Benedicto XVI ha roto su silencio para ofrecer un diagnóstico sobre la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia. En un artículo que se publica esta semana en su Alemania natal, y del que previamente fue informado el papa Francisco, Joseph Ratzinger apunta al clima cultural en el que se han producido estos trágicos sucesos: el relativismo moral que propagó el llamado Mayo del 68 se introdujo dentro de la Iglesia, generando un clima de confusión doctrinal que tendría a la larga consecuencias funestas. Esta es la dimensión en la que ha querido poner el foco Benedicto XVI, un Papa que, en su pontificado, puso en el centro la cercanía a las víctimas de abusos y la necesidad de emprender acciones contundentes para erradicarlos. Su artículo, que publicamos íntegramente en este número en PARAULA, es también una encendida defensa del pontificado de san Juan Pablo II. Recuerda que fue él quien endureció las leyes de la Iglesia en esta materia, y subraya su respuesta doctrinal frente a la confusa deriva en algunos sectores de la Iglesia. Esa secularización es un peligro, advierte Benedicto XVI, muy presente también hoy al pretender que los problemas se resuelven con una lista de buenas prácticas, olvidando que si existe la Iglesia es para ofrecer a los hombres la luz de Dios. Al final de sus reflexiones, Benedicto XVI agradece al papa Francisco todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios, que no ha desaparecido, tampoco en medio de esta tormenta.
Del 21 al 24 de febrero de 2019 los Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo se reunieron en el Vaticano invitados por el Papa Francisco, para discutir sobre la crisis de fe y de Iglesia, que está sintiéndose en todo el mundo a raíz de las estremecedoras informaciones acerca de los abusos a menores cometidos por clérigos. La amplitud e importancia de tales sucesos han conmovido profundamente a laicos y sacerdotes y para no pocos ha puesto en cuestión la misma fe de la Iglesia. Había que dar una señal fuerte y buscar un nuevo comienzo, para hacer de nuevo a la Iglesia creíble como luz de las gentes y una ayuda eficaz contra las potencias destructivas.
Puesto que yo mismo ocupaba puestos de responsabilidad en la época del estallido de la crisis y durante su posterior desarrollo, tuve que plantearme, aun cuando como Emérito no tenga ya ninguna responsabilidad directa, qué podría aportar yo a partir de una mirada retrospectiva para un nuevo comienzo. Desde que se hizo pública la convocatoria de la Cumbre de Presidentes de las Conferencias episcopales hasta su realización, fui recogiendo apuntes con los que quisiera ofrecer algunas orientaciones como ayuda en esta hora difícil. Después de haber contactado al Secretario de Estado, Cardenal Parolin, y al mismo Santo Padre, me parece oportuno publicar el texto en la “Klerusbatt”.
Mi trabajo se divide en tres partes. En el primer punto trataré de exponer brevemente el contexto social de la cuestión, sin el que el problema no se comprende. Trataré de mostrar que en los años 60 se dio un tremendo proceso, como probablemente no lo ha habido jamás en la historia. Puede decirse que en los 20 años que van de 1960 a 1980 los criterios hasta entonces aceptados en materia de sexualidad fueron demolidos y se dio paso a una ausencia de normas que después se ha tratado de corregir.
En el segundo punto, trataré de indicar los efectos de esta situación en la formación sacerdotal y en la vida de los sacerdotes.
Finalmente quisiera en la tercera parte desarrollar algunas perspectivas para una correcta respuesta por parte de la Iglesia.
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I
1.
La cuestión comienza con la introducción de niños y jóvenes a la sexualidad programada y ejecutada por el Estado. En Alemania, la ministra de la sanidad Strobel mandó hacer una película en la que con propósitos ilustrativos, todo lo que hasta entonces no se podía mostrar públicamente, incluyendo las relaciones sexuales, ahora se exhibía. Lo que se había pensado para ilustrar a los jóvenes, se tomó posteriormente como una posibilidad general obvia.
Efectos semejantes obtuvo el “Sexkoffer” (el cofre del sexo) ofrecido por el gobierno austríaco. Las películas de contenido sexual y pornográficas se convirtieron en una realidad, hasta el punto de que ahora también se proyectaban en los cines de estación. Paseando un día por la ciudad de Regensburg (Ratisbona), todavía recuerdo haber visto multitudes de gente esperando ante un gran cine, como no se había visto desde los tiempos de la guerra, cuando había alguna distribución especial. Se me ha quedado grabado en la memoria cuando vine a la ciudad el viernes santo de 1970 y allí estaba en todos los postes publicitarios un cartel con dos personas completamente desnudas íntimamente abrazadas.
