Nos encontramos en un 27 de marzo y no puedo menos que evocar aquel 11 de marzo del atentado de Madrid hace unos años en la estación de Atocha, terrible, espantoso. A todos nos dejaron conmocionados aquellas perversas acciones de Satanás contra nosotros; hoy seguimos afectados y espantados. El príncipe del odio y de la mentira dio un zarpazo sobre España, y la sembró de muerte y de llanto, de destrozo y de quiebra de humanidad; nuestra historia y nuestro destino han quedado marcados con una herida profunda, que no sólo no se ha curado, sino que sigue abierta como tantos signos evidencian; todo o casi todo cambió en España a partir de aquel execrable atentado.
Hoy, con fe y confianza en la inconmensurable misericordia de Dios, que es amor infinito e inmenso en su piedad, elevo mis plegarias y ofrezco, como vengo haciendo todo este mes, el santo Sacrificio de la Misa por las víctimas de aquel horrible 11 de marzo: los que murieron, los que quedaron heridos en su cuerpo o en su espíritu, y sus familias. También asocio a esta plegaria y a este santo sacrificio a todas las víctimas del terrorismo y a sus familias. Desde hace ya muchos, demasiados años, las gentes de España nos sentimos heridas, humilladas y maltratadas por la inhumana y cruel violencia terrorista. Desde todos los rincones de nuestra patria se ha elevado un grito paciente, cada día más intenso y creciente, contra ese cruel azote de la violencia terrorista, que nada ni nadie puede justificar por ser de todo punto injustificable; así también se eleva poderoso un clamor de apoyo y solidaridad con las víctimas que lo han sufrido tan en carne propia, hasta que gracias ha Dios ha desaparecido en este momento. Quienes tenemos fe, en medio de esa amargura, traemos a la memoria palabras consoladoras y de fortaleza de Jesucristo, que gustó el sabor amargo de la muerte injusta y sin defensa: «Venid a mí todos los que andáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, y encontraréis vuestro descanso». Sí, Jesucristo constituye nuestro descanso. Vayamos a Él, volvamos a Él, convirtámonos a Él. Esta sociedad nuestra, tan quebrada, le necesita, necesita estar con Él, aprender de Él, seguirle para que todo cambie y el príncipe de la mentira y de la violencia, el instigador del mal, no tenga lugar ni parte entre nosotros.
Aquel 11 de marzo marcó un hito en nuestra historia. Aquellos hechos pesan, siguen pesando, sobre España como una losa opresora de la que necesitamos liberarnos. Además del terribilísimo mal que en sí mismos originaron aquellos atentados: los 192 muertos, tantos heridos, tantas familias destrozadas, y tanta y tan grave quiebra de humanidad; aquellos hechos ponen, además, de manifiesto la extensión del mal en nuestro mundo, lo poco que importa el hombre que se le somete a intereses inconfesables, el «infierno» presente en medio mismo de nuestra sociedad, cantidad de interrogantes que afectan al sentido de la vida, de la historia, de la política, …, y, sobre todo, la pérdida del sentido de Dios y de la vida. Es verdad que aquellos espantosos hechos, aún no esclarecidos en su verdad más real y honda, aunque sean extremos y de una minoría en sus ejecutores y en sus inductores, ponen de relieve a dónde puede conducir la violencia humana, la fuerza del mal que es capaz de desplegar el corazón y la mente humana cuando no se deja a Dios ser Dios, cuando se le manipula o falsifica, cuando no cuenta, se diga lo que se diga, en la vida personal y social, o cuando el hombre no vale nada a los ojos del hombre o se supedita a los intereses que sean. Aquellos hechos nos hicieron, nos hacen ver, lo inhumano e injustificable del terrorismo, que con tan gran acierto definió y valoró la Conferencia Episcopal Española sobre el fenómeno del terrorismo, como obra de Satán, que en el fondo, denota la gran ausencia de Dios, por supuesto en los terroristas, pero también en una sociedad en la que puede nacer y crecer como tierra de cultivo tan espantosa y perversa realidad.
