Después de casi dos milenios de cristianismo, cuando la voz de Jesucristo ha llegado a casi todas las partes, sentimos con una intensidad cada día mayor la necesidad de orar pidiendo a Dios, llenos de esperanza, que mande a su Iglesia obreros del Evangelio, que suscite vocaciones a la vida consagrada, a la acción misionera, al ministerio sacerdotal. El mundo que vivimos parece que nos está diciendo: «en la nueva sociedad, en el futuro de un mundo nuevo, laico y adulto, que fabricamos los hombres no habrá ya sacerdotes, ni vida consagrada, no vayáis, jóvenes, por esos caminos, buscad otra profesión». Así parece pensar el mundo de hoy. Pero ante esto mismo, esta manera de pensar, el escuchar esas voces, comprendemos precisamente, por el contrario, que hay una gran necesidad, aún mayor que en otros tiempos, de sacerdotes y de hombres y mujeres enamorados de Jesucristo, consagrados a Él y a su Iglesia, al anuncio y presencia del Evangelio, al servicio de los hombres.
Porque siempre, pero particularmente el mundo en el que vivimos hoy, con su cultura o pseudocultura de alejamiento y silenciamiento de Dios que quiebran al hombre en su humanidad más propia y la destruye, la Iglesia, la sociedad, los hombres de hoy tienen necesidad de hombres y mujeres que vivan entregados por completo, enteramente, al servicio del Evangelio de Jesucristo. Los hombres de hoy y de siempre tienen necesidad de Cristo. Todos tenemos, en efecto, necesidad de Jesucristo. A veces sin saberlo, pero, a través de múltiples y a veces de incomprensibles caminos lo buscamos insistentemente, lo invocamos constantemente, lo deseamos ardientemente. El es el esperado y deseado por todos. Se diga lo que se diga. Porque en Él está la dicha, el amor, la vida, la paz, la alegría, todo.
Nosotros, los hombres y mujeres de hoy, necesitamos de Cristo para recorrer los caminos de la vida. Y Él necesita de nosotros, de hombres y mujeres, para seguir presente acá en los años venideros. ¿Qué sería de nuestro mundo sí le faltase Él? ¿Qué sería de nuestra humanidad si no se le anunciase el Evangelio de paz y de gracia, de amor y de perdón? ¿Qué sería de nuestra sociedad sí se extinguiese la voz y la luz del Evangelio? «Sabemos que el Señor busca obreros para su mies. Él mismo lo ha dicho: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Por esto nuestra oración perseverante al «Dueño de la mies» rogándole envíe obreros a su mies, que es inmensa, es muy grande y espera obreros. Oración que ha de ser constante, pero que se intensifica al llegar estas fechas, en las que las comunidades eclesiales de todo el mundo se unen con un solo corazón y deseo en esta petición común, en la fiesta del Buen Pastor.
Nuestro mundo, sacudido por transformaciones lacerantes «necesita, más que nunca, del testimonio de hombres y mujeres de buena voluntad y, especialmente, del de vidas consagradas a los más altos valores espirituales, a fin de que a nuestro tiempo no falte la luz de las más altas conquistas del espíritu» (San Juan Pablo II). Nuestra sociedad de hoy, en tantos aspectos rica, pero en tantos otros tremendamente empobrecida, está especialmente indigente de Dios. Por ello tiene necesidad de hombres y mujeres que den testimonio de Dios como Dios ante un mundo que lo niega o lo olvida; que afirmen con sus vidas y su palabra, sin rodeos, el amor de Dios a todos y a cada uno; que nos traigan a la memoria algo que solemos olvidar fácilmente: que en el mundo venidero «Dios lo será todo en todos»; que muestren el valor de la gratuidad en un mundo en el que todo se compra y se vende.
La mies de Dios es grande y espera obreros: «la gente espera heraldos que les lleven el Evangelio de la paz, la buena nueva de Dios que se hizo hombre». En el Occidente rico, concretamente en España, «es verdad que la mies podría ser mucha. Sin embargo, hacen falta muchas personas dispuestas a trabajar en la mies de Dios. Hoy sucede lo mismo que aconteció cuando el Señor se compadeció de las multitudes que parecían ovejas sin pastor, personas que probablemente sabían muchas cosas, pero no sabían cómo orientar bien su vida. ¡Señor, mira la tribulación de nuestro tiempo que necesita mensajeros del Evangelio, testigos tuyos, personas que señalen el camino que lleva a la ‘vida de abundancia’! ¡Mira al mundo y envía obreros!. Con esta petición llamamos a la puerta de Dios!» (Benedicto XVI) .