A las libertades por las que luchaba la revolución de 1968 pertenecía también esta libertad sexual completa que no admitía ninguna norma. La radicalización violenta que caracterizó aquellos años está íntimamente ligada a este hundimiento espiritual. En efecto, en los vuelos se dejó de permitir proyectar películas pornográficas porque en la pequeña comunidad de pasajeros se producían actos violentos. Como los excesos en materia de vestido suscitaron igualmente agresiones, los Directores de Escuela intentaron introducir uniformes escolares que permitiesen un clima de estudio.
A la fisionomía de la revolución del ’68 pertenece también el que la pedofilia se considerara como algo lícito y apropiado. Al menos para los jóvenes en la Iglesia, pero no sólo, fue desde este punto de vista un tiempo muy difícil. Siempre me he preguntado cómo podían los jóvenes acceder al sacerdocio en esta situación y aceptarlo con todas sus consecuencias. El hundimiento generalizado de las vocaciones sacerdotales en aquellos años y el desmesurado número de secularizaciones fueron una consecuencia de todos estos procesos.
2. Independientemente de este desarrollo se produjo al mismo tiempo un hundimiento de la teología moral católica, que dejó a la Iglesia desarmada ante estos procesos sociales. Trataré brevemente de esbozar el origen de este desarrollo. Hasta el Vaticano II la teología moral católica se fundaba ampliamente en el derecho natural, mientras que la Sagrada Escritura se introducía únicamente como trasfondo o como refuerzo. En los esfuerzos del Concilio por una nueva comprensión de la revelación, se abandonó la opción del derecho natural de manera generalizada y se favoreció una teología moral fundada en la Biblia. Me acuerdo todavía cómo la Facultad de los jesuitas de Frankfurt encomendó a un joven padre y muy capaz, el P. Schüller, elaborar una moral totalmente fundamentada en la Escritura. La hermosa disertación del P. Schüller muestra un primer paso en la construcción de una moral basada en la Escritura. El P. Schüller fue enviado posteriormente a América para completar estudios y volvió con la convicción de que a partir de la sola Biblia, no se podía exponer la Moral de manera sistemática. Intentó después una teología moral de tipo más pragmático, sin haber logrado con ello dar una respuesta a la crisis de la Moral.
Finalmente, después se ha ido imponiendo la tesis de que la Moral sólo se pueda determinar a partir de los fines de la acción humana. La antigua sentencia “el fin justifica los medios”, no quedaba confirmado de manera tan burda, pero sí se hizo determinante para la forma de pensar. De este modo, ya no había nada intrínsecamente bueno ni, tanto menos, malo, sino sólo valores relativos. Ya no había lo bueno, sino sólo lo relativamente mejor, dependiendo del momento y de las circunstancias.
La crisis de la fundamentación y la exposición de la moral católica alcanzó a fines de los años ’80 y en los ’90 formas dramáticas. El 5 de enero de 1989 se publicó la “Declaración de Colonia”, firmada por 15 profesores católicos de Teología, centrada en una serie de puntos críticos de la relación entre el magisterio episcopal y la tarea de la teología. Este texto, que al principio no iba más allá de las protestas habituales, pronto creció hasta convertirse en un clamor contra el Magisterio de la Iglesia y congregó el potencial de protesta de manera visible y audible que se levantó en todo el mundo contra los esperados textos magisteriales de Juan Pablo II. (vgl. D. MIETH, Kölner Erklärung, LThK, VI3, 196).
El Papa Juan Pablo II que conocía muy bien la situación de la teología moral y la seguía atentamente, empezó a trabajar en una encíclica que debía reconducir estas cosas. Se publicó el 6 de agosto de 1993 con el título Veritatis Splendor y provocó violentas reacciones en contra por parte de los teólogos morales. Anteriormente se había publicado el Catecismo de la Iglesia Católica que de manera convincente exponía sistemáticamente la Moral proclamada por la Iglesia.
