Miguel Navarro Sorní. Historiador. Profesor de la Facultad de Teología de Valencia | 21-03-2013

Frescos de la vida de San Francisco de Asís, obra de Giotto, en la iglesia superior de San Francisco, en la localidad italiana de Asís.

Dios, que es eterna novedad, no cesa de renovar a su Iglesia, y así, de un modo sorprendente, trastornando todos los planes humanos, las cábalas y previsiones de los “entendidos”, le ha concedido un nuevo pontífice, el papa Francisco, en la persona de Jorge Mario Bergoglio, cardenal arzobispo de Buenos Aires.
Todo en este papa sabe a novedad: es el primer latinoamericano que llega a la sede de Pedro, el primer jesuita papa, y el primer papa que se impone el nombre de Francisco. Ninguno de estos datos es irrelevante.
Un papa latinoamericano
En primer lugar, la procedencia americana del nuevo pontífice reafirma el proceso de internacionalización del vértice de la Iglesia, la Santa Sede, iniciado con el concilio Vaticano II, que comenzó incorporando progresivamente a la curia romana a un buen número de personas provenientes de todos los continentes donde está presente la Iglesia, y que condujo a la elección de un papa no italiano después de 465 años –más aun un papa eslavo–, el polaco Juan Pablo II, en octubre de 1978.
Que este proceso era firme e irreversible y no una simple casualidad, se comprobó con la elección posterior de un papa alemán, Benedicto XVI, y se ha visto confirmado con la reciente elección de un pontífice sudamericano, el papa Francisco, traído, como el mismo dijo, “casi del fin del mundo”.
La Iglesia no es italiana, ni siquiera europea u occidental, es universal, es ecuménica, y la elección del papa Francisco así lo evidencia. Por otra parte, cabe tener en cuenta que el continente sudamericano encierre el mayor número de católicos del mundo, el 42 por ciento del total, por lo que no tiene nada de extraño que el pastor de la Iglesia proceda de aquellas latitudes. En cierto sentido, es hermoso comprobar que aquellos a los que antaño les llevamos la fe, ahora vienen a confirmarla.
Un papa jesuita
La novedad más evidente que supuso la fundación de la Compañía de Jesús en 1540 es doble: por una parte, su finalidad eminentemente apostólica, por otra su ligazón especial al Romano Pontífice.
La finalidad apostólica de la orden, se concretó en tres campos: en primer lugar, la defensa y propagación de la fe, tanto entre luteranos y calvinistas, empleándose en la recatolización de los territorios europeos pasados a estas confesiones, como entre los no cristianos. De hecho, la misión “ad gentes” tiene un carácter prioritario en la Compañía, y así lo comprendió nuestro paisano san Francisco de Borja, quien al convertirse en tercer general de la Compañía amplió el campo de acción misionera de ésta (limitado hasta entonces a la India, China y el Japón), extendiéndolo a los territorios americanos dependientes de la corona española, fundando las primeras misiones jesuíticas en Florida, Méjico y Perú. Los jesuitas dieron un gran impulso a las misiones, y éstas sufrieron graves perjuicios con la supresión de la Compañía a finales del siglo XVIII.
En segundo lugar, el ejercicio del ministerio sacerdotal (a excepción de la administración parroquial estable, que san Ignacio prohibió), orientado al progreso espiritual de los fieles, sobre todo con la predicación, los ejercicios espirituales, la administración de los sacramentos, las confesiones, la dirección espiritual, y la asistencia espiritual en lugares difíciles, como cárceles, hospitales, orfanatos, etc.
En tercer lugar, la finalidad apostólica de la Compañía se concretó en la actividad caritativa y educativa. Los jesuitas prestaron gran atención a la educación de los jóvenes, en especial los de familias nobles y acomodadas, con el objetivo de asegurarse una élite intelectual católica, y son muy conocidos por esto; posteriormente abrieron este campo de acción educativa a todas las clases sociales, optando de un modo especial y no exclusivo por los pobres.
Todo esto indica que nos encontramos ante un papa que va a ser muy sensible al tema de la evangelización, tanto “ad gentes” como a la nueva evangelización, puesto que esto está en la esencia de la Compañía de Jesús a la que perteneció; también que va a dar a su pontificado una orientación marcadamente pastoral, revitalizando la misión espiritual de la Iglesia, con una atención muy particular a los débiles y los pobres (como expresó él mismo poco después de su elección: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”), y todo esto con el estilo de sencillez, de discreción, pero al mismo tiempo de fuerza y de eficacia que ha caracterizado la acción de la Compañía de Jesús.
“Francisco, ve y repara mi Iglesia”
Finalmente, el nombre elegido: Francisco, es todo un programa, una declaración de intenciones. Expresa la voluntad de seguir el ejemplo del santo probablemente más universal y carismático de todos, el santo de la pequeñez (fundó la Orden de los Hermanos Menores), el amor a la pobreza (que consideraba compendio del evangelio), la sencillez, la humildad, la ternura, la cercanía, la poesía de Dios, la armonía con la creación y entre los hombres, el diálogo ecuménico, etc. Y los primeros gestos del nuevo pontífice, que a todos han seducido (incluidos a los no creyentes), han ido en esa línea.
Tomás de Celano, en su Vida segunda del santo, cuenta que a éste le gustaba rezar ante un viejo Crucifijo, en la ruinosa capilla de San Damián, situada a las afueras de Asís. Un día, esta imagen le habló: «Francisco, ve y repara mi iglesia que, como ves, se derrumba en ruinas». Francisco lo entendió de la desvencijada capilla de San Damián, que restauró con sus propias manos, pero en realidad Cristo le estaba llamando a renovar su Iglesia -en aquellos tiempos del pontífice quizás más poderoso que ha existido, Inocencio III- con el fermento de la humildad (fundamento perenne de la Iglesia) que la Orden Franciscana infundiría a aquella Iglesia del siglo XIII tan inmersa en lo temporal, en el mundo feudal.
Y quizá es esta también la misión para la que el Espíritu Santo ha elegido al papa Francisco: volver a la humildad de los orígenes, a la sencillez del evangelio, recordando que “el verdadero poder es el servicio”.
Una misión que no supone ruptura alguna con la tradición, anterior, que no hay que interpretar como una revolución ni una contraposición, sino como un progreso en continuidad, como expresa Tomás de Celano al comentar el pasaje citado de la reconstrucción de la capillita de San Damián: “La primera obra que emprendió el bienaventurado Francisco… fue la construcción de una casa al Señor; pero no pretende edificar una nueva; repara la antigua, remoza la vieja. No arranca el cimiento sino que edifica sobre él, dejando siempre tal prerrogativa para Cristo: Nadie puede poner otro fundamento sino el que está puesto, que es Jesucristo (cf. 1Co 3,11)”.