La cuestión principal que está en juego en nuestros días, tengámoslo muy presente, es el reconocimiento de Dios y vivir ante Él como corresponde a su reconocimiento, es decir, en la adoración y en la fe, en el cumplimiento de su voluntad y querer y en la aceptación de su designio, que es siempre de misericordia y amor en favor del hombre, de liberación y salvación de cuanto nos oprime y amenaza, de paz y gozo y nunca de aflicción. Aún cuando el príncipe de la mentira, el diablo, se muestre tan activo, aún cuando las fuerzas del anticristo emerjan, aún cuando la dureza del corazón humano se muestre con su cara de violencia y de destrucción, no podemos vivir desalentados como los que no tienen esperanza. La fe que profesamos, en la que está nuestra victoria, nos anima en nuestros días: Dios es amor, Dios, por amor, nos ha creado y redimido; su fidelidad es eterna. Por la fe en Jesucristo, tenemos la firme certeza de que Dios no abandona nunca al hombre y que lo ha apostado todo por él; es leal y jamás nos falla. Pero necesitamos volver a Dios, necesitamos convertirnos a Él. Si no nos convertimos pereceremos.
Pero aún siendo así, sin ningún ápice de condena de nada ni de nadie, reconozcamos, al mismo tiempo, que, en nuestro mundo de hoy, se palpan innumerables signos de cómo este mundo se está alejando de Dios. Es verdad, que, sin embargo, Dios no se aleja de él; tal vez está aún más cercano que nunca, porque este mundo más necesita de su compasión, de su piedad, de su misericordia, de su sabiduría y de su amor. Necesita volver a Dios, acudir a Él convertirse a Él. Y si no, pereceremos; sin Dios nos destruimos, sin Dios, nos sumergimos en un infierno devorador del hombre.
En efecto, ¿qué significan si no es lejanía respecto de Dios los atentados contra la vida humana, como es el execrable terrorismo, o los miles y miles, millones incluso, de abortos legales cada año en el mundo, o las legislaciones o propósitos legalizadores de la eutanasia, o de los casos de eutanasia practicada fraudulentamente, o la experimentación y comercio de embriones -verdaderos seres humanos-, o el negocio de la compraventa de órganos humanos, o el de la droga, o ese creciente número de suicidios en tantas partes? ¿Qué nos dicen los genocidios, las guerras tan crueles del pasado siglo, los campos de exterminio nazis o los gulag soviéticos, la esclavitud a la que están siendo sometidos sudaneses o las torturas perpetradas en nuestra hermana Venezuela, la inhumana pobreza de tres cuartas partes de la humanidad mientras una cuarta parte vivimos en la abundancia?¿Qué comporta el relativismo, el escepticismo y la quiebra moral tan aguda que padecemos donde no se sabe lo que es bueno y lo que es malo, lo que es válido y valioso en sí y por sí para todos, lo que pertenece a la ley natural y universal, y no porque así lo he decidido yo mismo u otros, o los poderes, aunque sean mayoría? ¿Por qué la tan amplia y repetida vulneración de derechos fundamentales en esta etapa de la historia, o la crisis tan aguda que sufren hoy el reconocimiento y fundamentación de tales derechos humanos, y, al tiempo, la creación artificial de «nuevos derechos» por las mayorías parlamentarias o grupos de opinión con amplio poder e intereses?¿No son reflejo de lo mismo, de ese olvido de Dios, las formas y modos con que está siendo tratada la familia, a la que se quiere desvincular de su fundamento natural que es la unión fiel e indisoluble del hombre y de la mujer abierta a la vida, como ha sido desde el principio?¿Qué pensar de la ideología tan insidiosa y tan dañina y destructora como la de género, propiciada por el nuevo orden mundial, tan contrario a las raíces cristianas, las que sostienen Europa y América?¿Qué pensar de ese nuevo orden mundial que se propugna desde poderes no tan anónimos, enteramente economicista, tan contrario a la persona, al bien común, a la familia, a los derechos humanos fundamentales como el de la libertad, la familia, la verdad? ¿Qué decir de la postura tan generalizada de nuestra cultura dominante para la que parece que la verdad no cuenta o no existe la verdad, o que la afirmación de la verdad absoluta y universal sea entendida como dogmatismo, fundamentalismo o fanatismo a extirpar?.