No puedo olvidar cómo el principal teólogo moral de lengua alemana, Franz Böckle, que al jubilarse se había retirado a su casa en Suiza, ante las posibles determinaciones de la Encíclica Veritatis Splendor, afirmó, en caso de que la encíclica decidiese que había acciones que debían ser siempre y en cualquier caso consideradas como malas, habría levantado su voz con todas las fuerzas que le quedasen. El buen Dios le ahorró poner en práctica su propósito; Böckle murió el 8 de julio de 1991. La encíclica se publicó el 6 de agosto de 1993 y, efectivamente, contenía la decisión de que había acciones que nunca pueden ser buenas. El Papa era plenamente consciente del peso de esta decisión y para esta parte de su escrito consultó aún a los mejores especialistas que en sí no habían tomado parte en la redacción de la encíclica. No podía y no podía dejar alguna duda acerca del hecho que la moral de la ponderación de bienes tenía que respetar un límite último. Hay bienes que son indisponibles. Hay valores que nunca se pueden despreciar en razón de un valor superior, y que están incluso por encima de la conservación de la vida física. Existe el martirio. Dios es mayor que la supervivencia física. Una vida comprada a precio de renegar de Dios, una vida que descansa últimamente sobre una mentira, no es vida. El martirio es una categoría fundamental de la existencia cristiana. El que en la teoría representada por Böckle y tantos otros el martirio no se sea ya moralmente necesario muestra cómo aquí lo que está en juego es la esencia misma del cristianismo.
En la teología moral, naturalmente se había ido planteando mientras tanto otra cuestión: se impuso por doquier la tesis de que al magisterio de la Iglesia le corresponde una competencia definitiva (“Infalibilidad”) sólo en cuestiones de fe, mientras que las cuestiones de la moral no pueden ser objeto de las decisiones infalibles del magisterio de la Iglesia. Sobre esta tesis hay ciertamente aspectos correctos que vale la pena seguir discutiendo. Pero existe un Minimum morale, indisolublemente ligado a la opción fundamental de la fe y que debe ser defendido, si no queremos reducir la fe a una teoría, sino al contrario, reconocer su exigencia de vida concreta. Aquí se ve claro cómo está en discusión la autoridad de la Iglesia en cuestiones de moral. Quien niega a la Iglesia una última competencia doctrinal en este ámbito, la reduce al silencio precisamente allí donde está en juego la frontera entre verdad y mentira.
Independientemente de estas cuestiones, se desarrolló en amplios ambientes de la teología moral la tesis de que la Iglesia no tiene ni puede tener una propia moral. Con ello se apuntaba al hecho de que todas las tesis morales tendrían paralelos también en las demás religiones y que, por tanto, no existiría un proprium cristiano, algo específicamente cristiano. Pero la cuestión de lo específico de una moral bíblica no queda respondida por el hecho de que se pueda encontrar para cada afirmación un paralelo en otras religiones. Más bien se trata aquí de la totalidad de la moral bíblica, que como tal es nueva y diferente de cada una de las partes individuales. La doctrina moral de la Sagrada Escritura tiene su peculiaridad, en último término, en su anclaje en la imagen de Dios, en la fe en el Dios uno, que se ha manifestado en Jesucristo y que ha vivido como hombre. El decálogo es una aplicación de la fe en el Dios bíblico a la vida humana. La imagen de Dios y la moral van juntas y producen así la novedad específica de la actitud cristiana ante el mundo y ante la vida humana. Por lo demás, el cristianismo se definió desde el principio con la palabra hodos (camino). La fe es un camino, un modo de vivir. En la Iglesia primitiva, el catecumenado se creó como un espacio vital frente a una cultura cada vez más inmoral en el que lo específico y lo nuevo del modo cristiano de vivir se ejercitaba y se defendía frente a los estilos de vida generalizados. Pienso que hoy también son necesarias algo así como comunidades catecumenales, para que la vida cristiana puede ser afirmada en su peculiaridad.
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II. Primeras reacciones eclesiales
1.
El proceso de disolución de la concepción cristiana de la moral, lentamente preparado y actualmente en curso, como he tratado de mostrar, experimentó una radicalidad en los años 60 como no se había dado jamás antes. Esta disolución de la autoridad doctrinal de la Iglesia en materia moral tuvo necesariamente sus efectos en diversos ámbitos. En el contexto del encuentro de los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo con el Papa Francisco, ante todo interesaba la cuestión de la vida de los sacerdotes, a lo que se añadió la de los seminarios sacerdotales. En el problema de la preparación al ministerio sacerdotal en los seminarios, en efecto, se puede comprobar un hundimiento generalizado de la forma de preparación que hasta ahora se venía siguiendo.
