Con devoción y agradecimiento hacemos memoria de los mártires de la diócesis de Almería y Granada que sufrieron el martirio durante persecución religiosa en España del pasado siglo XX y que fueron beatificados el pasado sábado, fiesta de la Encarnación del Señor, en Almería. La diócesis de Valencia, que también en tantos hijos suyos en la misma época padeció el martirio, se une al gozo y la acción de gracias de nuestras diócesis hermanas almeriense y granadina.
¿Cómo no dar gracias por estos mártires beatificados, y por tantos y tantos otros, en muchedumbre incontable, que dieron y dan su vida por Jesucristo como testimonio supremo de la verdad del Evangelio y de la fe?¡Cómo vibraban los primeros cristianos ante la sangre y la memoria de los mártires!. En qué estima tan alta ha tenido siempre la Iglesia el martirio y con qué belleza ha sido cantado a lo largo de los siglos por los mejores poetas cristianos. Hoy no puede ni debería ser menos. Y por eso hoy, con júbilo, llenos de esperanza, gozosos, nos sumamos a la acción de gracias por esa pléyade inmensa de fieles, contemplada en el Apocalipsis, que «vienen de la gran tribulación y han lavado sus túnicas con la sangre del Cordero» (C f. Ap 7,14).
El martirio, el testimonio martirial es un regalo de Dios preciosísimo que es preciso apreciar en todo su sentido. Nuestra moderna sociedad, permisiva y relativista, tiende a hacer arcaico y obsoleto el hecho y la grandeza del martirio. Los cristianos mismos en Occidente parece que hemos perdido disponibilidad y aun sensibilidad para el martirio cosa que contrasta con los miles y miles de mártires en diversas naciones de Oriente y de África, que están hoy sellando con su sangre su fe en Jesucristo. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de Dios y de la verdad del hombre: Con esa verdad, la verdad de Dios y la verdad del hombre, dada en Jesucristo, nuestra Iglesia hemos de ir a servir a esa verdad, Cristo, que la Iglesia ha de entregar en todo lo que diga, en todo lo que haga, en sus relaciones internas.
El martirio es signo y prueba, diáfano testimonio, de que Dios es Dios, lo único necesario, que está por encima de todo y lo vale todo, que sólo El basta, que Él es, en verdad, Amor, fuente inagotable y hontanar de todo amor. El martirio es testimonio valiente y cierto de que Cristo vive, reina y nos salva, y que su salvación, su vida y su amor valen más que todo, son el tesoro al que nada se le puede comparar. El martirio es la señal manifiesta e inequívoca de que el Reino de Dios ha irrumpido en nuestra historia y en él está la dicha que lo supera todo, la paz y la verdad de amor que lo llena todo.
El martirio, entre otras cosas, es signo que nos indica dónde se encuentra la verdad del hombre, su grandeza y su dignidad más alta, su sentido, su realización más auténtica, su libertad más genuina, amplia y plena, y el comportamiento más verdadero y propio del hombre inseparable del amor: por ello, el martirio es exaltación de la perfecta «humanidad» y de la verdadera vida de la persona. El testimonio de los mártires, el martirio, atestigua «la capacidad de verdad del hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Es precisamente en este sentido en que los mártires son los grandes testigos de la conciencia, de la capacidad concedida al hombre de percibir además del poder, también el deber, y por eso de abrir el camino al verdadero progreso, al verdadero ascenso» (J. Ratzinger). Por eso nuestra Iglesia ha de mostrarse apasionada por el hombre.
En el martirio percibimos el espacio creado por la fe en Jesucristo para la libertad d la conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder, en ese espacio y realidad se anuncia la libertad de la persona que trasciende a todos los sistemas políticos. «Por haber asignado estos límites al poder fue crucificado Jesús, que con su testimonio dio testimonio de los límites del poder. El cristianismo no comenzó con un revolucionario, sino con un mártir. El plus de libertad que debe la humanidad a los mártires es infinitamente mayor que el que le hayan podido aportar los revolucionarios» (J. Ratzinger).
El martirio nos dice, en fin, algo decisivo: que estamos llamados a la vida eterna, a estar con Dios que es Amor y permanece para siempre: y que eso es, con mucho, no sólo lo mejor, sino lo que únicamente importa; sin la vida eterna ¿qué sentido tendría la vida?¿qué importa la vida sin el amor, que permanece eternamente?; el martirio nos indica que no podemos malograr nuestra vida anteponiendo a su logro -que es la plenitud de la vida eterna y el Amor que no acaba- otras cosas u otros intereses.