Podríamos seguir planteando interrogantes y más interrogantes; nos llevarían todos a la misma realidad: el olvido, la ausencia de Dios, el caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. Buena parte de este olvido de Dios se manifiesta en el laicismo reinante, en una amplia y honda secularización de nuestro mundo occidental y también la secularización interna a la propia Iglesia, la más grave de todas, o la apostasía silenciosa, los pecados tan aireados hoy de algunos de sus miembros en el mundo clerical, y las deserciones de tantos cristianos, la mediocridad de nuestra fe y vida cristiana, la incapacidad para evangelizar, la falta de fortaleza para ser testigos de la fe en nuestro mundo. Todo ello refleja la pérdida del sentido de Dios o su olvido, la gran fragilidad con la que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe. Aquí está la clave de lo que nos pasa.
En el Evangelio, se escuchan palabras de Jesús que nos dicen con fuerza: «Si no os convertís, pereceréis». Ahí está el futuro del hombre y de la sociedad. No puedo callar esto. Sería un mal pastor si no lo comunicase a todos, con un amor muy grande que tengo a todos, como sólo Dios sabe. Es preciso reconocer la necesidad de convertirnos a Dios si queremos que haya un futuro verdadero para la humanidad. La verdad del hombre está en Dios. Ésta es, en efecto, la verdad del hombre y su grandeza: está hecho por Dios y para Dios. Ahí se condensa la más verdadera y genuina antropología, de la que andamos tan necesitados en nuestro tiempo, en el que todo parece mirarse a ras de suelo y en el que todo trata de resolverse de manera inmanente a este mismo mundo con la confianza puesta únicamente en sí mismos y tratando de comprenderse sólo con criterios y medidas inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes. Necesitamos convertirnos a Dios para que el mundo no sea un infierno, porque ¿qué es el infierno, sino la ausencia de Dios?. La Iglesia, nosotros los cristianos, convertidos a Dios, enraizados en Él, fundamentados en Él, viviendo de Él, en su Hijo Jesucristo y por la fuerza del Espíritu Santo, tenemos como misión acercar a la tierra el cielo, que es presencia de Dios, que es presencia permanente de su amor, que es vivir, honradamente como el justo, en la verdad que nos hace libres. La Iglesia existe para llevar a los hombres a Dios y hacer posible que vivamos en su amor, para quien cada hombre es un hombre, y merece todo respeto, ayuda y amor.
En este día, años después de la masacre de la estación de Atocha, con esta Iglesia que tanto sufre en la muerte, herida o extorsión de sus hijos víctimas, y en sus familias, confío a la misericordia y al amor infinito de Dios, Amor sin límites y hontanar y defensa de la vida, a las víctimas de aquella violencia diabólicamente desatada pocos años, como también a todas las víctimas del terrorismo o de ese otro terrible crimen que es el abuso de menores, así como a sus familiares queridos, con los que tan cercano y unido me siento y oro. Que Dios compasivo y fiel y Jesucristo, que lloró ante su amigo Lázaro o ante la Jerusalén que proscribía a los profetas, acompañe a las familias, y les conceda abundancia de consuelo y de fortaleza. Que el Príncipe de la Paz, Jesucristo, convierta el corazón de los terroristas, de los abusadores y de quienes los apoyan, inducen o encumbren, para que vuelvan a Dios y cesen en sus acciones criminales. Que Dios ilumine a quienes tienes responsabilidades en el Estado para que posibiliten una España justa, asentada en la verdad, y libre. Que Dios ayude al pueblo español a caminar, guiados por su luz, y pueda caminar en verdad y amor y sea un pueblo de hombres y mujeres verdaderamente libres y con esperanza y se asiente en principios éticos y morales. Invoquemos la piedad y misericordia de Dios sobre España, para que viva en concordia y en paz y esto tiene mucho sentido aún mayor sentido cuando en estos días hemos sido convocados a elegir a nuestros representantes en la instituciones europeas, nacionales, autonómicas y locales.