Queridos hermanos y hermanas: El próximo domingo 18 de noviembre, penúltimo del Año litúrgico, que culminará el siguiente con la solemnidad de Cristo Rey, la palabra de Dios nos sitúa ante el final: San Pablo nos habla y nos sitúa ante el “Día del Señor, que llegará como un ladrón en la noche”, de improviso, cuando menos pensemos; lo cual nos lleva a vivir la vida con la responsabilidad y vigilancia que merece la llegada del Señor; no podemos vivirla atolondradamente, con superficialidad y dejación, ni podemos vivirla en la oscuridad, sino como lo que somos, como hijos de la luz, comportándonos como hijos de la Luz que es Cristo.
El Evangelio nos habla de un pedir cuentas el señor que había confiado a sus siervos un legado, parábola de nuestra vida personal en la que hemos recibido tantos dones, tantos talentos, de cuyo rendimiento nos pedirá también cuentas cuando el Señor vuelva. En la profesión de nuestra fe confesamos: “Creo en Jesucristo, que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”. Todo nos hace dirigir responsablemente nuestra mirada a la verdad de nuestra vida, que es toda ella don de Dios, enriquecida con pluralidad de dones, de talentos, entre los que encontramos como riqueza muy particular el don de la fe, nuestra pertencia a la Iglesia en la que vivimos en comunión con Cristo, participamos de su amor y de su vida misma; la verdad de nuestra vida es que se nos concede como don y tarea que habremos de multiplicar y rentabilizar a lo largo de nuestros días a través del trabajo, de nuestra acción, de tomarnos en serio nuestras vidas y con la responsabilidad de una semilla llamada a crecer y dar frutos, un don que no nos pertenece, que se nos concede para hacerlo fructificar, y de él hemos de rendir cuantas ante quien nos lo ha concedido. La parábola viene a decirnos que la vida es don y tarea ante quien podemos vivir y morir, que da sentido a todo, ante quien podemos dirigir nuestro clamor de esperanza y confianza y ante quien hemos de devolver acrecido lo recibido: sabemos que no acaba en el vacío, la vivimos y la entregamos ante Alguien que sabemos nos ama, pues nos lo ha dado todo. La vida es tarea, como la mujer hacendosa, y ha de vivirse con toda seriedad y responsablemente, no en la ociosidad, no cruzándose de brazos, como si todo acabara aquí: tiene una meta, el mismo que nos lo ha dado y confiado todo, lo que es suyo, Señor de la Vida, Amor sin límites, generosidad desbordante, que nos lo ha confiado en un gesto de suprema confianza en nosotros y que al final hemos de estar ante Él supremo amor para mostrarle gozosos lo que hemos hecho de ese don que no nos pertenece; y escuchar también llenos de alegría su palabra de recompensa: “Entra en el gozo de tu Señor”. La vida está cargada de esperanza y responsabilidad, y al final nos espera, si somos fieles, un premio, el premio a la fidelidad de la administrador fiel y solícito, el Señor mismo, el gozo que es su banquete, el banquete de su amor y de su felicidad. Pero también podemos recibir, no lo olvidemos, nuestra reprobación por holgazanes, por descuidados, por vivir sin esperar ese final, ese día que culmina nuestros días y nuestras vidas.
Casi finalizando el Año Litúrgico celebramos en toda España el «Día de la Iglesia diocesana». No podemos menos que celebrarlo con gran alegría y con acción de gracias a Dios porque, mediante nuestra inserción en la Diócesis, nos integramos en la realidad viva de la única Iglesia de Jesucristo, una, santa, católica y apostólica: éste es el gran talento, aquí se contienen todos los talentos recibidos, el pertenecer a la Iglesia, que subsiste en cada Iglesia local o diocesana. Gracias a la Diócesis somos Iglesia, en la que está presente Cristo, y que es signo e instrumento eficaz de la unidad con Dios y de todo el género humano, sacramento de salvación y de esperanza para todos los hombres.
Somos colaboradores en la gozosa obra del Evangelio. Somos testigos del Dios vivo. Somos la Iglesia de Jesucristo que peregrina en Valencia con esperanza. Somos piedras vivas con las que se edifica esta Iglesia sobre la piedra angular de Jesucristo, el único cimiento en que puede asentarse como edificio sólido y bien trabado toda la humanidad.
Demos gracias a Dios por cada Iglesia diocesana, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo. Dios la ha enriquecido con innumerables dones en su milenaria historia, sobre todo, con los dones de tan grandes santos, hijos e hijas de estas tierras, que son nuestra corona y nuestro nombre universal.
Alabo y bendigo a Dios por las grandes obras que Él ha realizado entre nosotros a lo largo de los tiempos, hasta hoy; particularmente, por la semilla de la fe que tan profundas raíces ha echado en nuestro pueblo y que ha dado tantos frutos maduros de solicitud por otras Iglesias y de participación en los trabajos del Evangelio.
Pido a Dios que nos mantenga firmes en la fe, que es nuestra fuerza, nuestro mayor tesoro, nuestra mayor gloria, nuestros talentos concedidos, confiados por Dios para hacerlos fructificar en una vida santa, superando toda mediocridad. Desde lo hondo de mi ser pido al Padre de la misericordia y de toda consolación que nos dé perseverancia en esta fe. Vivimos tiempos apasionantes, de trabajo y de lucha, recios y difíciles tal vez, en los que nos encaminamos hacia la segunda venida gloriosa del Señor, que esperamos. La espera será, está siendo dura, como en otras etapas de la historia, y habrá que perseverar firmes. Antes de la gloriosa Venida del Señor, antes del fin de este mundo, durante un tiempo que nadie sabe cuanto durará, nos queda a los fieles de Cristo mucho que hacer y que sufrir en este mundo que pasa.
No podemos cruzarnos de brazos ni contentarnos con una vida mediocre que esconde los talentos o el talento recibido. La fidelidad será nuestro testimonio, el perseverar firmes, el hacer rentable en obras de amor y justicia, en una vida de caridad y conforme a las bienaventuranzas evangélicas será nuestra acreditación. Testigos de la fe hasta lo último, trabajadores del Reino de Dios sin descanso, laboriosos en la caridad sin bajar la guardia. Cristo, por el Espíritu Santo, nos infundirá sabiduría y fortaleza para estar vigilantes, y no vivir adormecidos y atolondrados, para no contentarnos con una vida mediocre y holgazana, para ser esos testigos gozosos y valientes, hijos de la luz que caminan como tales en el mundo y son luz. La consigna del Evangelio de hoy para todos, que vivimos tiempos recios, en este Día de la Iglesia diocesana es: PERSEVERANCIA, constancia en la actitud de esfuerzo y sacrificio, paciencia activa y fecunda, no ceder a las tentaciones de rebajar la fe o de contentarse con una vida mediocre, no dejarse engañar por los embaucadores o los cantos de sirena o la mentira de este mundo. Fidelidad acrisolada en la prueba. Todas las auténticas iniciativas de Dios entre los hombres llevan el sello de esta perseverancia. En ella está la fuerza invencible de los humildes, la salvación de las almas.
Por ello, desde lo hondo de mi alma, invoco a Dios para que conceda a la diócesis de Valencia su ayuda y su gracia, rogándole que «vuestro amor siga creciendo más y más en conocimiento y sensibilidad para todo. Así sabréis discernir lo que más convenga, y el día en que Cristo se manifieste, os hallará limpios e irreprensibles, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios (Flp l,9-ll).»
