22-12-2017

Estamos, de nuevo, en los umbrales de la Navidad. Todo se ilumina en ella. Las luces de las calles -ahora un poco menos que antaño- brillan rutilantes; son, sin embargo, un pálido destello de la Luz grande, inmensa, que en la Navidad luce más que el sol: el Señor que nace en medio de nosotros y para nosotros. La verdad es que causa estremecimiento el contemplar la Encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios que se hace hombre por los hombres; provoca asombro maravillado el mirar a ese Niño y descubrir en Él a Dios-con-nosotros, Dios con los hombres y para los hombres. Ahí se nos desvela la grandeza del hombre que de esta manera es amado. Y ahí el hombre deja de ser incomprensible para sí mismo, porque se le ha revelado el amor, se ha encontrado con el amor, lo experimenta y lo hace propio.
Ahí el hombre vuelve a encontrar la dignidad perdida y el valor propio de su humanidad que, a partir de ese hecho, nadie le puede arrebatar. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos de Dios, el Creador, si le ha dado a su Hijo para que tenga vida, vida plena y eterna, y sienta el estupor de ser hombre así querido y engrandecido! Como dice un bello texto de San Efrén: «Todo el motivo por el que el Hijo ha descendido de aquella Altura a la que el hombre no alcanza, es para que pudieran llegar a Él los pequeños publicanos como Zaqueo. Y toda la razón por la que la Realidad aquella que no puede ser aprehendida, se vistió de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como los de la pecadora». Esta es la clave del nacimiento del Hijo de Dios venido en carne: su condescendencia extrema con el hombre; y el origen de condescendencia tan extraña es el amor de Dios al hombre.
El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al pasado. Ante él se sitúa la entera historia humana: nuestro hoy y el futuro del mundo quedan iluminados por este acontecimiento, único en la historia, supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre. Constituye el único medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación a la que está llamado.
Aquí está el centro de la historia. Todo converge ahí. Ahí está la gran esperanza. Nace Jesús en Belén de Judá. En Belén la noche oscura se hace día radiante y la fragilidad de un Niño recién nacido en la más radical pobreza de un establo se convierte en fuerza y riqueza de todos los débiles y desposeídos, y esperanza para todos los hombres y todos los pueblos. Ha sido un verdadero derroche de amor el que el Hijo de Dios se haga carne de nuestra carne, nazca en condiciones dignas del último de los pobres.
Las fiestas de Navidad nos invitan a celebrarlas con alegría y gozo, pero con sobriedad y total apertura de amor y misericordia para con todos, sin exclusión de nadie, especialmente los más necesitados de tal amor y misericordia. Son una invitación para acoger con sencillez humilde el misterio lejano y cercano que llevamos dentro, que está en el fondo de nuestras vidas y del mundo: el de Dios. En este misterio, el creyente siente la cercanía de Dios en Jesús.
Detrás del ajetreo de estas fiestas, se encuentra la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado de una vez para siempre al hombre y se ha comprometido irrevocablemente con él. Entró Dios con todo silencio en nuestro abandono y pobreza, y ahí nos aceptó y ahí nos guarda, incansable, su amor escondido que nos hace ricos con la riqueza pluriforme de su amor.
Con ello no decimos que en Navidad se recorte la inmensidad y grandeza de Dios, hablando humanamente, la distancia inconmensurable de Dios. Dios no deja de serlo, no deja de ser el Altísimo y de habitar una luz inaccesible, pero no quiere serlo sin el hombre, sin participar en su desamparo, y se ha abajado a nosotros. En la Navidad, Dios se ha unido, de uno u otro modo, con todos y cada uno de los hombres, se den o no se den cuenta de ello, lo acepten o no lo acepten. Dios se lo juega todo, por decirlo así, por el hombre y en el hombre. El destino de todos los hombres y de cada uno de ellos le importa supremamente a Dios mismo, desde que se ha hecho uno de nosotros y ha entrado en la historia. Más allá de nuestras atenciones o desatenciones, nos aguarda en el silencio el Dios apasionado hasta el extremo por el hombre. Por eso, estas fiestas nos llaman a que nos demos cuenta de que los espacios inmensos en que erramos perdidos, no están vacíos y helados, sino colmados del amor de Dios que nos aguarda siempre. A lo largo de la historia, Dios y el hombre se le han presentado a la conciencia desgarrada como rivales y en pugna. La antigüedad pagana llegó a creer que los dioses envidiaban a los hombres. Hoy algunas filosofías muestran a Dios como el antagonista del hombre. Los hay falsamente «piadosos» que creen que el combate por la libertad, los derechos y el pleno desarrollo del hombre le hace de menos a Dios, le hace sombra; y hay quienes falsos amigos del hombre que opinan que quienes viven en Dios y desde Dios no pueden por menos que traicionar sus compromisos con los hombres.
La fe en Dios como «Dios con nosotros» en Jesús, vence esta conciencia desgarrada y la reconcilia en sí misma. En la Navidad podemos abrirnos, sin reservas ni sospechas, a la acogida irrevocablemente decidida del amor de Dios por los hombres. No ha querido ser Dios sin los hombres. Detrás de la exterioridad de las fiestas navideñas se esconde la verdad silenciosa de Dios que se ha acercado al hombre y se ha comprometido sin vuelta atrás y para siempre con el hombre. Dios sale al encuentro del hombre y se hace hombre. ¡Esta es la verdad, la verdad que se realiza y manifiesta en la caridad, aquí está la esperanza para todo hombre que viene a este mundo.
Deseo para todos, y así lo pido a Dios, que en esta Navidad nos abramos a Él y acojamos al que viene en su nombre; y que así podamos seguir el camino en toda la tierra que es el camino del hombre, el que conduce a la paz. Que las fiestas de Navidad llenen todo y a todos de una paz honda, e inunden de una alegría profunda todos los hogares: la alegría y la paz que se hallan en el que nació en Belén de una Virgen y que es «Dios con nosotros» (Emmanuel), rostro humano de Dios que es Amor.