En la segunda mitad del siglo XVI español hubo tres hombres que tuvieron una intensa relación e importante influencia mutuas en aspectos tan importantes como su modo de ver y de ser predicadores del Evangelio. Me refiero a San Juan de Ávila (h. 1499-1569), fray Luis de Granada OP (1504-1588) y San Juan de Ribera (1569-1611).
Fray Luis, en la dorada cumbre de la fama y de la terrena andadura, tuvo en el fondo de sí mismo la imagen del Maestro Avila, inmensa, aureolada luz y ejemplo. El discípulo estaba casi del todo ciego y el 15 de junio de 1582 comentaba a Sor Ana de la Cruz: “Ahora mi ordinario: lo que me leen de noche cuando ceno, son las Epístolas del Padre Ávila, y sepa Vuestra Reverencia que la primera del primer tomo se escribió a este pobre fraile cuando comenzaba a predicar […] El Audi, filia también podré yo decir que lo tengo en la cabeza, por haberlo ¬leído muchas veces; y cuando lo leo, paréceme que veo vivo al Padre [Ávila] en aquellas letras muertas, mayormente acordándome cuántas veces platicó conmigo de éstas [materias]”.
Tres años más tarde, por abril de 1585, recibió el dominico una carta de otro discípulo de Juan de Ávila, que tampoco había olvidado al Maestro. Es el jesuita Diego de Guzmán, uno de los primeros que mientras vivió fue fiel a carta cabal. Le insta a que escriba la Vida del Padre. Fray Luis se emociona, quiere y no puede: está viejo, inhábil, le faltan las fuerzas físicas.
«Pídeme Vuestra Reverencia que escriba la Vida del Padre Maestro Juan de Ávila. Bien veo cuánta razón hay para que tal vida se escribiese; más yo estoy ya tan inhábil con la edad para el trabajo de escribir, que no sé lo que podré». Duda: «cuanto a lo que Vuestra Re¬verencia manda de escribir la Vida del Padre Ávila, al principio me quisiera excusar con mis ocupaciones y falta de fuerzas, y agora se me ofrece otro mayor impedimento: porque trayendo a la memoria sus cosas y leyendo sus epístolas, hallo en lo uno y en lo otro tan grandes virtudes que las pierdo de vista, y me hallo insuficientísimo para escribir la Vida de un hombre tan sobrenatural y todo divino, porque me parece que estaba tan transformado en Cristo, que todo lo humano estaba oprimido con la gloria del espíritu. Más todavía eso poco que puede alcanzar mi rudeza entiendo que no ca¬recerá de fruto para todas las personas que tienen por instituto aprovechar a las áni¬mas: porque ciertamente aquí hallarán los tales un perfectísimo dechado en que vean lo que han de hacer y lo que les falta».
Al fin se decide: hará lo imposible. Pide que le manden datos, bo¬rradores; que le auxilien con oración y calor. La redacta en pocos meses. Anhela verla impresa antes de morir. «Quise hacer saber a Vuestra Merced que tengo es¬crito un gran pedazo de la Vida de nuestro santo Padre Ávila».
Cuando la termina, la envía presuroso al Padre Juan Díaz, el editor, y este se entusiasma. Fray Luis, en cambio, no ha quedado satisfecho y así le dice: «Me escribe está muy consolado con la Historia de nuestro santo Padre Ávila. Yo confieso a Vuestra Merced quedó ella muy baja para lo que siento de él, más como yo estoy tan viejo y tan quebrado, no tuve fuerzas para apurar más la materia, como lo hiciera si me tomara con más fuerzas». Añadiendo más abajo en relación con que se la dedica a Juan de Ribera: “la razón es una estrechísima amistad entre nosotros, y muy largas mercedes que me ha hecho y hace para sustentar mis escribientes y para remedio de algunas pobrísimas y santas mujeres que hay en esta ciudad [de Lisboa], y no tengo otra cosa con qué gratificar y servir a un Perlado que tiene por oficio predicar, sino con inviarle la imagen de este predicador evangélico”.
El escrito se publicó por primera vez en Madrid para encabezar la edi¬ción de 1588 -el mismo año de la muerte de fray Luis- de las Obras del Padre Maestro Juan de Ávila. Fray Luis anticipó su autocrítica en la Dedicatoria y en el Prólogo. Toda una época dorada de su vida se le había hecho presente y así escribió esta semblanza del Maestro. Una semblanza en la que, más que rela¬ción de historia, hay un retrato del «ideal» del predicador evangélico. Un ideal que encarnó en grado altísimo el Maestro. El servicio a la Iglesia que es la constante histórica que presidió los sueños y la obra apostólica de fray Luis y que también aparece en esta biografía.
