En su reciente Mensaje para la Cuaresma, el Papa Francisco nos invita a incrementar la caridad en nuestras vidas. Él bien sabe que sin amor nada es posible, y con amor nada es imposible. Ciertamente será el fuego de la caridad el que salve al mundo, el que ponga un freno al mal, cuyas garras siguen lastimando sin piedad a tantos hermanos nuestros. Avivemos, pues, la llama del amor en nuestros corazones. La hora presente, con su cúmulo de aflicciones, lo está exigiendo de nosotros. Es urgente que la caridad no se reduzca a un simple vocablo, usado hasta la saciedad pero sin respaldo real en las conductas. Es fundamental que el amor deje de ser una vaga teoría, un propósito abstracto, para pasar al ámbito del testimonio, de la vida concreta.
Las estadísticas de la miseria en el mundo están reclamando imperiosamente que se dilate la caridad, que nuestro estilo de vida abandone la senda de los caprichos veleidosos y se caracterice por una generosidad abierta a todos, nacida de un sincero amor al prójimo y llena toda ella de un espíritu de sacrificio y abnegación.
Que el mapa mundial del sufrimiento humano, con esas personas que viven en las periferias de muchas ciudades, hacinadas y cubiertas de desolación y abandono; que todos esos pueblos privados de comida, de vestido y de casa; que todos esos niños necesitados de auxilio, toda esa increíble cantidad de desfavorecidos que llaman a las puertas de los países más pudientes, interpelen nuestras conciencias y dispongan nuestras manos a la solidaridad activa.
En esta Cuaresma las cuantiosas necesidades que atenazan a los pobres de la tierra nos han de llevar a tener los mismos sentimientos del Buen Samaritano de la parábola evangélica (cf. Lc 10,25-37), que no dejó tirado en la cuneta al que encontró maltrecho y agonizante. Por el contrario, lo socorrió con solícita caridad. Inspirado en ese ejemplo, el papa Francisco ha hablado de la Iglesia como hospital de campaña, que atiende a cuantos se hallan desolados y menospreciados. En un hospital de ese tipo no hay burocracias paralizantes, ni prejuicios, ni pretextos. Hay solo cercanía, proximidad, prisas para no dejar a nadie al margen. Hay solo un amor que no se cansa, que se vuelca sin reparos en los más vulnerados y vulnerables.
Animados por esta imagen y siguiendo las huellas de Jesucristo, de quien era figura el piadoso samaritano, sanemos también nosotros las llagas de la humanidad doliente. Aprendamos bien esta lección para ponerla en práctica durante esta Cuaresma y, como preparación a la Pascua, reivindiquemos como misión propia esta labor de curar las heridas de cuantos se desangran por la penuria, el hambre, la violencia, la injusticia, la corrupción, la soledad, el desempleo, la depresión… Es mucho lo que podemos y debemos hacer. El amor puede adquirir mil formas en nuestra vida para no permitir que nadie quede atrás.
La Cuaresma es tiempo para poner todo lo mejor de nuestra parte para ayudar a los menesterosos, dar consuelo a los afligidos, protección a los débiles, compañía a los que están enfermos o atribulados. Así iremos despojándonos del pecado que nos envejece para vestirnos de la novedad del Evangelio. Lo conseguiremos si oramos, si suplicamos a Dios que nos otorgue un corazón nuevo. Será el Espíritu de Cristo el que obre este milagro si lo pedimos con fervor en estos días y dejamos que sus dones fortalezcan y aviven en nosotros la llama pujante y redentora del amor.