Cuando me enteré de su elección, hace casi ocho años, se me saltaron las lágrimas de alegría. Cuando leí su renuncia también me vinieron lágrimas a los ojos. No de tristeza precisamente. Me cuesta definir de qué, tal vez de cariño, de comprensión, de empatía. Tengo unos meses más que él… y comprendo.
He titulado estas líneas con un “mi”. Porque no soy vaticanista, ni intelectual, ni cosa parecida, no pretendo elucubrar sobre el tema. Estas sencillas reflexiones son más bien un deber de agradecimiento por la suerte que he tenido de alimentarme de sus enseñanzas durante tantos años…
La declaración
Me ha impresionado la sencillez de su declaración de renuncia. Tanto por el momento como por el contenido. Al estilo de lo que ha sido siempre: sencillo, claro, verdadero. Ha aprovechado una reunión ordinaria a la que asisten algunos cardenales. No los ha convocado expresamente. No ha dramatizado una decisión poco corriente. Ha sido un punto más de una reunión normal. Normal y sincero es también el texto de su declaración. Ya habrá quienes especulen sobre motivaciones ocultas, desengaños, enfrentamientos solapados… Nunca ha sido su estilo tirar la toalla ante dificultades o incomprensiones. Siempre ha sabido hacer frente. Aquí, confiesa sencillamente “falta de fuerzas”, “vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me ha sido encomendado”. Tiene la mente lúcida, pero un Papa hoy tiene que moverse mucho, tener jornadas agotadoras…y eso desgasta mucho.
Me ha gustado el estilo sencillo de la declaración, muy medida para ajustarse al derecho canónico vigente. Y aunque toma una decisión distinta de su predecesor, hace una delicada alusión a él diciendo  que ese ministerio, por su naturaleza espiritual puede ser llevado  “en no menor grado sufriendo y rezando”… Pero él, en conciencia, ha tomado otro camino.
Da gracias y “pido perdón por todos mis defectos”.
Han pasado ocho años. Siempre he seguido los Papas de mi vida. A este mucho más. Leyendo todo lo que decía. “¡Qué pontificado!”, me escribía mi amigo Mario, poco antes de su muerte.
Efectivamente, en poco tiempo ha enderezado muchas cosas. Decían: ‘No se ganará a los jóvenes’. Y se los ganó en las tres JMJ en las que ha participado. Muchos de sus viajes fueron difíciles –Chequia, Tierra Santa, Reino Unido, Alemania…–. Profetizaron un fracaso, pero al final sus palabras, en todas esos lugares, han sido proféticas. Una maravilla. En las audiencias semanales ha llegado a tener más personas que su predecesor… Ha sido muy claro y muy firme corrigiendo los abusos en la Iglesia. “El barrendero de Dios”, le han llamado. Pocos teólogos contemporáneos han sabido poner en circulación armónica fe, verdad, razón, libertad, caridad. Y un lago etcétera.
Este pontificado, breve pero intenso, ha preparado un buen camino para su sucesor. Seriedad y claridad en la Iglesia: ante la pederastia o lo negativo, tolerancia cero. Una prioridad: la santidad. Además un regalo inmenso de cuyo alcance pocos se dan cuenta: los tres libros sobre “Jesús de Nazaret”. Con su categoría de teólogo y la discreta cobertura de Pontífice, nos ha dicho que el Jesús de nuestra fe es el Jesús histórico. Ante un sutil semi-racionalismo infiltrado hoy ha sido claro y rotundo: “Si Dios no tiene poder también sobre la materia, entonces no es Dios”.
¡Gracias, Benedicto XVI! Y de paso, ¡bienvenido sea su sucesor! Puede contar totalmente con la fidelidad, el cariño y la oración de este marianista ya anciano que ha visto cómo el Espíritu Santo ha hecho maravillas con los sucesivos Papas de su vida. ¡Gracias, Señor!