Escribo este texto el Día de la Iglesia Diocesana. Miro nuestra Diócesis, miro nuestra España y nuestro mundo con la mirada que Dios mira: con amor y mirada de misericordia y de gran esperanza, precisamente por el panorama que se nos ofrece. Tras esa mirada están diversos hechos en lo que me he visto recientemente, nos hemos visto, en medio de ellos: muy comunes y más generalizados de lo que pudiera parecer. Un mundo que parece empeñado en silenciar y ocultar a Dios, en olvidarse de Él. Muchos opinan que la fe ya no tiene sentido.
Hay que reconocer que existen síntomas graves que parecen indicar un cierto desplome. La conciencia cristiana se ha debilitado, se da una escasa -peligrosa- vitalidad misionera, la fe cristiana se propone tímidamente, a veces desprovista de toda su fuerza y originalidad, se encierra en la privacidad, sin que se note demasiado su novedad y su aportación propia a la vida, a la vida pública. Esta misma debilidad se manifiesta en un cristianismo empobrecido en elementos que le son constitutivos, en un debilitamiento ético, la tradición religiosa y moral desmantelada; a Dios revelado en Jesucristo, creído y anunciado por la Iglesia se le ha silenciado sistemáticamente, lo cual es el acontecimiento más grave que le ha podido suceder a nuestra humanidad. La misma familia, cauce normal para la transmisión de la fe y para la educación, se le ha debilitado peligrosamente.
Pero junto a esto, este fin de semana, sin ir más lejos, he podido comprobar la fe viva del pueblo cristiano, por ejemplo, en nuestra Diócesis de Valencia, en Carcaixent, donde acabo de realizar la visita pastoral, o en el acto del domingo por la tarde en la Catedral con la población y la parroquia personal, recién creada, polaca, -la primera en España­ Nuestra Señora de Czestochova, que celebraba con una Eucaristía la acción de gracias a Dios y a la Virgen por los cien años, el 11 de noviembre mismo, de la recuperación de su independencia como Nación y pueblo: ¡Qué gran ejemplo nos da Polonia de fe, de cristianía, de fidelidad a sus raíces y a su tradición! Lo digo de todo corazón, me da envidia sana Polonia y Dios quiera y la Virgen nos ayude a que hagamos lo mismo en toda Europa, en España, que no está siendo fiel a lo que la constituye. Al final de esta eucaristía nos trasladamos a orar ante la estatua de San Juan Pablo II que hay a la entrada del arzobispado, y en su rostro sonriente me parecía que le estaba escuchando aquellas palabras suyas vibrantes y con voz sonora y calma en Santiago de Compostela: «Europa, sé tú misma, vuelve a tus raíces!»
La situación que he mencionado al comienzo, no me lleva ni nos puede llevar al pesimismo -puede ser un acontecimiento de gracia que encamina hacia Jesucristo, volverse a Él, sentirse llamado a vivir la autenticidad y el vigor de la fe en Cristo que no pasa nunca, y que da un vigor y un brillo como se lo da a Polonia. Es hora de la esperanza que no defrauda: el Señor está en medio nuestro y permanece con nosotros.
Por eso, el tiempo que vivimos es tiempo y hora de la oración, de la súplica a Dios, cargada de esperanza. Parece que en nuestros días se repite la situación que le lleva a Isaías a esta súplica que hacemos nuestra: «Vuélvete con amor a tus siervos y a tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. Es verdad que él ya ha rasgado los cielos y ha venido su salvación, su redención en su Hijo: «Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios que hiciera tanto por el que espera en El». Jamás uno se atrevería a imaginar todo lo que Dios ha hecho con nosotros en Jesucristo: nos ha enriquecido en todo, nos ha liberado, redimido, salvado del pecado y de la muerte, nos ha hecho participar de la vida y del Amor sin medida de Dios, nos ha hecho hijos suyos, nos lleva a la vida eterna, nos adentra en el secreto mismo de Dios, nos trae la reconciliación y la paz, el perdón de nuestros pecados, nos ha revelado la verdad de Dios y del hombre, nos ha llamado a su reino de justicia y de paz. Nos ha enseñado el camino: Él mismo es el Camino. Él ha venido para que podamos entrar en la felicidad definitiva en la gloria de Dios, cuando Cristo venga en su segunda venida, de improviso, a juzgar a vivos y muertos. Demos gracias a Dios. Avivemos nuestra acción de gracias por tantísimas obras grandes, maravillas, que Dios, ha hecho y está haciendo en favor de los hombres. Vivamos en la confianza plena puesta en Dios: Él nos quiere, está con nosotros y por nosotros, ni nos deja ni nos olvida, aunque nosotros lo dejemos u olvidemos a Él.
Es hora de que abramos nuestras puertas de par en par a Jesucristo. Nunca deberíamos olvidar que el hombre está hecho para el encuentro con Jesucristo, y sólo en Él podrá encontrar el nuevo gusto por la vida y el camino de la realización plena de su propia humanidad en un nuevo estilo de vivir: el que la Palabra de Dios leída el domingo pasado nos indica por medio del ejemplo de aquellas dos viudas, la de Sarepta en tiempo de Elías, y la que echa en el cepillo del templo todo lo que tenía para vivir, y Jesús la elogia: así cambiará el mundo de manera decisiva, así se renovará la Iglesia con su renovación más viva y honda, como nos está pidiendo a gritos el Papa Francisco, y así se conducirá a nuestra querida y entrañable Iglesia a su fortalecimiento y a su extensión en el mundo.
En el tiempo que estamos viviendo, recobran nueva actualidad y fuerza las palabras dichas a nosotros por San Juan Pablo II en su primer viaje a España: «Es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano».