La Santa Madre Iglesia, como verdadera madre, dispone el corazón de sus hijos, con la proclamación de las lecturas de la palabra de Dios que estamos escuchando estos domingos, a vivir los días santos de la semana por antonomasia santa en la que contemplamos y celebramos los misterios de nuestra fe: los de la redención y el perdón de nuestros pecados, los de la salvación de nuestras vidas, los del amor infinito de Dios a los hombres que llega hasta la cumbre, hasta el extremo, de entregar su vida por nosotros su Hijo Unigénito Jesucristo, enviado y venido al mundo no para condenarlo sino para que el mundo se salve por Él. En el acontecimiento de la Cruz ha llegado a su culmen el amor y la misericordia que Dios nos tiene: en ella nuestros pecados han sido perdonados, el poder del pecado y de la muerte han sido vencidos, la destrucción a la que estábamos abocados por el pecado ha sido restituida y reparada. ¡Qué nuevo es todo esto! “No recordéis lo de antaño, dice el profeta Isaías, no penséis en lo antiguo”, nuestra antigua servidumbre del pecado ha desaparecido en Cristo Jesús: “Yo no te condeno”, le dice Jesús a la mujer sorprendida en adulterio; vete y no peques más”. Esto es algo nuevo. Dios lo realiza: “ya está brotando, en Jesús, en la Iglesia, en su ministerio de reconciliación y del perdón de los pecados en aplicación de los méritos de Jesús en su pasión y muerte sufrida por nosotros y para nuestra salvación”.
Dios es así y actúa así, como lo veíamos en el texto evangélico de hace dos domingos cuando criticaban a Jesús los fariseos porque acogía a los pecadores y comía con ellos y les narró la parábola del buen padre y del hijo pródigo; porque es misericordia, no lleva cuentas del mal y perdona siempre. Dios es así y actúa así, como vemos en el pasaje evangélico que leíamos el último domingo en la Santa Misa: no condena, no quiere la muerte del pecador, perdona. En Jesús, una vez más, vemos el rostro de Dios que ama, que es misericordioso, que perdona siempre, por encima de las leyes condenatorias de los hombres. Dios perdona siempre; los hombres algunas veces, pocas, y la naturaleza nunca. Nada hay irremediable, todo puede ser salvado, todo puede ser reemprendido y renovado. “¡Ánimo! Yo no te condeno, vete, en adelante no peques más!”. Perdona a la mujer pecadora y confía en ella: “no peques más”.
Es muy hermoso todo lo que escuchamos en este breve pasaje del Evangelio. Mirad: Primero nos dice que Jesús estaba solo en el monte orando, oraba solo, estaba a solas con el Padre Dios. Jesús, después, se presenta en el templo y el pueblo acudía a Él, a Jesús, Él en medio del pueblo. Todo el pueblo acudía a Él, a escuchar su palabra, y es que la gente de corazón abierto está necesitada de la palabra de Dios. Hay otros, ciertamente, que no le escuchan como aquellos que llevan a la mujer para condenarla: “esta es una tal, una adúltera”. Tenemos que hacer lo que manda la ley que es apedrearla, matarla. Así son las cosas: Nosotros mismos somos ese pueblo que, por una parte quiere oír a Jesús, pero por otra, a veces nos gusta hacer daño a los demás, condenamos a los demás. ¡Cuánta condena y descalificación existe hoy! Jesús solo con el Padre. Al final lo habían dejado solo con la mujer pecadora, porque eran pecadores y nadie podía arrojar la primera piedra. ¡Qué soledad la de Jesús, fecunda soledad, primero con el Padre, después a solas con la pecadora: la soledad de la misericordia con aquella mujer!
El mensaje de Jesús es éste: la misericordia: “No he venido para los justos, yo he venido para los pecadores; misericordia quiero y no otra cosa”. Se sienta a la mesa amarga de los pecadores. Misericordia; toda su vida es manifestación de la misericordia, lo que Dios es y quiere. En el episodio de la mujer adúltera Jesús nos lo dice todo, nos dice: ¡misericordia! Jesús salva de la condena a muerte. “Conmueve la actitud de Jesús: no oímos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solamente palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión: ‘ Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más’” (Papa Francisco). Dios es así y actúa así, es Padre que siempre tiene paciencia y espera; la paciencia que tiene para conmigo, para con cada uno de nosotros, para con todos. Ésa es su misericordia. Siempre espera y tiene paciencia, paciencia para con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos y somos capaces de volver a Él con el corazón contrito, por su gracia. “grande es la misericordia del Señor, es eterna su misericordia”. Es verdad, “Dios ha estado grande con nosotros y estamos alegres!, con la alegría que veíamos hace dos domingos en la parábola del hijo que volvió junto a su Padre.
Jesús, Hijo unigénito de Dios, ha venido a los pecadores, ha venido para nosotros cuando reconocemos que somos pecadores; como aquel publicano-pecador que oraba al final del templo: “ten compasión de este pecador”. No conocemos el corazón del Señor que está abierto siempre a la miseria humana, a nosotros, miserables pecadores. Así nos privamos de la alegría de sentir, encontrar, experimentar su infinita misericordia. Acerquémonos a Él, a su Hijo, gustémosle, probemos a vivir de Él y veremos cuán dulce y esperanzadora es su misericordia. Él se olvida de nuestro pecado; no lleva cuenta de nuestros delitos; perdona, se olvida de todos ellos, nos abraza y nos dice solamente como a la mujer pecadora: “Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más”. Volvamos al Señor. El Señor nunca se cansa de perdonar, ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Pidamos la gracia de no cansarnos de pedirle perdón, porque Él nunca se cansa de perdonar. Pero no olvidemos lo que le dice a esta mujer pecadora: “No peques más”. Cambia de vida, lleva una vida conforme al querer de Dios manifestado en su misericordia, en su amor. Con el perdón de Dios recibimos la llamada a no pecar en adelante, a no caer de nuevo en el pecado a llevar una vida purificada y limpia de pecado, santa.
Jesucristo nos ha descubierto la verdad de Dios, su verdadero rostro, el del Padre que siempre perdona. Jesús hace lo que hace el Padre y ve en Él, Jesús nos muestra a su Padre y nuestro Padre que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Aprendamos también nosotros de Él a ser misericordiosos con todos, a perdonar siempre recibiendo y acogiendo siempre el perdón del Señor: “Perdona nuestra ofensas como perdonamos a los que nos ofenden”. Hermanos, ¡qué maravilla! Así es Dios y actúa así, como lo vemos en Jesús. Vayamos a Él, acerquémonos a Él, conozcamos a Jesús, y veremos cuánta verdad hay en lo que san Pablo, que ha experimentado esa misericordia en su vida, dice a los Filipenses; “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en Él con la justicia que viene de la fe de Cristo, la que viene de Dios y se apoya en la fe”. Esto cambia el mundo, lo renueva en sus raíces. Volvamos a Jesucristo, volvamos a la misericordia del Padre, y el Señor cambiará el curso de la vida y de la historia, nos parecerá que estamos soñando, la boca se llenará de cantares y de alegría.
Comuniquemos esta alegría al mundo, seamos testigos de esta alegría, la de la misericordia del Señor que hace posible ya en medio nuestro un mundo verdaderamente nuevo y una humanidad enteramente nueva, renovada por la misericordia del Señor, por su perdón que siempre nos ofrece y concede si estamos dispuestos a recibirlo.