Eduardo Martínez | 18-09-2015
El presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II, monseñor Livio Melina, visitó Valencia la semana pasada para ofrecer la primera conferencia de las jornadas diocesanas ‘Vocación y misión del matrimonio y la familia en la iglesia y en el mundo’, organizadas a iniciativa del arzobispo de Valencia, el cardenal Antonio Cañizares, a través de la Facultad de Teología de Valencia, la sección española del Pontificio Instituto Juan Pablo II y la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir (UCV).
En una entrevista concedida a PARAULA, monseñor Melina habló de la reciente reforma acometida por el papa Francisco de los procesos de nulidad matrimonial, así como del inminente Sínodo de la Familia y la visión cristiana de la sexualidad, frente a ideologías diametralmente opuestas y muy extendidas en la actualidad.
– Don Livio, ¿cuál es su valoración sobre la reforma que acaba de realizar el Papa, mediante un ‘motu proprio’, de los procesos de nulidad matrimonial, favoreciendo que sean más rápidos y gratuitos?
– Diría primeramente que existe en la Iglesia la ley de Dios y la ley de los hombres. La primera está expresada en el Evangelio y la Iglesia está siempre subordinada a ella, en escucha y obediencia a ella; la debe custodiar santamente y transmitir fielmente a los hombres. La ley del Evangelio que Jesús nos expresa es la que encontramos en el pasaje en el que el Señor habla del matrimonio en un contexto de diálogo con los fariseos. Ahí, Jesús, contra la casuística de los fariseos, propone el retorno “al principio” [en referencia al pasaje de la Creación en el libro del Génesis en el que Dios dice que el hombre y la mujer serán “una sola carne”], y, por tanto, la indisoluble unidad de los esposos. Jesús concluye su enseñanza sobre la indisolubilidad del vínculo matrimonial con una grave admonición, diciendo que “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Esta es la verdad del mandamiento de Dios expresada en el Evangelio, y la Iglesia está al servicio de esta verdad. Ello después ha sido confirmado por la Iglesia a lo largo de toda su historia: por los Padres de la Iglesia, por el Concilio de Trento… y de manera particularmente importante, para la interpretación del ‘motu proprio’ del papa Francisco, por san Juan Pablo II. Él, en un discurso a la Rota Romana en 2000 dijo de modo muy solemne y fuerte que ésta es una doctrina que la Iglesia tiene como definitiva y que ni siquiera el Santo Padre tiene la posibilidad de disolver un matrimonio rato [válidamente celebrado] y consumado. Pues bien, ésta es la verdad referida al mandamiento de Dios que nos debe guiar en la interpretación de este documento del papa Francisco. Existe también la ley de la Iglesia, el Derecho Canónico, que es una ley humana, que se pone al servicio del mandamiento de Dios para llevarlo a los hombres. En este sentido, el Derecho Canónico establece los procedimientos que sirven para verificar si un matrimonio ha sido válidamente celebrado o no. Si es que sí, nadie, ni el Papa ni ningún tribunal de la Iglesia puede disolverlo.
– ¿Cómo hay que interpretar el hecho de que el Papa haya aprobado esas modificaciones en el Código de Derecho Canónico que afectan a los procesos de nulidad matrimonial antes de la inminente celebración del Sínodo Ordinario de la Familia?
– Eso creo que sería mejor preguntárselo al Santo Padre. En cualquier caso, es una decisión tomada con plena autoridad.
– La gratuidad y la mayor agilidad en los procesos era algo en lo que parece que había un amplio consenso y, desde luego, una reclamación por parte de los fieles inmersos en ellos…
– Es evidente que la gratuidad, por ejemplo, agrada a todos. También hay que tener en cuenta que en ese proceso hay personas que dedican tiempo, trabajo, estudio… No podría decirse que los gastos del proceso sean injustificados. De todos modos, la Iglesia, con un gesto de atención particular a esas situaciones duras, ofrece la gratuidad, asumiendo todos los gastos que un proceso de esta naturaleza comporta. Se trata ciertamente de un gesto de atención a las personas que se encuentran en esa delicada situación.
Puede decirse algo similar a la duración de los procedimientos, que no deben ser vistos como mera burocracia, sino como el cuidado de la naturaleza preciosa de un sacramento, y tal vez incluso como toma de conciencia de un tiempo que pueda hacer madurar una reconciliación.
Soy testigo de casos en los que la paciente y fiel espera de un cónyuge traicionado, que no aceptando el consejo de un sacerdote del tribunal de aceptar la solicitud de nulidad matrimonial de su esposa, lo llevó a que ella regresara y a la reconciliación. Y esto después de doce años de separación. La misericordia aquí ha sido la paciencia y la fidelidad a la alianza matrimonial y no la anulación precipitada aconsejada por el sacerdote y pedida por su esposa.
