Octubre, mes del Santo Rosario, es un mes dedicado a la Virgen María; también está dedicado a la evangelización, a las misiones. Por eso me ha parecido oportuno, guiado del Santo Padre, dedicar esta reflexión que semanalmente os ofrezco a la Virgen María, Madre de la evangelización, o Madre evangelizadora. El Papa Francisco se caracteriza, entre otras cosas, como ya dije en otro artículo de “Il mio Papa”, por ser un Papa profundamente mariano. Esta dimensión mariana aparece por doquier en él, pero de una manera especial aparece cuando habla de la evangelización. A la Virgen María la considera “como Madre de la evangelización, estrella de la evangelización”. Encontramos en su Exhortación programática Evangelii Gaudium, los siguientes textos en los que se expresa con toda nitidez que no podemos separar a María de la evangelización, desde el primer momento de la obra evangelizadora de la Iglesia. “Con el espíritu santo, dice, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hech. 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora, y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización” (Francisco). Es ésta una afirmación clave que se suele olvidar al proyectar la obra evangelizadora, sin embargo Ella es contenido, estructura, método, estilo, espíritu de la evangelización, a Ella hemos de escuchar y contemplar y de Ella hemos de aprender a evangelizar.
Afirma el Papa: “En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego le dijo al amigo amado: ‘Ahí tienes a tu Madre’ (Jn 19, 26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que ‘todo estaba cumplido’ (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a Ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte el icono femenino. Ella que lo engendró con tanta fe, también acompaña al ‘resto de sus hijos que guardan sus mandamientos y mantienen el testimonio de Jesús’ (Ap. 12,17). Es la íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo” (Francisco).
Con qué palabras tan bellas y tiernas de hijo nos expresa el Papa Francisco esta realidad: “María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falta el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los santuarios donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y los cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: ‘No se turbe tu corazón…¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?” (Evangelii Gaudium, 286).
Una vez más he podido comprobar la verdad de estas palabras del Papa Francisco en un pueblo de Cuenca, Moya, con la peregrinación de la Virgen de Tejeda, ella misma que visita cada siete años a este pueblo abandonado de la serranía de Cuenca en la zona más pobre de la provincia conquense desde su santuario en Garaballa, capital mariana de tantos pueblos de la serranía y de pueblos del límite de la provincia valenciana. Y compruebo, cada día en la Diócesis y Comunidad de Valencia, como se canta en el himno a la Virgen de los Desamparados que por Ella, por la Santísima Virgen, “la fe no muere”. Que Ella, madre de los creyentes y dichosa porque ha creído, aumente nuestra fe y nos lleve a propagar esta fe por una nueva y fecunda evangelización.