En diversos seminarios se formaron Clubs homosexuales, que actuaban más o menos abiertos y que claramente cambiaron el clima de los seminarios. En un seminario del sur de Alemania vivían juntos candidatos al sacerdocio y candidatos al servicio laical de referente pastoral. En las comidas estaban juntos seminaristas, Referentes Pastorales casados, en parte también con mujer e hijos, y algunos con sus novias. El clima en el seminario no podía sostener la preparación a la vocación sacerdotal. La Santa Sede sabía de estos problemas, sin haber recibido información exacta acerca de ello. Como primer paso, se ordenó una visita apostólica a los seminarios de Estados Unidos.
Como tras el Vaticano II también se cambiaron los criterios para la elección y nombramiento de obispos, la relación de los obispos con sus seminarios fue muy diversa. Como criterio para el nombramiento de nuevos obispos se veía ante todo la “conciliaridad”, con lo que se podían entender naturalmente cosas muy diferentes. En efecto, en amplios sectores de la Iglesia la mentalidad conciliar se entendía como una actitud negativa o crítica hacia la tradición vigente hasta entonces, que ahora debía ser sustituida con una nueva relación de radical apertura al mundo. Un obispo, que antes había sido rector, proyectó a los seminaristas películas pornográficas, aparentemente con la intención de hacerles capaces de resistir frente a una actitud de rechazo a la fe. Hubo, no sólo en los Estados Unidos, algunos obispos que rechazaron la tradición católica de plano y en sus diócesis trataron de crear una especie de nueva “catolicidad”. Quizá valga la pena mencionar que en no pocos seminarios, los estudiantes sorprendidos leyendo mis libros, eran considerados como no aptos al sacerdocio. Mis libros se ocultaron como si fueran malas lecturas y se leían a escondidas.
La visita apostólica no aportó nuevos conocimientos, porque evidentemente diversas fuerzas se habían aliado para ocultar la situación real. Se ordenó una segunda visita y aportó un conocimiento considerablemente mayor, pero quedó sin consecuencias. Y, sin embargo, la situación en los seminarios se ha ido consolidando desde los años 70. A pesar de todo sólo esporádicamente se ha llegado a un fortalecimiento de las vocaciones sacerdotales, porque la situación en su conjunto se ha desarrollado de manera diversa.
2. La cuestión de la pedofilia, hasta donde yo me acuerdo, se volvió candente en la segunda mitad de los años 80. Se había convertido en los Estados Unidos en un problema público, de manera que los obispos buscaron ayuda en Roma, porque el derecho canónico, tal como estaba redactado el nuevo Código, no parecía suficiente para tomar las medidas necesarias. Roma y los canonistas romanos tuvieron al principio dificultades con esta petición; en su opinión una suspensión temporal del ministerio sacerdotal debería bastar para purificar y aclarar las cosas. Esto no podía ser aceptado por los obispos americanos, porque entonces el sacerdote quedaría al servicio del obispo y, por tanto, considerado como una figura directamente vinculada a él. Una renovación y profundización del derecho penal del nuevo código, deliberadamente elaborado de manera blanda, tenía que ir abriéndose paso lentamente.
A ello se añadió un problema fundamental en la redacción del derecho penal. Como “conciliar” se consideraba entonces sólo el llamado garantismo. Eso significaba que los derechos del acusado tenían que ser garantizados, y ello hasta tal punto que en la práctica se excluía cualquier condena. Como contrapeso a las posibilidades de defensa, a menudo insuficientes, de los teólogos acusados, se extendió el derecho a la defensa en sentido del garantismo hasta tal punto que prácticamente las condenas se hicieron prácticamente imposibles.