– El ‘motu propio’ del Papa convierte a los obispos titulares de las diócesis en jueces dentro del ámbito de los procesos de nulidad. ¿Cómo valora ese punto? ¿Será necesario ofrecer formación a los obispos para desarrollar esa función?
– Se presupone que el obispo, como doctor de la Iglesia, está preparado también para juzgar esto. En suma, yo creo que el Papa ha sido muy valiente al aprobar este ‘motu proprio’, entre otras cosas también por poner en cierto modo en las manos de los obispos un bien preciosísimo como es la indisolubilidad del matrimonio, que toca nada menos que el tesoro divino de un sacramento. Aquí debemos recordar otra palabra de Jesús que dice siempre a los fariseos: “sois muy hábiles al anular con leyes humanas los mandamientos de Dios”. Es una frase que ciertamente la Iglesia debe meditar en este momento en el que repensamos el proceso de verificación de la posible nulidad matrimonial.
En este contexto conviene decir también que cuando Jesús re propone aquel mandamiento de Dios no lo hace simplemente como una norma que desde el exterior se impone a la vida humana o a la convivencia matrimonial, sino que lo que hace primordialmente es un don a los hombres y mujeres: el don de su presencia en el sacramento para hacer posible aquello que el corazón de todo hombre y mujer desea por naturaleza, que el amor dure para siempre. Así que cuando Jesús repropone la ley que estaba “al principio” no impone un peso que luego la Iglesia deba procurar aligerar, sino que más bien ofrece un don que hace posible, a través de la gracia del sacramento, que alcancen aquello que desean.
– En cuanto al ya muy cercano Sínodo Ordinario de la Familia, ¿qué espera de él?
– Espero que se lleve a cabo lo que el Papa ha dicho que es el objetivo del Sínodo. Él mismo, al regreso de su viaje a Tierra Santa en mayo de 2014, dijo que espera que responda a esta pregunta: ¿qué trae Jesús a la familia? No creo que la respuesta pueda ser simplemente la facilitación de los procesos de la nulidad; el Sínodo debe traer algo más grande. ¿Qué trae Jesús a las familias? Trae un anuncio sobre la verdad y el amor humano, trae una gracia, un don a las familias.
Por otra parte, pienso que sería muy conveniente que el Sínodo subraye el don que hemos recibido en el magisterio de san Juan Pablo II, que ha sido llamado “el Papa de la familia”, su enseñanza sobre el amor humano, conocida como la “teología del cuerpo”. Si fuera conocida de verdad por los obispos, sacerdotes, fieles… Se trata de un anuncio de la gracia divina y viene además a contestar al gran desafío cultural actual sobre la sexualidad humana. Aparentemente, la sexualidad está exaltada, valorizada por varias corrientes actuales muy poderosas, pero en realidad conllevan un gran desprecio del cuerpo. Hay en este sentido una mentalidad gnóstica, que considera el cuerpo como pura materia, manipulable al antojo de los deseos, de las inclinaciones tantas veces desordenadas de cada uno. Y desde luego no hay una consideración del cuerpo como sacramento de la persona, en la que está inscrita una verdad, un significado, una gramática de la vida.
– El Pontificio Instituto Juan Pablo II enseña la vocación fundamental de la persona al amor y en qué consiste ese amor humano, pero muchas veces vemos que en el seno de tantos matrimonios y familias lo que impera es el odio. ¿Es que acaso la Iglesia se equivoca en algo al realizar ese análisis antropológico, o quizás es que no ha sabido transmitirlo aún al mundo con suficiente eficacia…?
– Creo que hace falta ante todo superar determinada visión ideológica de la situación actual, que en mi percepción consiste en esto: decir que la culpa es de la Iglesia, mientras que la sexualidad sería por sí misma una realidad bella, buena, pacífica… algo que sólo el juicio de la Iglesia estropea. Entonces ¿cuál sería la tarea del Sínodo en este momento según esta visión?: que la Iglesia cambiara su enseñanza y, haciendo un acto de penitencia por difundirla durante tantos siglos, finalmente se convirtiera en libre y gozoso aquello que ya en sí mismo lo es. Esa ideología o falsa interpretación de la realidad atribuye a la Iglesia la culpa del sentido de malestar con que se llega a vivir hoy la sexualidad. Pero estimo que la cosa es al revés: la realidad de la sexualidad, así como toda realidad de vida humana, tiene necesidad de ser curada porque está marcada de pecado, de fragilidad, de incomprensiones… Y Jesús viene, a través del mensaje de la Iglesia, para salvar toda la vida de los hombres y de las mujeres, incluyendo la dimensión tan decisiva de la sexualidad humana. En este sentido, decimos que la Iglesia es verdaderamente experta en el amor porque, como dice san Juan, “nosotros hemos conocido el Amor” y el Amor se ha revelado en Jesús y se comunica constantemente en la Eucaristía.
