Queridos Sacerdotes:
La Jornada de Santificación del Clero, que se celebra en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, ofrece la ocasión para detenemos en la presencia del Señor, para renovar el recuerdo de nuestro encuentro con El y, así, revigorizar nuestra misión al servicio del Pueblo de Dios. No debemos olvidar, en efecto, que la fascinación de la vocación que nos atraía, el entusiasmo con el que escogimos caminar por la vía de la especial consagración al Señor y las maravillas que vemos en nuestra vida sacerdotal, tienen su origen en el cruce de miradas que ha habido entre Dios y cada uno de nosotros.
Todos nosotros, en efecto, “hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con El” y, cada uno de nosotros puede recordar y gozar espiritualmente de aquel momento “en el que he sentido que Jesús me miraba” (Papa Francisco, Homilía Santa Marta, 24 abril 2015).
También los primeros discípulos vivieron la alegría de la amistad con Jesús, que cambió para siempre su vida. Sin embargo, después del anuncio de la Pasión, se extendió sobre su corazón un velo de oscuridad que entenebró el camino. El ardor del seguimiento, el sueño del Reino de Dios inaugurado por el Maestro y los primeros frutos de la misión, chocan ahora con una realidad dura e incomprensible, que hace vacilar la esperanza, alimenta las dudas y amenaza con extinguir la alegría del anuncio del Evangelio.
Esto puede suceder siempre, también en la vida del Sacerdote. El grato recuerdo del encuentro inicial, la alegría del seguimiento y el celo del ministerio apostólico, tal vez llevado adelante durante años y en situaciones no siempre fáciles, pueden dar paso al cansancio o al desaliento, haciendo que avance el desierto interior de la aridez envolviendo nuestra vida sacerdotal en la sombra de la tristeza.
En esos particulares momentos, sin embargo, el Señor, que no olvida nunca la vida de Sus hijos, nos invita a subir con El al Monte, como hizo con Pedro, Santiago y Juan, transfigurándose delante de ellos.
Conduciéndolos “a lo alto” y “aparte”, Jesús les hace realizar el maravilloso viaje de la transfiguración: del desierto al Tabor y de la oscuridad a la luz.
Queridos sacerdotes, necesitamos, cada día, ser transfigurados con un encuentro siempre nuevo con el Señor que nos ha llamado. Dejarse “conducir a lo alto” y quedar “aparte” con El, no es un deber de oficio, una práctica exterior o una pérdida de tiempo con relación a las obligaciones del ministerio, sino la fluente chorreante que corre en nosotros para impedir que nuestro “aquí estoy” se seque y agote.
Contemplando la escena evangélica de la Transfiguración del Señor, podemos escoger tres pequeños puntos, que nos ayudarán a confirmar nuestra adhesión al Señor y a renovar nuestra vida sacerdotal: subir a lo alto, dejarse transformar, ser luz para el mundo.
1.- Subir a lo alto, porque si permanecemos siempre centrados en las cosas que hacer, corremos el peligro de convertimos en prisioneros de lo presente, de ser absorbidos por las obligaciones diarias, de quedar excesivamente concentrados en nosotros mismos y, así, acumular fatigas y frustraciones que podrían ser letales. Así mismo, “subir a lo alto” es el antídoto contra las tentaciones de la “mundanidad espiritual” que, incluso bajo apariencias religiosas, nos apartan de Dios y de los hermanos y nos hacen poner la seguridad en las cosas del mundo. Tenemos necesidad, por el contrario, de sumergimos cada día en el amor de Dios, especialmente por medio de la oración. Subir al monte nos recuerda que nuestra vida es una ascensión constante hacia la luz que proviene de lo alto, un viaje hacia el Tabor de la presencia de Dios, que abre horizontes nuevos y sorprendentes. Esta realidad no supone escapar de las obligaciones pastorales y de los desafíos diarios que se nos presentan, sino más bien pretende recordamos que Jesús es el centro del ministerio sacerdotal, y que todo lo podemos en Aquel que nos conforta (Fil 4, 13). Por eso “La ascensión de los discípulos hacia el monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de apartarnos de las cosas mundanas, para emprender una camino hacia lo alto, y contemplar a Jesús. Se trata de disponemos a escuchar atentamente en la oración a Cristo, Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permitan la acogida dócil y gozosa de la Palabra de Dios” (Papa Francisco, ángelus, 6 agosto 2017).