En este punto, permítaseme un pequeño excursus. A la vista de la extensión de los delitos de pedofilia, hay una palabra de Jesús que viene nuevamente a la memoria, que dice: “quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría ser arrojado al mar con una piedra de molino al cuello” (Mc 9,42). Esta palabra, en su tenor original, no habla de la seducción de niños. La palabra “los pequeños” designa en la lengua de Jesús a los simples creyentes que podrían ser inducidos a caer en su fe por el orgullo intelectual de los que se creen inteligentes. Aquí Jesús protege, pues, el bien de la fe con una amenaza explícita contra aquellos que hagan daño. La moderna utilización de la frase no es en sí misma falsa, pero no puede ocultar el sentido originario. Contra todo garantismo, aparece aquí claramente que no sólo es importante el derecho del acusado y que necesita garantías. Igualmente importantes son bienes elevados como la fe. Un derecho canónico ponderado que corresponda al conjunto del anuncio de Jesús, tiene que ser por tanto garantista no sólo para el acusado, cuya fama es un bien jurídico. Tiene que proteger también la fe que es igualmente un bien jurídico. Un derecho canónico correctamente elaborado tiene, pues, que comprender una doble garantía: protección jurídica del acusado y protección jurídica del bien que está en juego. Cuando hoy se expone esta concepción, en sí clara, normalmente se cae en hacer oidos sordos al ancontrarse ante la tutela del bien de la Fe. La fe ya no aparece ante la conciencia jurídica general con la categoría de un bien que hay que tutelar. Esta es una preocupante situación que los pastores de la Iglesia deberían considerar y tomar en serio.
A las breves notas sobre la situación de la formación sacerdotal en la época de la eclosión de la crisis, quisiera añadir aún un par de indicaciones sobre el desarrollo del derecho canónico en esta cuestión. En principio, para los delitos de los sacerdotes la competencia es de la Congregación para el Clero. Puesto que entonces en ella el garantismo dominaba completamente la situación, junto con el Papa Juan Pablo II acordamos que sería apropiado asignar las competencias sobre estos delitos a la Congregación de la Fe, y precisamente bajo el título “Delicta maiora contra fidem”. Con esta reasignación iba también la posibilidad de aplicar la pena máxima, es decir, la exclusión del sacerdocio, que en cambio no habría sido posible conminar bajo otros títulos jurídicos. Esto no era una triquiñuela para poder aplicar la pena máxima, sino que se sigue de la importancia de la fe para la Iglesia. En efecto, es importante observar que en estos delitos de los clérigos en último término es la fe la que resulta dañada: sólo donde la fe deja de determinar las acciones de los hombres son posibles tales comportamientos. La gravedad de la pena presupone de todos modos una clara prueba del delito: el contenido permanentemente válido del garantismo. En otras palabras: para poder aplicar válidamente la pena máxima, es necesario un auténtico proceso penal. Con ello, sin embargo, tanto las diócesis como la Santa Sede se vieron desbordadas. Formulamos así una forma mínima de proceso penal y dejamos abierta la posibilidad para que la Santa Sede misma asuma el proceso, allí donde la diócesis o archidiócesis metropolitana no estaban en condiciones de hacerlo. En cualquier caso, el proceso debía ser sancionado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, para garantizar los derechos del acusado. Finalmente, en la Feria IV (la reunión semanal de los miembros de la Congregación), creamos un tribunal de apelación, para dar la posibilidad de oponer un recurso contra el proceso. Puesto que todo esto desbordaba las fuerzas de la Congregación para la Doctrina de la Fe y se producían retrasos, que debían ser evitados por razón del asunto, el Papa Francisco ha introducido nuevas reformas.
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III
1.
¿Qué tenemos que hacer? ¿Tenemos que crear otra Iglesia para resolver las cosas? Este experimento ya se ha llevado a cabo y ha fracasado. Sólo la obediencia y el amor a nuestro Señor Jesucristo puede mostrar el camino justo. Intentemos, pues, primero, comprender de nuevo y desde el interior, qué ha querido y quiere el Señor con nosotros.
Ante todo, diría: si quisiéramos resumir realmente en breve el contenido de la fe fundada en la Escritura, tendríamos que decir: el Señor ha iniciado una historia de amor con nosotros y quiere recapitular toda la creación en el amor. La oposición al mal, que nos amenaza a nosotros y al mundo entero, en último término puede sólo consistir en que nos abandonemos a este amor. Él es la verdadera fuerza de oposición contra el mal. La potencia del mal surge a través de nuestra negación del amor de Dios. Se salva quien se confía al amor de Dios. Nuestro no ser salvados se debe a la incapacidad de amar a Dios. Aprender a amar a Dios es por tanto el camino de la redención del ser humano.