– En sólo unos días se celebrará en Philadelphia el VIII Encuentro Mundial de las Familias (EMF), que presidirá el papa Francisco. Recordando que en 2006 el EMF se celebró en su sexta edición en Valencia, con Benedicto XVI, ¿qué balance haría de la situación actual de la familia, al menos en Occidente? A su modo de ver, ¿ha mejorado o empeorado su situación en estos diez años?
– Ahora, después de más de treinta y cinco años del primer Sínodo de la familia, se pueden ver a plena luz las consecuencias de un cambio radical iniciado hace más de sesenta años. No hay nada verdaderamente nuevo que no se hubiera ya manifestado a raíz de la revolución sexual que comienza en los años 60, se desarrolla en los 80 y ahora llega a su vértice. Es decir, se ha dado una progresiva desintegración de los enlaces que hacen significativa la sexualidad humana: separar la sexualidad de la procreación; del matrimonio; de la persona en su dimensión completa; y ahora incluso de la diferencia sexual. En cambio, se contempla la sexualidad simplemente como un lugar donde ejecutar todas las manipulaciones posibles para obtener el mayor placer posible. Pero hay que preguntarse algo muy importante que creo que el Sínodo debería tener presente: ahora que hemos llegado casi al culmen en este proceso de banalización de la sexualidad separada de sus nexos naturales y de su significado relacionado con el amor, ¿cabe pensar que fue realmente liberación la de la revolución sexual o supuso más bien la pérdida del valor auténtico de la sexualidad, lo que comporta no sólo su desvalorización, sino también una pérdida del gusto por ella? Cuántos psiquiatras y psicólogos nos testimonian hoy que la sexualidad en Occidente está enferma. No se ha conseguido una realidad buena y positiva sino una que debe ser curada, y no se cura a través de un decreto que proclama que ya no es pecado lo que la Iglesia decía hasta ahora; al contrario, se cura evangelizando a los hombres y mujeres de hoy, y acompañándolos a través de los sacramentos y de la educación, para que puedan expresar y vivir toda la belleza y riqueza humana de la que la sexualidad humana es portadora.
Todo esto es una realidad decisiva para la vida humana. En un de sus últimos discursos memoriales a la Curia Romana en diciembre de 2012, el papa Benedicto XVI dijo sobre la cuestión de la familia, que lo que estaba en juego era nada mas y nada menos que la identidad del hombre como ser relacional, que se define en las relaciones: filial, esponsal, fraterna, paterna y maternal. Si se destruye la identidad familiar del ser humano, se nos priva también del léxico para poder hablar de Dios, que se ha servido de esta realidad para revelarse como Padre, como Hijo, como Esposo, haciéndonos hijos y hermanos. Por esto resuenan particularmente graves las palabras de sor Lucía de Fátima escritas en 1987 en una carta al entonces presidente de nuestro instituto, el actual cardenal Caffarra, que dentro de pocos días irá a Valencia para concluir este ciclo de conferencias. Atestigua: “el choque final entre el Señor y el reino de Satanás será sobre la familia y el matrimonio”.
Por eso la Iglesia siempre ha hablado y ha tenido atención a ello, no por una obsesión moralista o un complejo de culpa nunca resuelto, sino porque es consciente de la belleza de la sexualidad humana, que es llamada a través de la unión del hombre y la mujer, y la formación de una familia, a ser un modo privilegiado de expresar la imagen y semejanza con Dios, y esto es algo grandioso, algo de lo que la Iglesia es custodia.

PERFIL Nacido en Adria (Italia) en 1952, es el primero de cinco hermanos. Fue ordenado sacerdote en 1980. Licenciado en Teología Moral en la Pontificia Universidad Gregoriana, es uno de los máximos expertos mundiales en esta materia. Obtuvo el primer doctorado de la historia del Ponficio Instituto Juan Pablo II, del que desde 2006 es su presidente. Entre otros desempeños, es colaborador de la Congregación para la Doctrina de la Fe, director científico de la revista ‘Anthropotes’ y es autor de numerosas obras sobre teología, antropología y familia.