes invocan el laicismo más bien lo que pretenden es el apartamiento completo de la religión de la vida pública, su marginación al ámbito estrictamente privado. En esa línea se sitúan los posicionamientos tendentes a minimizar o retirar la asignatura de Religión del sistema educativo, a prohibir toda simbología religiosa en espacios públicos o a imponer ideologías que colisionan con creencias de alguna religión respetuosas con los demás. Ese tipo de actitudes pueden contradecir el derecho a la libertad religiosa recogido en la Constitución Española, así como lo prescrito en la Declaración de Derechos Humanos cuando reconoce “la libertad de manifestar su religión tanto en público como en privado”.
¿Qué sentido tiene la colaboración entre la Iglesia y el Estado hoy día?
La fe tiene una dimensión pública incuestionable. El mismo Jesús llamaba constantemente a llevar el Evangelio a todos los hombres, con palabras y con obras. A lo largo de la historia y en el presente, ese mandato evangélico se ha traducido en incontables acciones que han fomentado el bien de toda la sociedad –no sólo de los cristianos–, en campos como la educación, la sanidad, la pobreza y la marginación, la cultura, la espiritualidad, el sentido de la vida, etc.
Así pues, teniendo en cuenta la promoción del bien común que desarrolla la Iglesia Católica, así como su amplia irradiación social en España, es razonable que se establezca una colaboración entre ella y el Estado para profundizar en dicho fin, sin que ello signifique una renuncia a la sana separación entre ambos. Esa es la visión que ilumina la Constitución Española cuando afirma: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (art. 16.3).
El Concilio también deja clara la idoneidad de una laicidad positiva en vistas del bien común: “La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo” (‘Gaudium et spes’, 76).
En virtud del principio de subsidiaridad, los Estados están llamados a apoyar a aquellas entidades o colectivos que fomentan el bien común. No debiera extrañar, entonces, que desde la Administración pública se concedan subvenciones a grupos religiosos que cumplen ese requisito, para ayudarles así a desarrollar su labor en favor del bien de toda la sociedad. Los conciertos a colegios religiosos -cuya oferta educativa es demandada por una porción muy significativa de la ciudadanía- son un ejemplo de ello.
Para más información sobre la doctrina de la Iglesia en torno a la laicidad, puede consultarse la síntesis que de ella hace el ‘Compendio de la doctrina social de la Iglesia’, publicado por el Pontificio Consejo Justicia y Paz en 2004, particularmente los números 571 y 572. También en ese documento, las dos ideas que gravitan constantemente alrededor de este asunto son las de autonomía y colaboración.