Los que el domingo pasado participamos en la Santa Misa pudimos escuchar un texto de la carta de san Pablo a Timoteo de una gran actualidad hoy, tanto a escala nacional como a escala mundial. Pablo en su carta a Timoteo le exhorta a orar por los que gobiernan; la exhortación de Pablo cobra, en estos momentos precisos que estamos viviendo, una actualidad inusitada. Vivimos una situación crucial, nada fácil, en la que los que nos gobiernan o aspiran a gobernar necesitan de luz y sabiduría, para superar cuando menos oscuridades, perplejidades enormes para gobernar; están desconcertados, no encuentran soluciones claras, justas y acertadas y nos llevan al desconcierto a los gobernados por ellos, y, en algunas ocasiones, a la ruina; en esos momentos cruciales y decisivos para la humanidad de mañana en los que nos encontramos, hemos de orar por los que gobiernan o aspiran a gobernar; porque los que gobiernan en el mundo entero necesitan de manera especial en esta situación la oración de todos nosotros. Como san Pablo a Timoteo, me hago eco de su exhortación y recomiendo hacer oraciones, plegarias y súplicas por ellos, por los que nos gobiernan en el mundo, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, justa y de paz, que es inseparable del bien común.
Ante la situación que nos envuelve y amenaza al mundo entero es preciso y urgente que se despierte en el corazón de todo el mundo una firme decisión de rechazar las vías de la violencia, del engaño y de la mentira, del fraude, y luchar contra toda semilla de odio, desigualdad y división en el seno de la familia humana y trabajar por el advenimiento de una nueva era de cooperación universal, de lealtad, inspirada en los más altos valores de solidaridad, verdad, justicia y paz. Y por eso es preciso orar por los que rigen los destinos de los pueblos o aspiran a regirlos: que, en todas sus decisiones, les mueva el respeto a la dignidad de la persona, a los derechos humanos inalienables y la implantación de la justicia, que es condición indispensable para una libertad auténtica y una paz verdadera y duradera, y la búsqueda por encima de todo del bien común. Estamos necesitados de que se cumpla en el momento actual hacer lo que Dios quiere, esto es, implantando la justicia social, viviendo en atención y respeto a los pobres, llevando a cabo una distribución justa de la riqueza, sin absolutizar el dinero, y sin aprovecharse del mismo para los solos intereses propios. En el siglo que nos encontramos la Humanidad tiene la oportunidad de hacer grandes avances contra algunos de sus enemigos tradicionales: la pobreza, la enfermedad, la violencia. De nosotros depende que a un siglo de lágrimas, el siglo XX, le siga un siglo XXI que sea tiempo auroral para el hombre, “nueva primavera del espíritu humano”.
Las posibilidades a disposición de la familia humana son inmensas, si bien no siempre suficientemente manifiestas en el mundo, en el que demasiados hermanos y hermanas nuestros sufren hambre, desnutrición y falta de acceso a la sanidad y a la educación, a la libertad en la verdad y el amor, o se hallan gravados por gobiernos injustos, conflictos armados, desplazamientos forzosos y nuevas formas de servidumbre humana. Se requiere amplitud de mirada y generosidad para aprovechar las oportunidades a nuestra disposición, especialmente por parte de quienes se han visto bendecidos con la libertad, la riqueza y la abundancia de recursos. Las apremiantes cuestiones éticas suscitadas por la división existente entre quienes se benefician de la globalización de la economía mundial y aquellos que se ven excluidos de dichos beneficios exigen respuestas nuevas y creativas por parte de la comunidad internacional. La revolución de la libertad en el mundo debe verse completada por una “revolución de oportunidades” que haga posible que todos los miembros de la familia humana gocen de una existencia digna y compartan los beneficios de un desarrollo auténticamente global.
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Esto quiere decir también que Dios quiere que todos los hombres vivan en la verdad de ser hombres: criaturas suyas, amadas por Él hasta el extremo, dotadas de una dignidad inviolable. Dios quiere hacer partícipes a todos de su amor, amor que se manifiesta en los beneficios de la tierra destinados a todos los hombres y no a unos pocos. Y la verdad de todo es Cristo, el mediador único entre Dios y los hombres. En esta hora que estamos viviendo necesitamos convertirnos a Dios, volver a Dios, centrar nuestra mirada, nuestro corazón y nuestras vidas en Jesucristo. La humanidad lo necesita. No podemos servir a Dios y al dinero. No podemos servir a Dios y a esta sociedad en la que todo parece que tiene que ser economía, dinero, poder, hedonismo a toda costa, utilitarismo sin límite en todo. Necesitamos convertirnos a Dios en esta sociedad tan materialista, en la que parece que sólo cuenta el dinero y el placer, que se han convertido en verdaderos ídolos, a los que el hombre se supedita y se postra, en los que centra todo interés. Necesitamos a Dios, en quien está la verdad del hombre y su dignidad. Sí, lo necesitamos y rechazar esto, como ocurre ahora, es camino abierto que conduce a lo que tenemos y es urgente superarlo de cara al futuro. Déjense los que gobiernan el mundo o las naciones de encerrarse en intereses particulares de mirada corta y poco inteligente y tengan otras miras más hondas, no tan superficiales y ruinosas, miras de humanidad y bien común, miradas de inteligencia, de razón, de sabiduría política y de sentido común, y las cosas cambiarán.
Por eso mismo si queremos sobrevivir y prosperar, las estructuras económicas y políticas que acompañan a esta sociedad deben estar regidas por una visión cuyo centro sea la dignidad otorgada por Dios y los inalienables derechos de todo ser humano inscritos en su naturaleza, desde el momento de su concepción hasta su muerte natural. Cuando algunas vidas, con inclusión de los no nacidos, se ven sujetas a las opciones personales de otros, deja de quedar garantizado cualquier otro valor y derecho, y la sociedad acaba inevitablemente regida por intereses y conveniencias particulares, que niegan y destruyen el bien común. No puede mantenerse la libertad en un clima cultural que mide la dignidad humana en términos estrictamente utilitarios. Jamás había sido tan apremiante la necesidad de infundir nuevo vigor a la visión y determinación moral esenciales para mantener una sociedad justa y libre. Esto es lo que se nos pide a todos hoy: que no tengamos más que un sólo Señor, Dios, que quiere a todos los hombres, que hace salir su sol sobre buenos y malos, que quiere que todos los hombres se salven y conozcan y vivan en la verdad y en el amor que nos libera y nos hace libres, que perdona siempre y sin límites, que no quiere la exclusión de nadie ni tampoco la exclusión de sus bienes a nadie, y que vivamos como verdaderos servidores suyos con y en libertad, porque ahí es donde está la verdadera realización del hombre que vivirá en el amor, realizando la justicia, volcándose en favor de los más pobres, acogiendo a todos y trabajando por la paz, no utilizando nada ni nadie en favor exclusivo del propio interés como “administradores infieles que barren para su propia casa”.
Que Dios conceda vivir así y que ayude a los gobernantes de todo el mundo a que se abran a esta manera de ver las cosas como Dios las ve, y que les de fortaleza para hacerlas realidad en este mundo tan necesitado de superación de toda violencia y de implantación de toda justicia y paz.