Suplico a Dios, dador de todo bien, que nos conceda sabiduría, luz e inteligencia para descubrir en todo cuál es su voluntad, en este Día en el que todos los miembros de nuestra Diócesis nos sentimos convocados a revitalizar nuestra fe, ahondar en la renovación conciliar, fortalecer la comunión eclesial, avivar la conciencia de Iglesia diocesana e impulsar con «nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones» una nueva evangelización en nuestra tierra. Le ruego que nos conceda sentirnos como hombres de fe y de esperanza responsables de mejorar el mundo, en todos los órdenes, para hacerlo más digno de su destino, que no es otro que el Reino de Diios, que Dios mismo. Que no tengamos miedo ni nos amedrentemos. Todo este mundo pasa.
Necesitamos de su ayuda y de su gracia: «Sin El nada podemos hacer»; en vano nos esforzaremos si no es Él quien edifica. Por eso, os ruego encarecidamente a todos que elevemos constantemente oraciones y súplicas a Dios, Padre de misericordia, por esta Iglesia diocesana, que es madre, para que avance por los caminos que el mismo Dios le traza en este nuevo milenio y que avance, peregrina y esperanzada, hacia la casa del Padre.
Todos tenemos obligación, como hijos y por agradecimiento, de rogar por nuestra Iglesia. Es un deber rogar por esta Iglesia en la que habéis sido engendrados en la fe y renacido para una esperanza viva, en la que sois alimentados sin cesar para una vida que obra por la caridad del mismo Jesucristo.
Al mismo tiempo que os agradezco vuestra colaboración y vuestro trabajo en esta Iglesia, os reitero mi confianza plena y os aliento a que no desmayéis, a pesar de las dificultades y limitaciones con las que nos encontramos, en la obra de evangelización y en el servicio al Reino de Dios, en el que los pobres son proclamados bienaventurados. Proseguid sin desmayo en este servicio; seguid con nuevo aliento prestando vuestra ayuda inestimable y de tan gran riqueza en las actividades pastorales de la diócesis.
«Distinguíos también por vuestra generosidad», como les exhortaba el Apóstol Pablo a los fieles de Corinto (2 Cor 8,7). Sé que vuestra generosidad es grande. La demostráis constantemente en la solidaridad con que vivís y la hacéis patente en vuestra aportación a las misiones, a Cáritas, a Manos Unidas, al seminario, o asignando parte de vuestros tributos a la ayuda de la Iglesia. Incluso en esto ocupáis un puesto relevante en el conjunto de las otras iglesias. Vuestra generosidad es motivo para que demos gracias a Dios que os ha concedido el don de saber dar y de gozar en el dar.
En este Día de la Iglesia Diocesana, apelando a vuestra fe y a vuestra caridad probada, os pido que también ayudéis económicamente a la Iglesia diocesana, que ofrezcáis vuestro dinero para sustentar a la familia y a la casa en que vivimos como fieles cristianos : la Diócesis de Valencia en la que se hace presente la Iglesia de Cristo.
Todos tenemos el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para atender las tareas de la evangelización, para el culto divino y para las obras apostólicas y de caridad, así como para el conveniente sustento de los ministros y el cumplimiento de sus obligaciones con otras personas e instituciones que sirven a la Iglesia o, desde ella, a la sociedad.
La Iglesia diocesana necesita de vuestra ayuda económica para llevar a cabo su misión evangelizadora. Necesitamos vuestra ayuda para el seminario, para reparar templos, para construir casas parroquiales, para que los sacerdotes puedan tener un sustento digno y justo, para tantas cosas…
Siempre a los Obispos y a los sacerdotes nos cuesta hacer esta petición. Pero debemos hacerla, como lo hacía san Pablo, sin ningún complejo; por servicio a vosotros debemos apelar a vuestra conciencia de miembros de la Iglesia. La Iglesia es de todos y para todos. Y todos debemos colaborar en ella y con ella. También económicamente. Es necesario que progresemos en esta conciencia. A la Iglesia debemos mantenerla nosotros. Que cada uno dé conforme a sus posibilidades. No menos.
Muchas gracias, una vez más, a todos. Que Dios os lo pague y que os bendiga copiosamente.