El seguimiento de Cristo es martirio, y por tanto el mártir es el que colma hasta la plenitud el sentido de este seguimiento: se entrega a sí mismo como testimonio de la palabra que en Cristo hemos escuchado. Los mártires son testigos eximios del amor de Cristo, de El que ha dado la vida por los hermanos: seguir a Cristo es dar la vida, como Él, por los hermanos. «Aceptar el calificativo ‘cristiano’ -o de católico- es declararse dispuesto al martirio; expresa la disposición a morir por la fe. Cristiano -católico- y mártir significan en realidad lo mismo. Cuando se nos llama ‘cristianos’, se está incluyendo tácitamente en ello que nos declaramos dispuestos al martirio» (J. Ratzinger). Con el martirio se hace verdad tangible la necesidad de completar en nuestra carne los dolores y la pasión del Señor con la que nos ha redimido y hechos partícipes a los hombres del amor de Dios, de su perdón y de su gracia reconciliadora y restauradora. Los mártires son testigos eminentes de la caridad y de la santidad en la Iglesia. «Con su herida mortal», unidos al Cordero degollado del Apocalipsis -Cristo-, los mártires nos dicen que, «al final, los vencedores no serán los que matan» -o los que persiguen, no son los que matan, ni los que persiguen y amenazan-; «el mundo más bien vive gracias al que se sacrifica». El sacrificio del que se convierte en el Cordero degollado -y con Él los mártires- mantiene unidos cielo y tierra. De él procede la vida que da sentido a la Historia a lo largo de todas sus atrocidades y que al final la transforma en un cántico de alegría» (J.Ratzinger)
Por eso, damos gracias por el don de los mártires, en concreto por el don de los mártires beatificados en Almería el pasado sábado: de su sangre germina y crece la Iglesia. Hacemos memoria agradecida de la sangre de estos mártires derramada, como la de Cristo, para confesar el nombre de Dios; en ello se manifiesta las maravillas del poder divino; en su martirio, el Señor ha sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad su propio testimonio. Por eso la Iglesia quiere conservar y vivir la memoria de los mártires. Todos los mártires, también los de hoy, han sido y son una fuerza de la fe cristiana vivida hasta el extremo del amor, testigos singulares de Dios vivo que es Amor en la vida de los hombres. Hay que estar siempre preparados y dispuestos al martirio; también en los tiempos de hoy, com estamos viendo, a veces impasibles e inmutables, en tantísimos hermanos nuestros que sellan su vida de fe y seguimiento con la entrega de sus vidas perseguidas, amenazadas y heridas por sus violentos perseguidores de tantas maneras. Esto es lo que evangeliza, lo que enseña un nuevo arte de vivir, lo que hace surgir una humanidad nueva. Y para esto está nuestra Iglesia: para evangelizar, para enseñar el verdadero arte de vivir como hombres que proviene del Evangelio y de él se aprende, ya para hacer posible que surja una humanidad nueva hecha de hombres y mujeres nuevos con la gran novedad del Evangelio.
Hay un aspecto inolvidable en estos mártires: son insignes colaboradores de la paz. Porque, en todo momento, ellos han servido -antes con su apostolado, y después con esa generosidad con que se entregaron- a la grandeza de la convivencia humana: porque murieron perdonando, no odiando. Ellos son hoy y lo serán siempre memoria viva, llamada y signo, garantía de una honda y verdadera reconciliación, que nos marca definitivamente el futuro: un futuro de paz, de solidaridad, de amor y de unidad inquebrantable entre todos los hombres y pueblos. Así, ellos son lo mejor de la Iglesia y de nuestro pueblo. A eso ha de contribuir de manera decidida y eficaz nuestra Iglesia a la paz, a la acogida de todos sin excepción con predilección por los más pobres, a la creación de una cultura del encuentro y del diálogo, del servicio y de la justicia, a una civilización del amor y a una cultura de la vida y no de la muerte, a acoger, en definitiva a dios y entregar a Dios a los hombres que es donde radica el principio y el fin de todo, y a mostrar a todos que sin dios no es posible ni la dignidad del hombre, ni la convivencia y la paz entre los hombres. Dios o nada, sólo Dios.