Tenemos necesidad de sacerdotes que hagan presente a Cristo, buen Pastor, que ha venido a proclamar la buena noticia a los pobres y la libertad a los cautivos. Necesitamos sacerdotes que impulsen, promuevan y lleven a cabo las necesidades, tan inmensas y tan inabarcables, de la evangelización. Sacerdotes para salir al encuentro de los alejados, para atender a los jóvenes, a los marginados; sacerdotes para los hombres del campo y de la ciudad, para los pueblos pequeños y para las grandes capitales, para los intelectuales y los trabajadores, para los que sufren y para los desalentados; sacerdotes capaces de iluminar la fe y la vida de quienes viven en situaciones difíciles; sacerdotes que anuncien el Evangelio de Jesucristo, que perpetúen el memorial de la Cena del Señor en las distintas comunidades cristianas, que perdonen los pecados en el nombre del Señor y conduzcan por caminos de reconciliación, de unidad y de paz entre las gentes. Sacerdotes que hagan crecer la llama del reconocimiento de Dios y de su Reino en todas las personas, en todas las familias, en todos los ambientes y en todos los pueblos. Los hombres de hoy, en lo más profundo de su ser, aunque lo nieguen -más entonces aún- «esperan a Dios, esperan una luz que les indique el camino; esperan una palabra que sea más que una simple palabra. Se trata de una esperanza, una espera del amor que, más allá del instante presente, nos sostenga y acoja eternamente. La mies es mucha y necesita obreros en todas las generaciones. Y para todas las generaciones, aunque de modo diferente, valen siempre estas palabras: ‘Los obreros son pocos’ (BenedictoXVI).
Hay que decirlo con fuerza, el mundo en que vivimos sigue necesitando hombres que entreguen su vida a Dios, que quieran ser testigos dichosos de la Buena Nueva en el ministerio sacerdotal. Faltan sacerdotes. Faltan muchos sacerdotes. Hoy es una tarea apasionante ser testigos de Dios en el mundo, entregando la vida por completo a esa tarea. Es hermoso saber que podemos evidenciar a Dios como la realidad más gratuita de todas y la más necesaria de modo primordial, porque sin ella pierden sentido las cosas y la totalidad de la vida y de la existencia se quedan sin luz. Sin sacerdotes no hay Iglesia ni evangelización que implica el llevar a cabo, por la fuerza del Evangelio, la renovación de la humanidad. Pensemos en un mundo sin Iglesia en el que se apagara la luz del Evangelio y caeremos en la cuenta de lo que esto significaría. Por eso y para eso necesitamos orar para que Dios envíe abundantes y santos sacerdotes.
Todos en la Iglesia estamos convocados a una magna empresa: llevar a cabo una nueva evangelización de nuestro mundo. Es verdad que esta nueva evangelización no se llevará a cabo sin los seglares. Pero la mayor participación de los seglares en esta gigantesca empresa exigirá, está exigiendo ya, la presencia de un mayor número de sacerdotes y de personas consagradas. Sin el trabajo y el ministerio de los sacerdotes, o sin la aportación de la vida consagrada, se resiente todo el trabajo del resto de los demás en la Iglesia. La ausencia de sacerdotes o de personas consagradas no se puede suplir con seglares. Se trata de unas vocaciones complementarias. Es necesario orar por las vocaciones sacerdotales y para una vida consagrada. Es necesario, además, «promover una cultura vocacional que sepa reconocer y comprender aquella aspiración profunda del hombre, que lo lleva a descubrir que solo Cristo puede decirle toda la verdad sobre su vida: la vida es don totalmente gratuito y no existe otro modo de vivir digno del hombre fuera de la perspectiva del don de sí mismo. Cristo, Buen Pastor, invita hoy a todo hombre a reconocerse en esta verdad… esta cultura de la vocación constituye el fundamento de la cultura de la vida nueva, que es vida de agradecimiento y gratuidad, de responsabilidad y de confianza; en el fondo, es la cultura del deseo de Dios, que da la gracia de apreciar al hombre por sí mismo, y de reivindicar constantemente su dignidad frente a todo aquello que puede oprimirlo en el cuerpo y en el espíritu» (San Juan Pablo II) .
