28-01-2018

Hemos celebrado con gran gozo y esperanza, la fiesta de nuestro Patrón, el joven diácono, mártir, San Vicente, “vencedor en todo. Venció en las palabras y venció en los tormentos, venció en la confesión de fe y venció en la tribulación, venció abrasado en el fuego y venció al ser arrojado a las olas, venció, finalmente al ser atormentado y venció al morir por la fe” (San Agustín). Su gran victoria es su fe que vence al mundo; su martirio en la lozanía de la vida es testimonio que nada ni nadie nos podrá arrebatar del amor de Cristo, que ni espada, ni fuego, ni violencia, ni persecución, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Cristo, resucitado, vencedor del odio, del pecado y de la muerte. Este testimonio de los mártires, de san Vicente, es acontecimiento vivo que en su entrega hasta la muerte da fe de que «realmente, el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22), y que la visión y la verdad del hombre, la genuina visión del hombre tiene su fundamento en Él. En efecto, el martirio de nuestros mártires significa que «Cristo no sólo indica a los hombres el camino de la vida interior, sino que Él mismo se presenta como el ‘camino’ para ello. El ‘camino’ porque es el Verbo encarnado, es el Hombre. Sólo Cristo con su humanidad revela hasta el fondo el misterio del hombre, porque tanto amó Dios al hombre que envió a su Hijo venido en carne y entregó u vida por Él. Esto es lo que vale el hombre, inseparable de Dios, de su amor.
El ser humano no puede comprenderse del todo a sí mismo teniendo como única referencia las otras criaturas del mundo visible. El hombre encuentra la clave para entenderse a sí mismo contemplando el divino Prototipo, el Verbo encarnado, Hijo eterno del Padre» (Juan Pablo II, Memoria e identidad, p. 139). Los mártires, con su martirio, están testificando ante los tribunales del mundo y de la historia, que Cristo, «imagen de Dios invisible» es el «hombre perfecto, que restituyó a los hijos de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime» (GS 22). Como es bien sabido «esta categoría de la dignidad es muy importante, más aún, esencial para el pensamiento cristiano sobre el hombre. Se aplica abundantemente en toda la antropología» cristiana en todos los aspectos.
Nuestro futuro está en ese testimonio de los mártires de Jesucristo sólo, Rey y Señor único, de Jesucristo Dios-Hombre, de la grandeza y dignidad del hombre de Él proveniente y en Él fundamentada, y del sellar con su sangre que la vida del hombre, tras haber gustado a Cristo y vivir la dignidad y grandeza en Él contenida, al margen de Él, o sin Él ya no puede llamarse vida. Estas son nuestras raíces, esta es nuestra identidad. El martirio de los nuevos beatos y de tantos otros son raíz y fundamento para el futuro de nuestro pueblo fiel a su propia identidad; porque Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre, y nunca pasa, siempre es actual y futuro para el hombre.
San Vicente mártir, nuestros mártires, nos ofrecen el testimonio de la verdad, de la verdadera sabiduría con que ha de conducirse el hombre para alcanzar la felicidad y la plenitud, la libertad y el amor. Cristo vino para dar testimonio de la verdad, y la selló con su sangre en su pasión y cruz. También San Vicente, los mártires mueren como testigos de la verdad, que nos hace libres y se realiza en el amor. Cuando es la negación de la verdad, cuando se ofusca la verdad, cuando todo se considera relativo y se impone el relativismo como el gran dogma de la modernidad y de la sociedad avanzada, se oscurece el futuro para el hombre, se siembran gérmenes que empañan la convivencia, se impide la unidad asentada en principios morales indisponibles, se impone un totalitarismo o dictadura que impide el ser verdaderamente libres. El relativismo, sin duda, es uno de los problemas más serios que tiene nuestra sociedad y la cultura dominante: de ahí, de ese relativismo, del que es inseparable la pretendida superación de Dios o su reclusión a lo privado, surge la destrucción de la vida no nacida o su eliminación antes de la muerte natural, y el terrorismo, de ahí el menoscabo de la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer en la que se asienta la verdad de la familia sin la que no hay futuro, de ahí las rupturas matrimoniales tan fáciles, de ahí las imposiciones de una formación moral impuesta obligatoriamente, de ahí los intentos de construir una sociedad totalmente inédita por nosotros sin memoria de nuestra raíces y de nuestra identidad, de ahí esa permisividad que destruye las conciencias y las bases de nuestra convivencia, de ahí el imperio de la razón calculadora e instrumental, el predominio exclusivo de la ciencia como acceso a la realidad, de ahí la reducción de todo a estrategia para regir o gobernarse en la sociedad, olvidándose de los principios en los que se asienta el bien común de la misma. Los mártires, que dieron su vida en testimonio de la verdad, nos abren caminos nuevos y nos advierten dónde se encuentra con certeza nuestro futuro: en la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, la verdad que es Dios y que en Él se asienta, la verdad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, la verdad de los principios morales inscritos en el corazón y en la conciencia del hombre, conformes a la razón humana.