Tratemos ahora de desarrollar algo este contenido esencial de la revelación de Dios. Podríamos decir: el primer regalo y más fundamental que la fe nos ofrece consiste en la certeza de que Dios existe. Un mundo sin Dios puede únicamente convertirse en un mundo sin sentido. Pues ¿de dónde viene todo lo que hay? En cualquier caso, no tendría un fundamento espiritual. Estaría simplemente ahí, sin tener una meta ni un sentido. No habría ninguna medida del bien o del mal. Entonces podría imponerse únicamente quien sea más fuerte que los demás. El poder sería entonces el único principio. La verdad no contaría nada, no existiría en realidad. Sólo cuando las cosas tienen un fundamento espiritual, han sido queridas y pensadas, sólo cuando hay un Dios Creador, que es bueno y quiere el bien, puede entonces la vida del hombre tener un sentido.
Que Dios existe como creador y medida de todas las cosas es, ante todo, una exigencia radical (Urverlangen). Pero un Dios que no se expresara, no se diera a conocer, sería una suposición no podría determinar la forma de nuestra vida. Para que Dios sea verdaderamente Dios en la creación consciente, tenemos que esperar que Él se exprese de alguna manera. Él lo ha hecho de muchos modos, pero sobre todo decisivamente en la llamada que dirigió a Abraham y dio a los hombres en busca de Dios una orientación, que desbordaba toda expectativa: Dios mismo se hizo criatura, habló como humano con nosotros humanos.
Así, la afirmación “Dios existe” se convirtió definitivamente en una noticia verdaderamente buena, precisamente por que es más que conocimiento, porque crea y es amor. Traer esto de nuevo a la conciencia de los hombres es la primera y fundamental tarea que nos ha sido asignada por el Señor.
Una sociedad en la que Dios esté ausente, una sociedad que no lo conozca y lo considere inexistente, es una sociedad que ha perdido la medida. En nuestro tiempo se ha acuñado la frase sobre la muerte de Dios. Si Dios muere en una sociedad, seremos libres, nos asegura. En realidad, la muerte de Dios en una sociedad significa también el fin de la libertad, porque muere el sentido que daba una orientación. Y porque desaparece la medida que nos daba la dirección, ya que nos enseñaba a distinguir entre el bien y el mal. La sociedad occidental es una sociedad en la que Dios está ausente de la vida pública, y no tiene ya nada que decirle. Y por ello es una sociedad en la que la medida de lo humano se va perdiendo cada vez más. En algunos puntos a veces se experimenta claramente que se ha vuelto obvio lo que está mal y destruye al hombre. Es el caso de la pedofilia. Teorizada todavía no hace mucho tiempo como perfectamente legítima, se ha ido extendiendo cada vez más. Y ahora reconocemos estremecidos que a nuestros niños y jóvenes les han sucedido cosas que amenazan con destruirlos. Que esto se haya difundido también en la Iglesia y por culpa de sacerdotes tiene que horrorizarnos en la mayor medida.
¿Cómo ha podido la pedofilia adquirir tal dimensión? En último término, la razón se halla en la ausencia de Dios. Tampoco nosotros cristianos y sacerdotes hablamos de buen grado acerca de Dios, porque este discurso no parece práctico. Tras la tremenda sacudida de la II Guerra Mundial en Alemania todavía pusimos nuestra Constitución explícitamente bajo la responsabilidad ante Dios como criterio guía. Medio siglo después, ya no fue posible adoptar la responsabilidad ante Dios como criterio en la constitución europea. Dios es considerado como asunto de partido de algunos grupúsculos y no puede convertirse en la medida para la comunidad en su totalidad. En esta decisión se refleja la situación del Occidente, en donde Dios se ha convertido en un asunto privado de una minoría.
Una primera tarea que tiene que desprenderse de la conmoción moral de nuestro tiempo consiste para nosotros en comenzar de nuevo a vivir desde Dios y para Dios. Tenemos que aprender, por delante de todo lo demás, a reconocer a Dios como el fundamento de nuestra vida y no dejarlo a un lado como simple cháchara. Sigue siendo inolvidable para mí la advertencia que me escribió una vez el gran teólogo Hans Urs von Balthasar en una de sus cartas: “El Dios trinitario, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no pre-suponerlo, sino ante-ponerlo!” En efecto, también en la teología a menudo Dios se presupone como algo evidente, pero concretamente no se trata de Él. El tema de Dios parece poco importante, tan lejano de las cosas que nos ocupan. Y, sin embargo, todo cambia si a Dios no solo se lo presupone, sino que se lo antepone. No dejarlo de alguna manera en el trasfondo, sino reconocerlo como el punto central de nuestro pensar, hablar y obrar.
