Nos encontramos en plenas fiestas navideñas y en el umbral casi de un nuevo año. Ambas realidades, aunque no igualmente, nos abren a la esperanza. La realidad del nacimiento de Jesús, que nace de santa María, es la gran esperanza para todo el mundo; el misterio de la Virgen Madre, festividad con la que iniciaremos el Año nuevo, nos abre a la esperanza grande y total que tenemos en Jesucristo, además de que siempre abrir un año más nos encamina por sendas de esperanza. Cuando se conoce el misterio de Santa María, Madre de Dios, Madre de Jesucristo, todo cambia y se llena de esperanza. Es la esperanza que deseo a todos para este año 2018, es la esperanza que anhelo con todo mi corazón que participemos y comuniquemos a todos, de manera especial entre los jóvenes: la esperanza que brota y nace de la Virgen María, la esperanza inseparable de Cristo que nada ni nadie puede arrebatar a cuantos creen en Él.
Por ello, acudiendo a palabras tantas veces repetidas por san Juan Pablo II, deseo y pido para todos en los umbrales de un nuevo año: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo, abrid las puertas al Redentor!”. No hemos de tener miedo a seguirle. No podemos tener miedo a anunciarle, a darlo a conocer, a evangelizar. No podemos tener miedo a abrir las puertas de la Iglesia para salir a donde están los hombres y hacer presente, vivo y eficaz, el Evangelio, Jesucristo, en la familia, en la sociedad, en la política, en el trabajo y en el mundo laboral, en la economía, en la enseñanza, en la cultura, en la universidad, en los medios de comunicación, en el amplio mundo del sufrimiento y de la enfermedad, en las zonas cada día más vastas de la pobreza, en fin, en todo lo que afecta al hombre y es humano. No podemos tener miedo a identificarnos con Cristo, a vivir la vida de hijos de Dios, unidos al Hijo Unigénito venido en carne, y encarnar así en nuestras vidas su Evangelio, que es el evangelio de la caridad, de la misericordia, de la reconciliación y de la paz.
Es preciso vivir y testificar, transmitir, esta esperanza, Cristo mismo, Dios-con-el hombre, en un mundo desalentado y secularizado que vive con frecuencia de espaldas a Dios y por eso en contra del hombre; es preciso vivir esta esperanza que nace con Cristo, Hijo de Dios y de María, en una cultura de la insolidaridad y de la muerte, en una pseudocultura hedonista, dominada por el principio del placer que se desentiende del hombre y de sus sufrimientos. Es necesario dar razón de la esperanza que nos anima a un mundo que nos pide explicación. La esperanza es Cristo. La esperanza centrada en Él es la verdad de nuestro mundo, la que hace posible que el hombre sea el camino de la Iglesia y de la humanidad, y no haya otro. De Jesucristo, en efecto, del acontecimiento de su Encarnación y nacimiento, brota el que todo ser humano posee una dignidad y valía inherentes e inalienables, en contra de la tentación actual de establecer la utilidad y el interés como criterio de actuación y de valoración.
Nuestra esperanza y confianza, como cristianos, al comenzar un nuevo año, y siempre, todos y cada uno de los días, en todo tiempo, se centran en Jesucristo, quien para nosotros, naciendo por el Espíritu Santo de María siempre Virgen, es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la humanidad. Tal es precisamente la razón de que la esperanza cristiana ante el mundo y su futuro -un nuevo año abre al futuro- se extienda a cada ser humano. A causa de la radiante humanidad de Cristo, gracias al nacimiento de María, su santa y virginal Madre, nada hay genuinamente que no afecte a los corazones de los cristianos, nada hay genuinamente humano en lo que no hayamos de enraizar esta esperanza que llena de luz y de aliento este siglo XXI, que solo hace 17 años que ha comenzado. De la fe en Cristo, de la acogida de Él, como le acogió en su seno y dio a luz su Madre Virgen, nace la gran esperanza para la humanidad, raíz de toda paz.
Es bueno, al iniciar este nuevo año que nos llama a la esperanza, que una vez más recordemos palabras que san Juan Pablo II, el Magno, dijera ya ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: “Constituye una de las grandes paradojas de nuestro tiempo que el hombre, que iniciara el periodo que llamamos ‘modernidad’ con la seguridad de haber alcanzado la ‘mayoría de edad’ y la ‘autonomía’, se aproxime al siglo XXI temeroso de sí, temeroso de lo que sea capaz de hacer, temeroso ante el futuro. En efecto, la segunda mitad del siglo XX ha sido testigo del fenómeno sin precedentes de una humanidad que no está segura de que exista probabilidad alguna de futuro. Con vistas a asegurarnos de que este milenio sea testigo de un nuevo florecer del espíritu humano, en el que mediará una autentica cultura de la libertad, hombres y mujeres deben aprender a conquistar el temor. Debemos aprender a no tener miedo, debemos redescubrir un espíritu de esperanza y un espíritu de confianza. La esperanza no es el optimismo vacío que surge de una ingenua confianza en que el futuro ha de ser necesariamente mejor que el pasado. La esperanza y la confianza son premisas de una actividad responsable y se cultivan en ese íntimo santuario de la conciencia en que ‘el hombre se halla a solas con Dios’ y percibe, por tanto, que no está solo en medio de los enigmas de la existencia, pues ¡está rodeado por el amor del Creador!” (S. Juan Pablo 11 en la ONU). A partir de Cristo, todavía más, no está sólo el hombre, porque está rodeado del amor redentor de Dios, que ha enviado a su Hijo al mundo para amar en su cuerpo y carne, en su humanidad, la humanidad de todos los hombres con un amor infinito, irrevocable e inabarcable.
Que la esperanza de Jesucristo se abra a todos al finalizar el año y en este año nuevo que vamos a comenzar, pues de Él brota la paz para los hombres a los que Dios ama. Esta misma paz, enraizada en la esperanza de Cristo, es la que también deseo a todos al finalizar un año y comenzar un año nuevo, que se abre con la Jornada Mundial de la Paz. Pido a Dios el don de su paz y su ayuda para construirla. La paz es posible. Pedida como un don de Dios, debe ser construida día a día entre todos.
Habrá paz en la medida en que toda la humanidad sepa redescubrir su vocación a ser una familia, en la que la dignidad y los derechos de las personas sean reconocidos como anteriores y preeminentes respecto a cualquier diferencia. Es fundamental el deber de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llamados a comprometerse por la paz, a educar en la paz, a desarrollar estructuras de paz e instrumentos de no violencia y a hacer todos los esfuerzos posibles para llevar a los que están en conflicto a la mesa de negociación. Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aún siendo tan deseada, sea sinónimo de paz duradera. No hay verdadera paz, si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad. Está condenado al fracaso cualquier proyecto que mantenga separados dos derechos indivisibles e interdependientes: el de la paz y el de un desarrollo integral y solidario. La pobreza de miles de millones de hombres y mujeres es la cuestión que más interpela nuestra conciencia humana y cristiana. Es aún más dramática al ser conscientes de que los mayores problemas económicos de nuestro tiempo no dependen de la falta de recursos, sino del hecho de que a las actuales estructuras económicas, sociales y culturales les cuesta hacerse cargo de las exigencias de un auténtico desarrollo. Para la Iglesia y, en consecuencia, para los fieles católicos el compromiso de construir la paz y la justicia, no es secundario, sino esencial. De la esperanza en Cristo, que ha venido para que llegásemos a ser hijos de Dios, brota nuestro compromiso por la paz: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los hijos de Dios”.