Días atrás me hacía eco de la Exhortación Apostólica del Papa Francisco «GAUDETE ET EXSULTATE» sobre la llamada a la santidad. Vuelvo sobre el mismo tema, porque es necesario y urgente insistir en la santidad a la que todo cristiano, todo bautizado, está llamado. El Papa nos urge a la santidad en un texto bellísimo, muy de él. Antes, lo recordáis, el Papa San Juan Pablo II en su Carta Apostólica «Al comenzar un nuevo milenio» también nos insistía en lo mismo y ponía la pastoral para el Nuevo Milenio que comenzaba bajo el epígrafe de una «pastoral de la santidad».
El Concilio Vaticano II recordó y proclamó la vocación de todos los fieles cristianos, en la Iglesia, a la santidad; éste es el núcleo del Concilio sin el cual, no se entiende o se mal interpreta su aportación: la santidad, la pastoral de la santidad. Aspecto fundamental, aunque a veces demasiado olvidado. Esa es la voluntad de Dios, vuestra santificación, nos recuerda san Pablo. El capítulo V de la Constitución Lumen Gentium, centro de la enseñanza y de la renovación conciliar, recuerda la vocación universal a la santidad en la Iglesia. Porque la Iglesia es un misterio o sacramento en Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad. Soy consciente, además, de que a los pastores se nos exige fomentar esta santidad en todos los que nos están confiados, al tiempo que, inseparablemente, nosotros los sacerdotes, estamos llamados a ser santos de manera particular y específica con la santidad sacerdotal.
En los momentos cruciales de la Iglesia han sido siempre los santos quienes han aportado luz, vida y camino de renovación. También hoy que vivimos un tiempo crucial, necesitamos santos, pedir a Dios con asiduidad santos, y ofrecer modelos de santidad. El programa de una pastoral de santidad, al que me he referido, es muy amplio, como leemos en la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, y nadie creo que pueda albergar respecto de él recelo alguno ni tildarlo de escapismo o de fuga hacia un espiritualismo que nos haga desentendernos de nuestro mundo y de las necesidades que urgen y apremian.
Entre los distintos aspectos que comporta una pastoral de la santidad, además de, junto a cuidar que los sacerdotes sobresalgamos en el testimonio de la santidad, o fomentar la renovación de los institutos de vida consagrada o promover la espiritualidad propia de los laicos, el matrimonio y de la familia, y de los diversos estados de vida, conviene ofrecer modelos y testimonios de santidad que nos ayuden por los caminos de nuestra santificación. Y eso explica que en la segunda mitad del siglo XX y en el siglo XXI se hayan beatificado o canonizado, tantos fieles cristianos de diversa condición: Papas, Obispos, sacerdotes, mártires, jóvenes, adultos, niños, matrimonios, personas consagradas, religiosos, misioneros, testigos y servidores de la caridad, educadores,… porque la santidad es de todos y para todos.
No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro Creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico, de ser hombre cabal, sencilla y llanamente. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno, y, por ello mismo el amor, la medida del hombre y de lo humano, en la vida pública o privada, la de todos los días, la caridad cristiana que se manifiesta en el amor del matrimonio, en la vida pública o privada, la vida consagrada y entregada a los pobres, en el sacerdocio, cuya alma es la caridad pastoral. «Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?» (Benedicto XVI, en Colonia, a los jóvenes). Sólo Dios, sólo su amor y su misericordia.
Los santos, los de la calle, o los de la puerta de al lado (Francisco) los del Claustro o los de los hospitales, los entregados por completo a la evangelización o los de la vida contemplativa, son los llamados y seguidores de Jesús, cuyo retrato, que Cristo mismo nos dejó, son las bienaventuranzas. Ellos, son los santos de hoy, de ayer y de siempre, que vivieron su vida mirando a Dios, poniendo en Él su mente y su corazón, teniéndolo en el centro más profundo de su existencia. Bienaventurados y dichosos para siempre, en la bella aventura que recorrieron en su vida, junto a Jesucristo y en comunión con Él, nos señalan que Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre. Todos ellos nos hablan de Dios, son testigos vivientes en nuestro mundo del Dios vivo.
Con razón, el Papa Pablo VI definió el ateísmo como «el drama y el problema más grande de nuestro tiempo». Sin duda lo es. El silencio de Dios, o el abandono de Dios, el ateísmo y la increencia como fenómeno cultural masivo, es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia y de quiebra humana y moral en Occidente. No hay otro que se le pueda comparar en radicalidad por lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Los santos, que han vivido y viven de Dios y para Dios, son quienes ahora nos marcan el camino para que se opere lo que Benedicto XVI ha denominado «la revolución de Dios», el paso a una humanidad nueva y renovada, donde reine, el amor, la caridad y la paz, donde la verdad nos haga libres y misericordiosos, donde se siga el camino de la felicidad que está, precisamente, en ese saberse creado y amado por Dios, en se comprenderse hijo de Dios en todo, en ese camino paradójico de las bienaventuranzas, o si queremos de la felicidad, que es el seguido por el mismo Jesús, y así son expresión viva del autorretrato que Él nos dejó de sí mismo.
Ése es el camino de la perfección, el que conduce hacia las cotas más altas de humanidad que son los santos, el camino de la verdad, el que cambia y renueva el mundo con la revolución del amor que es Dios y de Él viene.
El bienaventurado por excelencia es, en efecto Jesús, sólo Él.