2. Dios se ha hecho hombre por nosotros. La criatura humana le es tan sumamente cara que se ha unido a ella y así ha entrado de manera concreta en la historia humana. Habla con nosotros, vive con nosotros, padece con nosotros y ha asumido sobre sí la muerte por nosotros. De ellos hablamos en teología exhaustivamente, con doctas palabras y pensamientos. Y sin embargo, ahí reside precisamente el peligro de hacernos dueños de la fe en lugar de dejarnos renovar y dominar por la fe.
Pensemos esto en un punto central, la celebración de la santa Eucaristía. Nuestro trato con la eucaristía no puede por menos de suscitar preocupación. En el Concilio Vaticano II se trató ante todo de devolver este sacramento de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo, de la presencia de su persona, su pasión, muerte y resurrección, al centro de la vida cristiana y de la existencia de la Iglesia. En parte así ha sucedido y debemos dar gracias al Señor de corazón por ello.
Pero ha predominado otra actitud: no impera un nuevo respeto ante la presencia de la muerte y resurrección de Cristo, sino una forma de trato con Él que destruye la dimensión del misterio. El descenso en la participación de la eucaristía dominical muestra qué poco los cristianos de hoy son capaces de apreciar la dimensión del don que consiste en su presencia real. La eucaristía se rebaja a un gesto ceremonial, cuando se considera normal distribuirla como exigencia de cortesía en fiestas familiares o en ocasión de matrimonios o entierros a todos los invitados por razón de parentesco. La normalidad con la que en algunos lugares los presentes simplemente reciben también el Santísimo Sacramento muestra que en la comunión no se ve más que un gesto ceremonial. Si pensamos qué habría que hacer, es claro que no necesitamos una Iglesia diferente pensada por nosotros. Lo que es necesario, más bien, es renovar la fe en la eficacia de Jesucristo en el Sacramento que se nos da a nosotros.
En las conversaciones con víctimas de la pedofilia he ido tomando conciencia cada vez más de la urgencia de esta necesidad. Una joven que prestaba servicio como monaguilla me contó que el Vicario, el responsable de los monaguillos, introducía siempre los abusos que ejercía sobre ella con las palabras: “esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Es evidente que esta mujer no pueda ya escuchar las palabras de la consagración sin experimentar todo el dolor del abuso. Sí, tenemos que implorar urgentemente perdón y pedirle y suplicarle que nos dé a comprender de nuevo toda la medida de su Pasión de su sacrificio. Y tenemos que hacerlo para proteger de los abusos el regalo de la eucaristía.
3. Y, en fin, está el misterio de la Iglesia. No puedo olvidar la frase con la que hace casi 100 años Romano Guardini expresó la alegre esperanza que entonces lo animaba a él y a tantos otros: “Un acontecimiento de imprevisible alcance ha comenzado: la Iglesia despierta en las almas”. Con ello quería decir que la Iglesia ya no era vivida y percibida simplemente como un simple aparato frente a nosotros, como una especie de administración, sino que comenzaba en los corazones a vivirse como algo presente, como algo no sólo exterior, sino algo que nos toca interiormente. Casi medio siglo después, pensando en este proceso con la vista a lo que estaba sucediendo, me sentía tentado a invertir la frase: “la Iglesia muere en las almas”. En efecto, la Iglesia hoy se ve en gran medida solo como una especie de aparato político. Se habla de ella en la práctica sólo con categorías políticas, y eso vale también para los obispos, que se formulan su imagen de la iglesia del futuro en términos casi exclusivamente políticos. La crisis causada por los numerosos casos de abusos cometidos por sacerdotes empuja a considerar a la Iglesia como algo fallido, que fundamentalmente tendríamos que tomar en nuestras manos y configurar de nuevo. Solo que una iglesia hecha por nosotros no puede ser una esperanza.
Jesús mismo comparó a la Iglesia con una red en la que hay peces buenos y malos, que al final Dios mismo separará. Está también la parábola de la Iglesia como un campo sembrado en el que crece el buen grano que Dios mismo ha sembrado, pero crece también la cizaña que el enemigo ha sembrado a escondidas. En efecto, la cizaña en el campo de Dios, la Iglesia, es enormemente visible, y los peces malos en la red muestran también su fuerza. Y sin embargo el campo sigue siendo el campo de Dios y la red, la red de Dios. En todos los tiempos no hay solo cizaña y peces malos, sino también simiente de Dios y buenos peces. Anunciar las dos cosas al mismo tiempo con fuerza, no es una falsa apologética, sino un servicio necesario a la verdad.