«Rogad al Dueño de la mies que mande obreros». Esto significa: la mies existe; pero Dios quiere servirse de los hombres para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres y mujeres. Dios necesita personas que digan: ‘Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que ya está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y se transforme en comunión divina de alegría y amor» (Benedicto XVI). Con esta petición tan urgente y apremiante: «Manda obreros a tu mies», estamos llamando insistentemente a la puerta del Señor; gracias a Dios, en nuestra diócesis, está llamada a la puerta del Señor, está siendo insistente: cada día se ora, en nuestra diócesis, por las vocaciones al ministerio sacerdotal, a la vida consagrada y a la acción misionera. «Pero con esta misma petición el Señor llama a la puerta de nuestro corazón. ¿Señor, me quieres?¿No es tal vez demasiado grande para mí?¿No soy yo demasiado pequeño para esto? ‘No temas’, le dijo el ángel a María. ‘No temas, te he llamado por tu nombre’, nos dice Dios mediante el profeta Isaías, a nosotros, a cada uno de nosotros. ¿A dónde vamos, si respondemos ‘sí ‘a la llamada del Señor?». A estar con Él y ser enviados a predicar el Evangelio. «Estar con Él y, como enviados, salir al encuentro de la gente. Estar con Él y ser enviados son dos cosas inseparables. Sólo quienes están ‘con Él’ aprenden a conocerlo y pueden anunciarlo de verdad. Y quienes están con Él no pueden retener para sí lo que han encontrado, sino que deben comunicarlo. Es lo que sucedió a Andrés, que le dijo a su hermano Simón: ‘Hemos encontrado al Mesías’. ‘y lo llevó a Jesús’ añade el Evangelista» (BenedictoXVI)
Haciendo mías, por eso, las palabras del siempre querido y recordado Papa San Juan Pablo II, «¡me dirijo, sobre todo, a vosotros, queridos jóvenes!. Dejaos interpelar por el amor de Cristo, reconoced su voz que resuena en el templo de vuestro corazón, acoged su mirada luminosa y penetrante que abre los caminos de vuestras vidas a los horizontes de la misión de la Iglesia, empeñada, hoy más que nunca, en enseñar al hombre su verdadero ser, su fin, su suerte, y en descubrir a las almas fieles las inefables riquezas de la caridad de Cristo. No tengáis miedo de la radicalidad de sus exigencias, porque Jesús, que os amó primero, está pronto a dar cuanto El os pide. Si El os exige mucho, es porque sabe que podéis dar mucho. ¡Jóvenes, echad una mano a la Iglesia para conservar el mundo joven!¡Responded a la cultura de la muerte con la cultura de la vida!».
«Rogad al Dueño de la mies», quiere decir también: «no podemos ‘producir’ vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre. Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole: ‘Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que éste es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe transmitirlo. Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción; a fin de que de nuestro corazón brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría del Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad de dar su ‘sí’. Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte. En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón y, juntamente con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres, para que Él, según su voluntad, suscite en ellos el ‘sí’, la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando de él la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a que los hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios” ( Benedicto XVI).
No tengamos miedo nadie; pero singularmente, queridos jóvenes, no tengáis miedo vosotros de escuchar la llamada y seguir al Señor. Dejaos conducir por el Dueño de la mies. El sabe más y quiere más y mejor que nosotros. Tal vez no sepáis qué es lo que el Señor quiere.
Por eso, y para eso, hay que estar atentos a los gestos del Señor en nuestro camino: a los signos y acontecimientos, personas, encuentros. Es preciso estar atentos en todo. Hay que entrar, necesariamente, en amistad con Jesús, en una relación personal con Él, que sabemos nos quiere y nos elige para que seamos sus amigos; debéis vivir una amistad cada día más estrecha, íntima y honda con Él; ahí es donde podremos descubrir qué es lo que Él quiere de nosotros y para nosotros. Hay que prestar también atención, queridos jóvenes, a lo que soy, a mis posibilidades. Para esto se requiere, por una parte,
valentía; por otra, «humildad, confianza y apertura», discernimiento; por eso también se requiere la ayuda de los amigos, de la autoridad de la Iglesia, de los sacerdotes, de la familia. «¿Qué quiere el Señor de mí? Ciertamente, eso sigue siendo siempre una gran aventura, pero sólo podemos realizarnos en la vida si tenemos la valentía de afrontar la aventura, la confianza en que el Señor no me dejará solo, en que el Señor me acompañará, me ayudará» (Benedicto XVI) Por eso, ante el Señor, en compañía y amistad con Él, le decimos: «Envía obreros a tu mies». «Habla, Señor, que tu siervo escucha».