2.- Dejarse transformar, porque la vida sacerdotal no es un programa donde todo ha sido ya estructurado por adelantado o un oficio burocrático de desarrollar según un esquema preestablecido; al contrario, es la experiencia viva de una relación cotidiana con el Señor, que nos hace llegar a ser signo de Su amor ante el Pueblo de Dios. Por eso, “no podremos vivir el ministerio con gozo sin vivir momentos de oración personal, cara a cara con el Señor, hablando, conversando con El’ (Papa Francisco, Encuentro con los párrocos de Roma, 15 febrero 2018). En esta experiencia, somos iluminados por el Rostro del Señor y transformados por Su presencia. También la vida sacerdotal es un “dejarse transformar” por la gracia de Dios para que nuestro corazón se vuelva misericordioso, inclusivo y compasivo como el de Cristo. Se trata sencillamente de ser —como ha recordado recientemente el Santo Padre— “presbíteros normales, sencillos, afables, equilibrados, pero capaces de dejarse regenerar constantemente por el Espíritu” (Papa Francisco, homilía concelebración Eucarística con los Misioneros de la Misericordia, 10 abril 2018). Esta regeneración se consigue sobre todo con la oración, que cambia el corazón y transforma la vida: cada uno de nosotros se transforma en Aquel que reza. Estará bien recordar, en esta Jornada de Santificación, que “la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios” (Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 147). Subiendo al Monte, seremos iluminados por la luz de Cristo y podremos bajar al valle y llevar a todos el gozo del Evangelio.
3.- Ser luz para el mundo, porque la experiencia del encuentro con el Señor nos lleva al servicio a los hermanos. Su Palabra rechaza ser encerrada en lo privado de la oración personal y en el perímetro del tiempo, pues la vida sacerdotal es, sobre todo, una llamada misionera, que exige el coraje y el entusiasmo de salir de sí mismos para anunciar al mundo entero lo que hemos oído, visto y tocado en nuestra experiencia personal (cf. Jn 1, 1-3). Dar a conocer a los otros la ternura y el amor de Jesús, para que cada uno pueda ser atraído a Su presencia que libera del mal y transforma la existencia, es el primero y grande deber de la Iglesia, y, por ello, la primera y grande obligación apostólica de los presbíteros. Si hay un deseo que debemos cultivar, es el de “ser sacerdotes capaces de elevar en el desierto del mundo el signo de la salvación, esto es, la Cruz de Cristo, como fuente de conversión y de renovación para toda la comunidad y para el mismo mundo”, Papa Francisco, Homilía Concelebración Eucarística con los Misioneros de la Misericordia, 10 abril 2018). La fascinación del encuentro con el Señor debe encarnarse en un empeño de vida al servicio del Pueblo de Dios, el cual, caminando a menudo por el valle oscuro de las fatigas, de los sufrimientos y del pecado, necesita de Pastores luminosos y resplandecientes como Moisés.
En fin, al término de la maravillosa experiencia de la Transfiguración, los discípulos descendieron del monte (cf. v. 9) Es el recorrido que también nosotros podemos realizar. El redescubrimiento siempre más vivo de Jesús no es un fin en sí mismo, sino que nos induce a “descender del monte”. Transformados por la presencia de Cristo y por el ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos, especialmente para los que sufren, para cuantos se encuentran en soledad, y en abandono, para los enfermos y para tantos hombres y mujeres que, en diversas partes del mundo, son humillados por la injusticia, por la prepotencia y por la violencia” Papa Francisco, ángelus, 6 agosto 2017).
Queridos sacerdotes, la belleza de este día, consagrado al Corazón de Jesús, haga crecer en nosotros el deseo de la santidad. La Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes santos! El Papa Francisco, en la nueva exhortación Apostólica sobre la santidad, Gaudete et exsultate, ha llamado la atención a los sacerdotes apasionados en comunicar y anunciar el Evangelio, afirmando que “la Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante” Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 138). Nos será necesario realizar, sobre todo espiritualmente, este camino de transfiguración: subir al monte, dejarse transformar por el Señor, para después llevar la luz al mundo y a las personas que nos han sido confiadas. Que María Santísima, Señora luminosa y Madre de los Sacerdotes, os acompañe y os guarde siempre.