15-04-2016
Con ocasión de la Jornada Mundial de oración por las vocaciones, escribo esta carta a todos los diocesanos estamentos de esta diócesis, en sus diversos carismas y misiones.
La urgencia del cultivo de las vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada es una de las necesidades más apremiantes de la Iglesia. Lo sabemos bien. Pero es necesario repetírnoslo constantemente, porque parece que no nos lo creemos, porque, si somos sinceros, no nos preocupamos más de ellas.
Hacen falta muchas vocaciones sacerdotales y religiosas. El nuevo esfuerzo creador en la nueva evangelización de nuestro mundo, y en nuestra diócesis, es una magna empresa que no puede demorarse; y para ella se necesitan ya, sin aplazamiento de tiempo, muchos más sacerdotes, religiosos y religiosas de los que contamos en estos momentos. Está en juego el futuro de la Iglesia y de la sociedad, más aún -lo digo con toda verdad- de la misma humanidad, del hombre.
Todos los cristianos, por el hecho de serlo, estamos comprometidos en la misión evangelizadora siempre permanente, actual y urgente. Todos así mismo debemos mostrar de manera real y efectiva la disponibilidad de toda nuestra vida para Cristo, en el estado que Él quiera, donde y como Él quiera, en respuesta al don de su amor que está destinado a alcanzar a todos.
Pero para que esto sea posible en todos es necesario que algunos, en respuesta a la llamada específica y particular del Señor, le sigan en una intimidad mayor y se consagren enteramente a Él a través del ministerio sacerdotal o de la vida religiosa. Promover, cultivar y cuidar las vocaciones para la vida consagrada y para el ministerio sacerdotal -qué duda cabe- es algo a lo que los Obispos hemos de dedicar lo mejor de nuestro esfuerzo y de nuestro tiempo.
Es igualmente una exigencia ineludible y principal de la caridad pastoral el que cada presbítero, secundando la gracia del Espíritu, se preocupe de suscitar al menos -digo “al menos”- una vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio y de llamar a los jóvenes a las distintas formas de vida consagrada.
Todos los cristianos, “cada uno de nosotros, con su palabra y con su ejemplo, debe convertirse en un ‘apóstol de apóstoles’, en un promotor de vocaciones”. Cristo llama hoy insistentemente a muchos jóvenes; y los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, hemos de ser “los portavoces, gozosos y convincentes, de esa llamada del Señor” (san Juan Pablo II) .No llama menos hoy el Señor, ni muchos menos. Hoy las necesitamos todavía más que antes.
Es la familia cristiana el vivero primero, el más ordinario y natural, de las vocaciones. La fuerza y estabilidad del entramado familiar cristiano representan la condición primera para el crecimiento y maduración de las vocaciones sagradas, y constituyen la respuesta más adecuada a la pastoral vocacional. Si leemos atentamente la recentísima Exhortación Apostólica, ‘La alegría del amor’ sobre la familia, nos daremos cuenta de lo decisivo que es esa “alegría de amor” para responder y realizarse en el amor que reclama la respuesta vocacional y la permanencia en ella.
Sin un fortalecimiento de la familia, sin una revigorización de la pastoral familiar, sin una atención prioritaria por parte de toda la comunidad cristiana, de los Obispos, de los sacerdotes, de las parroquias, de todas las personas consagradas, de los laicos más comprometidos en las tareas de la evangelización, no podrá haber un resurgir tan necesario como acuciante de las vocaciones.
Si los Obispos, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los consagrados, los misioneros y los laicos comprometidos nos ocupáramos de la familia e intensificáramos las formas de diálogo y de búsqueda evangélica común, la familia se enriquecería de aquellos valores que la ayudarían a ser el primer “seminario”, semillero, de vocaciones de especial consagración.
Necesitamos orar insistentemente, con toda confianza, sin desmayo y llenos de esperanza, por las vocaciones. Si no oramos no habrá vocaciones. Porque la vocación es don siempre de Dios, Dueño de la mies.
Necesitan orar las familias para que el Señor les bendiga con vocaciones consagradas que surjan de su seno. Necesitamos orar con las familias y por ellas, pidiendo a Dios que les otorgue esa bendición y que abra el corazón de sus hogares a la fe, a la acogida de la Palabra divina y al testimonio cristiano vivo, a vivir “la alegría del amor” para que lleguen a ser manantial de nuevas y santas vocaciones.
Es necesario que, con toda libertad de espíritu y con todo gozo, apelemos explícitamente a la generosidad de los Jóvenes para que escuchen la voz de Cristo si les llama a seguirle en una intimidad mayor en la vida sacerdotal o en la vida religiosa. Invitémosle, sin temores ni complejos de ningún tipo, a que, si les llama, no cierren su corazón a Jesucristo, que necesita de ellos, como ellos necesitan de El. Mostrémosles que la respuesta dócil a la llamada de Jesús en nada mermará la plenitud de sus vidas, sino todo lo contrario: esa plenitud se ensanchará y multiplicará hasta abrazar con su amor hasta los confines del mundo.
Con mi afecto, oración y bendición para todos.