Estamos creando, en España y en todo lo que llamamos ‘mundo occidental’, una sociedad infantilizada y, lo que es peor, infantilizante, en el sentido de que tiende a perpetuar en las nuevas generaciones, pero también en todas las capas y grupos sociales, los comportamientos infantiles, en el peor sentido que podemos dar a esta expresión. Al hablar de infantilismo no nos referimos a las características positivas de la infancia: candidez, capacidad de asombro, emoción y sorpresa, sencillez, ganas de aprender y de explorar lo desconocido, ilusión, inocencia, capacidad de adaptarse a nuevas situaciones; sino más bien, y por desgracia, a las peores actitudes que podemos encontrar en esa etapa vital: inmadurez, exigencia, incapacidad absoluta de sufrimiento, egoísmo, rabia ante cualquier contrariedad, miedo a lo que no se conoce y no se puede dominar, emotivismo irracional, falta de respuesta ante las frustraciones, necesidad de satisfacer los caprichos de forma inmediata, incoherencia en los comportamientos.
Esto lo vemos, con tristeza, en casi todos los ámbitos de la sociedad, desde el campo educativo -con rechazo cada vez mayor al esfuerzo, al trabajo cotidiano, a la disciplina, a la autoridad del docente- hasta la política -con la tendencia reiterada a convertir cualquier capricho u ocurrencia en un ‘derecho’, imponiendo a todos los ciudadanos la obligación de respetar-lo-, pasando por los comportamientos individuales -reclamación permanente de derechos, reales o supuestos, y olvido de las obligaciones y compromisos-. Por suerte, en todos los ámbitos nos encontramos también con multitud de ejemplos de entrega, sacrificio, abnegación, solidaridad, altruismo, donación de sí mismo, desprendimiento y capacidad de compartir los bienes -materiales, como el dinero, e inmateriales, tiempo y disponibilidad personal-.
Quizá uno de los ámbitos en los que se vive esta situación con mayor crudeza es el de la defensa de la dignidad y valor de la vida humana, en todas sus etapas y situaciones: “toda la vida y la vida de todos”, como señalaba san Juan Pablo II en la encíclica ‘Evangelium Vitae’. La sociedad es capaz de emocionarse y preocuparse del bienestar y cuidado de los animales, de compañía o no, al mismo tiempo que opta por la desprotección total y absoluta del ser humano concebido no nacido. Y no es una declaración retórica o teórica, sino que acaba de suceder hace solo unas semanas con la coincidencia de sendas proposiciones en el Congreso de los Diputados.
Somos incapaces de proteger a uno de los nuestros, a un ser humano inocente e indefenso en las etapas iniciales de su vida, rechazando su condición de humanidad, como se llegó a decir, y hasta su capacidad de sufrimiento y sensibilidad, pero nos llenamos la boca de proclamas sobre los supuestos ‘derechos’ de los animales, considerándolos “seres vivos dotados de sensibilidad”. Se da la paradoja de que se aplauden condenas por maltrato a los animales, mientras que se legaliza la eliminación de seres humanos vivos no nacidos. Maltratar a un animal es una salvajada que demuestra la inhumanidad y brutalidad de las personas que lo cometen no porque el animal tenga unos ‘derechos’ sino porque los seres humanos tenemos una obligación moral y personal de no hacer daño, de no causar sufrimiento o dolor a ningún ser vivo. Es nuestra propia condición humana lo que negamos cuando, sea cual sea la supuesta razón o justificación, sometemos a malos tratos a un animal.
Con mucha mayor razón aún, negamos nuestra propia humanidad cuando sometemos a un ser humano a malos tratos, a violencia, a penas inhumanas o degradantes, a torturas, a sufrimientos físicos o morales a cualquier persona nacida o a cualquier ser humano no nacido. Nadie tiene derecho a disponer de la vida de otro, en ninguna circunstancia, con ninguna supuesta justificación, menos aun cuando se trata de seres inocentes e indefensos: nadie es propiedad de nadie, nadie tiene derecho a disponer de la vida de otro, ni de la propia, pues nuestra vida es un don, algo recibido de lo que no podemos disponer. ¡No matarás! es un imperativo moral categórico para toda persona. Clamamos, todos, frente a la violencia contra las mujeres, y la condenamos con toda razón y derecho; pero callamos cuando esa violencia se ejerce en el seno materno, incluso por el ‘delito’ de ser niña.
Cuando hablamos de proteger “toda la vida y la vida de todos” no sólo hablamos de aborto o eutanasia, sino también de terrorismo, pena de muerte, guerras, tortura, manipulación e ingeniería genéticas, eugenesia, pobreza y hambre estructurales, violencia y maltrato en el entorno familiar (mujeres, niños, ancianos). Esto se recoge con meridiana claridad en la Instrucción ‘Dignitas personae’: “La historia de la humanidad ha sido testigo de cómo el hombre ha abusado y sigue abusando del poder y la capacidad que Dios le ha confiado, generando distintas formas de injusta discriminación y opresión de los más débiles e indefensos. Los ataques diarios contra la vida humana; la existencia de grandes zonas de pobreza en las que los hombres mueren de hambre y enfermedades, excluidos de recursos de orden teórico y práctico que otros países tienen a disposición con sobreabundancia; … las numerosas guerras que todavía hoy dividen pueblos y culturas. Éstos son, por desgracia, sólo algunos signos elocuentes de cómo el hombre puede hacer un mal uso de su capacidad y convertirse en el peor enemigo de sí mismo”.
En todas estas situaciones de odio y violencia, Herodes sigue hoy actuando.