Los mártires atestiguan «la capacidad de verdad del hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Es precisamente en este sentido como los mártires son los grandes testigos de la conciencia, de la capacidad concedida al hombre de percibir además del poder, también el deber, y por eso de abrir el camino al verdadero progreso, al verdadero ascenso (J. Ratzinger). En el martirio percibimos el espacio creado por la fe en Jesucristo para la libertad de la conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder. «Por haber asignado estos límites al poder fue crucificado Jesús, que con su testimonio -prolongado en los mártires- dio testimonio de los límites del poder. El cristianismo no comenzó con un revolucionario, sino con un mártir. El plus de libertad -y de fraternidad, de solidaridad e igualdad- que debe la humanidad a los mártires es infinitamente mayor que el que le hayan podido aportar los revolucionarios» (J. Ratzinger). Esto es una locura para muchos, pero es la auténtica sabiduría, la sabiduría de la Cruz, la del amor que salva. Como mártires de la verdad nuestros mártires son hoy centinelas y profetas de un nuevo siglo, de una nueva humanidad. «No se trata de amoldar el Evangelio a la sabiduría del mundo», nos dijo también PP. Juan Pablo II», no se trata de inventar una nueva sabiduría que nos separe de esa identidad, apoyada en la verdad de Cristo, verdad de Dios y del hombre, en la que se encuentra el apoyo más firme para la afirmación y reconocimiento de la dignidad y grandeza de todo ser humano, en cuyo respeto y promoción se encuentra el bien común de la sociedad, la convivencia auténtica entre los hombres, y un futuro abierto a la esperanza.
Inseparablemente, como el mismo Jesucristo, el Testigo de la verdad, nuestros mártires, como esa «muchedumbre inmensa que viene de la gran tribulación», en expresión del Apocalipsis, están diciendo: ¡Sólo Dios!. Ellos son por encima de cualquier otra consideración los testigos cimeros de que Dios es Dios, omnipotente en su misericordia y en su amor. Ellos nos están gritando y ayudándonos a comprender que el futuro del hombre está en Dios, y que al margen de Él caminamos por caminos errados que no conducen a ninguna parte, salvo a la quiebra y destrucción del hombre, o al enfrentamiento entre los hombres. Con su martirio nuestros Mártires, como todos los mártires, nos indican al entregar su vida por amor a Dios por encima de todo, al cumplir su voluntad entregándose al sacrificio de su propia vida, al no renunciar a Él ni apostatar de Él, ni hacer lo que a Él no le agrada, por ejemplo la violencia, y al mantenerse en plena e indestructible fidelidad a Dios, a pesar de la propia fragilidad humana, nos muestran diáfanamente los mártires que Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre y para la sociedad. Nos están diciendo, utilizando palabras de Pablo VI, que el ateísmo, es el «drama y el problema más grande nuestro tiempo». Sin duda lo es, por eso desataron aquella violencia contra ellos, los mártires, y contra la Iglesia, por eso se comprenden los horrores de Hitler o la destrucción del hombre tan masiva en los países del marxismo real, ateos, más aún antidios, por definición. El silencio de Dios o el abandono de Dios es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia. No hay otro que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras.
Testigos singularísimos de Dios, como el resto de los santos, los mártires son los verdaderos reformadores de la humanidad. Para expresarlo con mayor radicalidad, sólo de los mártires, «sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones -en este siglo se pretenden tal vez grandes revoluciones culturales- cuyo programa común fue -o es- no esperar nada de Dios, sino totalmente en las propias manos la causa del mundo y para transformar sus condiciones. Y hemos visto -vemos- que, de este modo, siempre se tomó -se toma- un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. ¿Y qué puede salvarnos sino el amor?» (Benedicto XI, Ante los jóvenes en Colonia). Los mártires, nuestros mártires son los que llevaron adelante una verdadera revolución, no los presuntos revolucionaron que pretendieron eliminarlos. Su revolución, la «revolución de Dios» que es amor, sigue en marcha: ellos, en comunión con Dios revelado y entregado en su Hijo Jesucristo, por la fuerza del Espíritu de la Sabiduría, de la Verdad, del Amor y de la paz, siguen actuando con fuerza apelando a que no nos cerremos a Dios, y en fidelidad a su voluntad nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, vivamos una verdadera reconciliación, construyamos, con el auxilio de Dios y la buena voluntad de todos, una casa común y fraterna de unidad, tendamos la mano a todos, sobre la base del perdón edifiquemos la paz, asentada en la verdad, el amor, la justicia y la libertad, e inseparable siempre y en todo momento de Dios.
La respuesta a la sociedad difícil que vivimos es la que nos señalan los mártires: la fe, que el mundo crea y no se separe de Dios, como Dios no se separa del hombre, irrevocablemente unido a Él por la creación y sobre todo por la Encarnación del Verbo Eterno, Hijo único de Dios. La hora presente, nos dicen con su martirio nuestros mártires debe ser la hora gozosa del testimonio y del anuncio del Evangelio, la hora del renacimiento espiritual y moral, la hora de Dios -de su reconocimiento y afirmación- la hora de la esperanza que no defrauda, la hora de renovar la vida interior de las comunidades eclesiales y de emprender o proseguir una fuerte y vigorosa, sólida y audaz, acción evangelizadora. Vivir la fe y comunicarla a los demás es nuestro mejor y más inaplazable servicio a los hombres.
En esta fiesta de San Vicente Mártir nos llega una llamada, que se condensa en aquellas palabras de Juan Pablo II al pisar tierra española por vez primera: «Es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí la fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto a las vuestras».
No tengamos miedo, mantengámonos firmes en la fe, valientes en el testimonio del Evangelio, como San Vicente, como nuestros mártires de todos los tiempos, también los de hoy. No estamos solos, ellos están con nosotros, interceden por nosotros, nos alientan.