5-10-2016
Al hombre de nuestro tiempo, desgarrado y dividido por tantos fragmentos de verdad, sin encontrar todavía su tan necesitada unidad, es preciso ofrecerle aquello esencial que requiere para dar sentido a su vida y orientar su existencia por el camino certero de la verdad. En la afirmación de Juan, «Dios es amor», tenemos, en efecto, el núcleo de la fe y el fondo de la realidad del hombre. Como nos ha dicho el Papa Benedicto, el texto de la carta de san Juan, expresa «con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino» (n.1). Nos muestra la entraña misma, la esencia o novedad del cristianismo, es cierto; pero inseparablemente ofrece tanto a los cristianos, como a todo hombre de buena voluntad, lo que concierne a todos, lo que es válido y universal, lo que es decisivo a todo hombre y a la comunidad humana en cuanto tal, lo que está en el fundamento: El amor, la verdad que se realiza en el amor, «del cual Dios nos colma y que nosotros debemos comunicar a los demás» (Deus  Caritas est, n.1).
En el amor, en el amor cristiano, en el Amor que es Dios está la clave de todo. Nos recuerda el Papa: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n.1).
No es una idea, no es un conjunto de valores, no son las soluciones de la ciencia y de la técnica, las que nos salven y sean capaces de responder a los grandes desafíos de nuestro tiempo, sino un acontecimiento, una Persona, en quien hemos conocido el amor: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió  al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4, 8). «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en Él tengan vida eterna» (Cf Jn 3,16); ahí está le verdad del amor, en esto consiste: «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados»; ahí, en el Hijo único, víctima propiciatoria en la Cruz, se esclarece la verdad de Dios y la verdad del hombre y se nos descubre la grandeza de ser hombre y de nuestra vocación de hombres (Cfr   GS 42).
Ante un mundo tan falto y necesitado de amor -a la vista está- como es el nuestro, con tan grandes problemas de humanidad,  Benedicto XVI nos dice con toda sencillez y libertad que «el amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros» (n.2). A partir de ahí y en ese Amor que se ha hecho hombre, se nos ha revelado y conocemos que la equivocidad con que se utiliza en nuestros días el término «amor» y a pesar de sus manifestaciones tan diversas, y de las ideas o concepciones abstractas sobre él, el amor, en último término es uno sólo: el amor de Dios encarnado y crucificado, donde radica, a su vez, la originalidad misma del cristianismo, lo que nosotros, cristianos, podemos y debemos aportar a los hombres, la riqueza que debemos ofrecerles: el testimonio de Dios vivo que es amor.
No consiste esta originalidad o novedad en «nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito» (n. 12). Dios, Razón creadora, que es Bondad suma y Amor sin límites, «tiene un rostro. Se ha mostrado como hombre. Es  tan grande que se puede permitir hacerse pequeñísimo. Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama  hasta el punto de dejare clavar por nosotros en la Cruz para llevar los sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que conocemos las patologías y las enfermedades de la religión y de la razón, las destrucciones de las imágenes de Dios a causa del odio y del fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos y profesar convencidos el rostro humano de Dios. Sólo esto nos libera del miedo a Dios, un sentimiento del cual, en definitiva, nace el ateísmo moderno. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia existencia. Sólo mirando a Jesucristo, nuestra alegría en Dios alcanza su plenitud, se hace alegría redimida» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración de la Santa Misa en la explanada de  Islinger Feld de Ratisbona, 12, 9, 2006).
Por eso, poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan, ayuda a comprender la realidad y la verdad de Dios, de «Dios que es amor», y del Hombre, criatura amada  por Dios. «Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. y desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» (n.12), en el que, en modo alguno, son separables el amor de Dios y el amor a los hombres, como dan testimonio los santos, enseña de la verdad del hombre. «No se trata ya de un ‘mandamiento’ externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor» (n. 18) «Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4, 7). Por eso mismo nos dice Jesús: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneced en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor (Jn 15).
Nuestro Proyecto Pastoral Diocesano ha de tender y encaminarse a «tener los sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5): a amar como Él nos amó, con su caridad; suscitar o fortalecer la fe que se expresa por la caridad, cuya fuente es la Eucaristía, sacramento de la caridad.