19-05-2019

Un año más he podido comprobar cómo Valencia entera quiere a la Virgen, especialmente en su advocación tan entrañable de la Virgen de los Desamparados, cuya fiesta acabamos de celebrar. Al finalizar la procesión de la Virgen, en su basílica, les decía cómo expresamos ese cariño hacia Ella con el ininterrumpido clamor y grito de «¡VIXCA LA MARE DE DÉU!», que sale de lo hondo del corazón y de lo más profundo de las gargantas. Y añadía que también la Santísima Virgen nos quiere muchísimo a nosotros, como Madre que es de todos. Y que nos quiere muy felices, muy dichosos. Y por eso nos recuerda lo que a ella le dijo su prima Isabel: «¡Dichosa, tú, que has creído». Así nos quiere ella, dichosos y felices porque creemos. Ahí está la dicha y la alegría: en la fe, como ella. Por eso le pedimos a Nuestra Señora de los Desamparados que nos ayude a conservar, aumentar y fortalecer la fe para comunicarla y que otros crean con nosotros y participen de esa felicidad.
La Virgen, a la que tanto queremos, se nos muestra como la mujer de fe, «dichosa porque ha creído», que da testimonio de Dios vivo y de su infinita misericordia, como escuchamos y proclamamos en el canto del «Magnificat» con el que responde a las palabras de su prima Isabel. La Virgen María, en efecto, es testimonio vivo de la verdad de Dios. Toda ella es manifestación de Dios. Toda su persona y su vida es trasparencia de Dios. Ella, con su «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra», nos muestra que Dios es Dios, que Dios es lo solo y único necesario, que sólo Él basta.
Antes y más allá de nuestros deseos y esperanzas, de nuestras necesidades y exigencias, de nuestros intereses y preferencias, Dios es Dios. Así nos lo presenta la Virgen María. Su palabra y su oración, sus gestos y comportamiento están marcados por una referencia radical a Dios. Ha hecho de su vida una entrega sin reserva alguna al querer de Dios, a la misión que Dios le ha confiado, un servicio incondicional a Dios. Con su «hágase en mí según tu palabra», pone en Dios, la vida, el aliento, el destino. Y así proclama la soberanía absoluta del Dios vivo. Dios, centro de la vida. Corazón y cántico, grandeza, humillación y alegría: todo converge en Él. Es la confianza sin condiciones de Santa María la que nos muestra a Dios tal cual es y desenmascara los falsos dioses que no son más que hechura del hombre, ídolos que esclavizan y que no liberan ni salvan.
Cuando María se entrega a Dios para que realice en ella su palabra, no hace más que poner totalmente en acto el amor expresado en aquella confesión de fe que los israelitas repetían diariamente: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor». «Dios es el Señor»: ahí está el resumen de toda la fe, la concentración de todo el amor.
Es cierto que el hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona. Vosotros, que me estáis leyendo, lo sabéis bien: el alejamiento de Dios lleva consigo la pérdida de aquellos valores morales que son base y fundamento de la convivencia humana. Y “su carencia produce un vacío que se pretende llenar con una cultura, más bien pseudocultura, centrada en el consumismo desenfrenado, en el afán de poseer y gozar, y que no ofrece más ideales que la lucha por los propios intereses o el goce narcisista. El olvido de Dios, la ausencia de valores morales de los que sólo Él puede ser fundamento, están también en la raíz de los sistemas económicos que olvidan la dignidad de la persona y de la norma moral, poniendo el lucro como objetivo prioritario y único criterio inspirador de sus programas. El alejamiento de Dios, el eclipse de los valores morales ha favorecido también el deterioro de la vida familiar, hoy profundamente desgarrada por el aumento de las separaciones y divorcios, por la sistemática exclusión de la natalidad incluso a través del abominable crimen del aborto, por el creciente abandono de los ancianos, tantas veces privados del calor familiar y de la necesaria comunión intergeneracional. Todo este fenómeno de oscurecimiento de los valores morales cristianos repercute de forma gravísima en los jóvenes, objeto hoy de una sutil manipulación, y no pocos de ellos son víctimas de la droga, del alcohol, de la pornografía y de otras formas de consumo degradante, que pretenden vanamente llenar el vacío de los bienes espirituales con un estilo de vida orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo. La idolatría del lucro y el desordenado afán consumista de tener y gozar, son también la raíz de la irresponsable destrucción del medio ambiente, por cuanto inducen al hombre a disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad, como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no puede traicionar» (Juan Pablo II, Homilía en Huelva, 5-6)
El clamor de esta sociedad necesitada de la luz y de la verdad del Evangelio, que es la luz y la verdad de Dios, encuentran en Santa María el faro que nos conduce hacia esa Luz, ella que es la Esclava del Señor, la llena de gracia, la que es dichosa porque acoge la Palabra de Dios y la cumple, la que es bienaventurada porque ha creído. La Virgen María nos ha enseñado a vivir con la confianza incondicionada puesta enteramente en Dios y nos ha mostrado que el reconocimiento de Dios reclama la acogida y la obediencia fiel, la disponibilidad plena, el amor total y desinteresado, la apertura ilimitada a la voluntad de Dios, la fidelidad inquebrantable por encima de todo al encargo recibido de Él. Y esto es fuente de dicha, gozo del don y de la gracia, generación de vida, raíz y cumplimiento de la esperanza. Por esto, María, la mujer creyente, puede escuchar aquella bienaventuranza de su prima Isabel «Dichosa tú que has creído».
Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el canto del Magníficat. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de su prima expresan una inspirada profesión de su fe. La fe de María proclama la grandeza, la soberanía, y el señorío de Dios; le reconoce como el que está en el principio y en el fin de todas las cosas y le confiesa como aquel que tiene la iniciativa de la creación y de la salvación y el juicio inapelable de nuestras vidas. La fe de María proclama gozosa que Dios es el único poder al que debemos someter nuestra vida y del que podemos esperar la salvación definitiva: se confía en el Señor y no será confundida para siempre; sabe de quién se ha fiado.
María se alegra en «Dios, su salvador»: Dios es origen, razón y atmósfera de la propia alegría. La equivocación fundamental de un hombre sería hacerse centro de sí a uno mismo. En las exultantes palabras de María resplandece «un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre. María es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva autodonación de Dios. Por eso proclama ‘ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo’. Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: ‘se alegra mi espíritu en Dios mi salvador’. Porque ‘la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre… resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación’… Desde la profundidad de la fe de la Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace ‘obras grandes’ al hombre: ‘su nombre es santo’… Contra el pecado de la incredulidad o de la poca fe, frente al corazón de la sospecha que el ‘padre de la mentira’ ha hecho surgir en el corazón de Eva, María proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios santo y todopoderoso que desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que ha hecho obras grandes».
La Iglesia, se ve confortada, fortalecida, con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada con tan extraordinaria sencillez por la Virgen María y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios desea iluminar las dificultades, y a veces intrincadas vías, de la existencia humana. El camino de la Iglesia implica un renovado empeño en su misión que sigue la misión de Aquel que dijo: «Dios me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva». Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en el corazón del canto del Magníficat.
El Dios de la Alianza cantado por la Virgen de Nazaret es el Dios que alza de la basura al pobre, protege al desvalido, defiende al indefenso. «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los pobres los sacia de bienes y a los ricos los despide vacíos»; Dios defiende la causa de los pobres; los pobres son consolados y los ricos entristecidos; los poderosos abatidos y los caídos ensalzados. Dios rescata la vida de la fosa, colma de gracia y de ternura, sacia de bienes los anhelos; hace justicia y defiende a todos los oprimidos; es compasivo y misericordioso; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles. Con sus palabras inspiradas, la Virgen María nos manifiesta a Dios al lado de los pobres. Es una sorpresa regocijante para todos los humillados de la tierra recibir la noticia de que Dios les ama y viene a levantar a los hundidos. De la insondable voluntad divina nace su inclinación benevolente a los pobres, porque Dios es bueno. En Dios hay corazón, entrañas de Padre, amor sin límites. En Dios hay ternura y misericordia. Este mensaje es la razón de la esperanza para los decaídos. Esta es la verdad de Dios: Buena Nueva para todos los hombres frente a las amenazas que sobre ellos pesan.
«María está profundamente impregnada del espíritu de los pobres de Yahvé que en la oración de los salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en Él toda su confianza. Ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del Mesías de los pobres. La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la hondura de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes. La Iglesia es consciente -y en nuestra época esta conciencia se refuerza de modo particular- de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el canto de la Virgen, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que los pobres y la opción en favor de los pobres tienen en la palabra del Dios vivo».
Por todo ello, María es también Madre de misericordia. Madre de misericordia «porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la Misericordia de Dios. El ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia. Y la misericordia más grande radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como ‘el Hijo de Dios vivo’. Ningún pecado del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza su plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos puestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueve la faz de la tierra, posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu» ( VS 118).
La misericordia de Dios nos alcanza, pues, a través de la Virgen María que ha dado a luz al que es la manifestación y entrega de la misericordia de Dios. Al pie de la Cruz, Jesús, su Hijo, nos la entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros, se convierte en la Madre que nos alcanza la misericordia. Que Ella nos mire con esos ojos suyos misericordiosos, con esos ojos que son como soles porque son los ojos de la Madre del Sol que nace de lo alto, Jesús, que nos ha visitado por la entrañable misericordia de nuestro Dios.
Ofrezco estas reflexiones marianas, en el Mes de Mayo, mes de María, al día siguiente de la fiesta de Nuestra los Desamparados, en el día de nuestra Señora de otras memorias en otros pueblos que celebran pidiéndole que aumente nuestra y nos fortalezca para vivirla y comunicarla a los demás.