Todo lo que he visto y oído, todo lo que he vivido estos días atrás en Panamá, durante la Jornada Mundial de la Juventud, (JMJ) tan llena de gozo y alegría, me lleva a compartir con vosotros, queridos hermanos, algo que llevo muy dentro de mi corazón el ansia y la urgencia de evangelización de nuestro mundo. Que el mundo crea, que nuestros contemporáneos crean, que se conviertan a Dios. Que los hombres y mujeres, y, sobre todo, los jóvenes de nuestros pueblos y de nuestras ciudades se abran a Jesucristo, le conozcan y le sigan. ¡Qué no daría o haría para que el mundo creyese, para que conociesen a Jesucristo, como se le conoce a una persona, no de oídas sino en el trato personal con Él, en la amistad con Él! ¡Qué no daría y haría para que las gentes conociesen el don de Dios que es Jesucristo!; para que le conociésemos mejor, para que queramos a Jesucristo, porque cuando se le quiere es cuando se le conoce a una persona. San Pablo no escatimo nada por conocer a Jesucristo; Santiago Apóstol, el Mayor, tampoco escatimó nada. Si os digo esto es porque os quiero y, por pura bondad de Dios, he conocido aquí, entre vosotros, en Valencia, y quiero a Jesucristo y soy testigo de lo que le va a uno, por propia experiencia, en conocerle, seguirle y quererle. ¡Si conociésemos de verdad, queridos hermanos, el don de Dios!.
Os lo digo con toda sencillez y franqueza, mis queridos hermanos de esta diócesis de Valencia: me apremia dar a conocer a Jesucristo, evangelizar. A todos nos apremia el amor de Cristo y el amor a nuestros hermanos, por eso estamos aquí; por eso elevamos al Señor nuestra plegaria. Por eso, ese amor que impulsa a que, ya, sin más detenimiento ni excusas, hagamos llegar a nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, un mensaje de bien, de verdad, de belleza; un mensaje para hacerlos felices, para iluminarlos, para llevarlos a los verdaderos y auténticos valores, y para construir con ellos una nueva vida, como hizo Santiago con las gentes de Hispania.
Este mensaje es Cristo, la persona de Cristo, la obra de Cristo, su salvación y su gracia, su verdad y su amor. La Iglesia y los cristianos no tenemos otra riqueza ni otra palabra que ésta: Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (Cf. Jn 14,49) , pero ésta no la podemos olvidar, no la queremos silenciar, no la dejaremos morir . «¿A quién vamos a acudir los hombres? Sólo Jesucristo tiene palabras de vida eterna». Por eso hoy, nosotros, con Santiago, Patrono de España y de las Américas, renovamos aquel decidido «¡podemos!», podemos beber el cáliz del testimonio de la cruz de Cristo que, como bordón, nos acompaña por los caminos de la evangelización. Los hombres necesitan esta Palabra, los hombres necesitan amor y esperanza, los hombres necesitan a Jesucristo. ¡Sólo Cristo, sin más alforjas que Cristo, sin más provisiones para el camino que Cristo! No edifiquemos nada que no sea sobre la piedra angular que es Él. Dejemos que Él sea nuestra salvación y nuestra felicidad, la fuente de donde brote para nosotros la alegría y la paz. En Cristo descubriremos la grandeza de nuestra propia humanidad. ¿Qué sería de nuestro mundo si le faltase Él? ¿Qué sería de nuestra humanidad si no se le anunciase el Evangelio? ¿Qué sería de nuestra sociedad si se apagase su voz y su luz? Necesitamos de Jesucristo. Y Él ha querido necesitar, necesita, de nosotros para seguir presente acá, en los años venideros. Nos urge y apremia evangelizar. Que este sea el anhelo y el sueño de todos nosotros. Que el Espíritu Santo, como en un nuevo Pentecostés, como en los primeros tiempos, nos impulse a salir fuera a anunciar con toda ardor y esperanza, con obras y palabras, con valentía, el Evangelio que es Jesucristo, Salvador único de todos los hombres y luz para todos los pueblos. Que Dios nos dé las fuerzas que necesitamos para proseguir el camino de la evangelización, inseparable siempre de la liturgia y de la oración. España, Valencia, además, viven una hora crucial que requiere todavía más de nosotros, que reclama la entrega decidida a la evangelización que apremia.