En este contexto es necesario señalar un texto importante del Apocalipsis de Juan. El demonio es caracterizado como el acusador, el que acusaba a nuestros hermanos día y noche (Ap 12,1). El Apocalipsis retoma un pensamiento que se halla en el relato introductorio del libro de Job (Jb 1 y 2,10; 42,7-16). Allí se cuenta que el demonio intentaba desacreditar ante Dios la justicia de Job como algo solo exterior. Se trata exactamente de lo que dice el Apocalipsis: el demonio quiere mostrar que no hay hombres justos, que toda la justicia de los hombres es sólo una representación exterior. Si se la pudiera examinar más de cerca, rápidamente caería la apariencia de justicia. El relato comienza con una disputa entre Dios y el demonio, en la que Dios señala a Job como uno auténticamente justo. En él puede ahora realizarse una prueba como ejemplo, para ver quién tiene razón. Quítale sus posesiones y verás que no queda nada de su piedad, argumenta el diablo. Dios le concede esta prueba, de la que Job sale victorioso. Ahora, el demonio va más allá y dice: “piel por piel. Por salvar la vida, el hombre lo da todo. Extiende tu mano y hiérelo en su carne y en sus huesos. ¡Verás cómo te maldice cara a cara!” (Job 2,4ss.). Dios concede al demonio una segunda posibilidad. Puede tocar también la piel de Job, con tal de que no lo mate, le dice. Para el cristiano es claro que Job, que aparece ante Dios como un ejemplo para toda la humanidad, es Jesucristo. En el Apocalipsis se nos plantea el drama del hombre en toda su amplitud. Frente al Dios creador se halla el demonio, que denigra a la humanidad y a toda la creación. Éste dice, no sólo a Dios, sino sobre todo a los hombres: “Mirad lo que este Dios ha hecho. Aparentemente una creación buena. En realidad está llena de miseria y de asco”. Denigrar la creación es en realidad denigrar a Dios; quiere mostrar que Dios no es bueno y alejarnos de Él.
La actualidad de lo que aquí nos dice el Apocalipsis está a la vista. En la acusación contra Dios hoy se trata sobre todo de denigrar a la Iglesia en su conjunto y apartarnos de ella. La idea de una Iglesia mejor construida por nosotros es en realidad una propuesta del demonio con la que quiere apartarnos del Dios vivo con una lógica mentirosa, en la que caemos fácilmente. No, la Iglesia también hoy, no sólo se compone de malos peces y de cizaña. La Iglesia de Dios sigue existiendo hoy, y sigue siendo el instrumento a través del cual Dios nos salva. Es muy importante oponer a las mentiras y medias verdades del demonio toda la verdad: sí, hay pecados y mal en la Iglesia. Pero existe también hoy la Iglesia santa que es indestructible. Sigue habiendo muchos que creen con humildad, sufren y aman, en quienes el Dios real, el Dios que ama se nos manifiesta. Dios sigue teniendo hoy sus testigos (“mártires”) en el mundo. Tenemos que estar atentos para verlos y oírlos.
La palabra mártir procede del derecho procesal. En el proceso contra el demonio, Jesucristo es el primer y verdadero testigo, el primer mártir a quien desde entonces han seguido innumerables otros. La Iglesia de hoy más que nunca es una Iglesia de mártires y, con ello, testigo del Dios vivo. Si miramos a nuestro alrededor y oímos con corazón atento, podemos encontrar hoy en todas partes, precisamente entre la gente simple, pero también en las altas jerarquías de la Iglesia, testigos que con su vida y su sufrimiento se comprometen ante Dios. No querer darse cuenta de su presencia es desidia del corazón. Una de las grandes tareas esenciales de nuestro anuncio consiste en crear, en la medida de nuestras posibilidades, lugares para la fe y sobre todo, buscarlos y reconocerlos.
Vivo en una casa, en una pequeña comunidad de personas que están siempre descubriendo estos testigos del Dios vivo en la vida cotidiana y me los señalan con alegría. Ver y encontrar a la Iglesia viva es una tarea maravillosa que nos fortalece y nos da cada vez la alegría de la fe.
Al final de mis consideraciones quisiera dar las gracias al Papa Francisco por todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios, que hoy sigue sin declinar. Gracias, Santo Padre.
11 abril 2019
JOSEPH RATZINGER – BENEDICTO XVI
Trad. Melchor Sánchez de Toca