Con Jesucristo y como Pablo, también nosotros estamos para eso, para anunciar el Evangelio, para darlo a conocer, para evangelizar. Evangelizar no es algo potestativo que se hace o no se hace, que da lo mismo hacerlo que no hacerlo. Es nuestra dicha y nuestra identidad más profunda. Como la Iglesia, los cristianos en ella y como ella, existimos para evangelizar. Hoy nos apremia de una manera singular el evangelizar. El mundo necesita el Evangelio. Necesita a Jesucristo. Como se nos dice gráficamente en uno de los pasajes de los Evangelios: «La población entera se agolpaba a la puerta», donde estaba Jesús curando. «Todo el mundo le busca»; también hoy, lo he visto y palpado, de manera muy fuerte estos días en Panamá. No podemos quedarnos impasibles ante esa búsqueda, a veces no consciente siquiera, que está en todo hombre, también en los que se han alejado de la fe, en los que no creen, en los que padecen la quiebra de humanidad o el vacío del sin sentido, en los que sufren el desamor, la injusticia u olvido de los hombres que pasan de largo ante sus necesidades y lamentos. Una búsqueda y petición nos grita hoy a nosotros, los cristianos, aunque seamos flojos: ¡Ayudadnos!.
Vivimos tiempos “recios”. Fácilmente nos lamentamos de ellos. Con una naturalidad pasmosa buscamos culpables o creemos que nada puede hacerse para cambiar la situación difícil, muy difícil, que atravesamos. No hay mayor mal que el olvido de Dios, no hay mayor indigencia que el no tener a Dios; el mundo se aboca al fracaso si se olvida de Dios. Nos apremia evangelizar. No podemos quedarnos impasibles ante ese alto porcentaje, según encuestas, de los jóvenes españoles que dicen no creer en nada; no podemos quedarnos tranquilos ante esa muchedumbre inmensa en cuyas vidas Dios no significa nada, o caminan en vacío. Ni el amor a Jesucristo, ni el amor a nuestros hermanos, fruto de ese amor del Señor, nos permiten que nos inhibamos ante la obra de evangelización. Vivimos en una sociedad típicamente pagana. Lo que en estos momentos está en juego es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes del mundo. Y esto es muy importante. No da lo mismo una cosa que otra, no da lo mismo para la causa de la lucha contra el hambre, contra la violencia o en favor de la paz y de la dignidad de la persona humana. Este es el reto para nosotros los cristianos: que los hombres entiendan y vivan la vida con Dios y con esperanza en la vida eterna; que los hombres crean en Jesucristo, le sigan y alcancen con Él la felicidad, la verdad que nos hace libres, el amor que nos hace hermanos. Los cristianos no somos meros espectadores. No nos podemos cruzar de brazos. Nos sentimos urgidos a evangelizar. No podemos callar. A eso nos invita el Papa Francisco, en Panamá: a evangelizar, a tiempo y a destiempo, sin ningún miedo. No os echéis atrás. No tengáis miedo, no os acobardéis, ni os arredréis. ¡ Ay de mí si no evangelizo! Y, para esto, fortalecer la fe.
No busquemos otra respuesta a los grandes retos que se nos abren en la nueva etapa de la historia que estamos viviendo; por mayor empeño que pongamos en dar ingenuamente con «fórmulas mágicas» y proyectos fabulosos no hallaremos otro camino verdadero que Cristo para los grandes desafíos de nuestro tiempo. Es a Él al que los hombres buscan aun inconscientemente y a veces por vías contrarias a la suya. El Papa San Juan Pablo II nos lo recordó con unas palabras bellísimas y lapidarias en su Carta, tan extraordinaria como alentadora, «Al comenzar un nuevo milenio», y vuelven recordarlo Benedicto XVI y Francisco: «No será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde ¡Yo estoy con vosotros!» (NMI 29). Por eso, se trata ahora de buscarle de todo corazón y seguirle, de oírlo y contemplarlo, adorarlo, vivirlo, darlo a conocer con obras y palabras. Cultivar el encuentro con Él es la clave para una apasionante renovación de nuestro mundo. En Cristo las expectativas y búsquedas de la Humanidad hallan su fundamento más real y firme. La esperanza de todo ser humano se colma, por su victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, de la verdad sobre la mentira, de la solidaridad sobre el egoísmo. Nadie, ningún cristiano en consecuencia, debería eximirse del sagrado deber de comunicar este anuncio salvífica a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A esta tarea, por la misma caridad que nos urge y configura, estamos llamados y obligados todos, porque todos hemos sido liberados por Cristo de la esclavitud del pecado y de la muerte. Se abre el gran tiempo de la misión, como en los primeros momentos del cristianismo. ¡No hay tiempo que perder! Que nos dejemos ayudar por la Virgen María, la fiel Sierva del Señor, que se ha plegado por completo a la Palabra de Dios y al Espíritu Santo, para que Dios actúe en Ella y haga surgir una humanidad nueva, miedo y sin complejos.