Siguiendo la costumbre de la época, fray Luis en el momento de dedicar su escrito no pensó sino ofrecérselo a un predicador de verdad -don Juan de Ribera, Arzobispo de Valencia y Patriarca de Antioquía- dejando a un lado a otras personas que también podían ser preclaras destinatarias, por amistad con él o por participar del magisterio espiritual de Juan de Ávila. El Arzobispo Ribera milita, según fray Luis, en las filas de los Obispos que personalmente cuidan sus ovejas, como sucedía en «aquellos dichosos tiempos de la primitiva Iglesia». Y es que entre esos Obispos predicadores ve a su buen amigo: «En este número no puedo dejar de contar a Vuestra Señoría, pues, habiendo tan¬tos años que tiene oficio de pastor, siempre procuró que por su mano recibiesen este pasto sus ovejas; y esto con tanta insistencia y tan a la continua, que muchas veces se levantaba del confesionario y se subía al púlpito a predicar, no teniendo por cosa indigna de su autoridad hacer el oficio que el Hijo de Dios hizo en la tierra, cuyos vicarios son los pre¬dicadores». La frase «no teniendo por cosa indigna» lleva su carga de amargura y un poco de ironía. Juan de Ribera tomó el cargo epis¬copal por su lado duro y responsable, sin hurtar el bulto al sacrificio, cosa que fray Luis flageló, sin aflojar nunca las riendas a la crítica, ante el mal
ejemplo de muchos Obispos comodones y mundanos como conocía. Para el dominico, Ribera está cortado por el mismo patrón apos¬tólico de Juan de Avila.
“Por tanto -continúa la Dedicatoria-, habiendo escrito esta Vida del Padre Maestro Juan de Avila, en la cual se nos representa una perfecta imagen del predicador evan¬gélico, no se me ofreció a quién con más razón la pudiese ofrecer que a quien tantos años ha que ejercita este oficio, no con espíritu humano, sino con entrañable deseo de la salvación de los hombres, y de apartar¬los de los pecados. El cual deseo manifestaba Vuestra Señoría en sus sermones, di¬ciendo algunas veces con grande afecto estas palabras: «Hermanos, no pequemos ahora, por amor de Dios». Las cuales palabras, salidas de lo íntimo del corazón, herían más los corazones de los oyentes que cuales¬quier otras más sutiles razones, que para esto se pudieran traer. Porque cierto es que no hay palabra que más hiera los corazones que la que sale del corazón; porque las que solamente salen de la boca no llegan más que a los oídos”.
“De estas palabras hallará Vuestra Señoría muchas en la doctrina de este Siervo de Dios, que aquí se escriben; y junto con esto verá una perfectísima imagen y figura de las partes y virtudes y espíritu que ha de tener el predicador evangélico. Y aunque hay cosas de mucha edificación y pro¬vecho en esta historia, una de las que yo tengo por muy principal son los conceptos que este varón de Dios tenía de todas las cosas espiritua¬les, explicadas y declaradas en las cartas suyas que andan impresas. Por¬que la lumbre del Espíritu Santo, que lo escogió para ministro del Evangelio, le dio el conocimiento del valor y dignidad de las cosas espiritua¬les, las cuales él estimaba y pesaba, no con el peso engañoso de Canaán, que es el juicio falso del mundo, sino con el peso del Santuario, que nos declara el precio verdadero de estas cosas. Reciba, pues, Vuestra Señoría este pequeño presente con la caridad y rostro que suele recibir las cosas de este su siervo. Y por medio de Vuestra Señoría recibirán mucha consolación todas las personas que aprovecharon con la doctrina de este padre; entre las cuales no puedo dejar de contar a la señora condesa de Feria, que tanto aprovechó con su doctrina; la cual deseó mucho que yo tomase a cargo esta historia; a cuya santidad y méritos esto y mucho más se debía”.
Lo que fray Luis pretendió al escribir esta Vida lo logró abundante-mente: una semblanza del apóstol. Más que una biografía según los cánones hoy en uso, es un retrato vivo y perenne de Juan de Ávila sacerdote, director de almas y predicador del Evangelio. El subtítulo es precisamente éste -y las partes que ha de tener un predicador-, porque, según se ha visto indicar a su amigo, preten¬día sobre todo presentar una perfecta imagen del predicador evangé¬lico. En el prólogo reitera que piensa que su escrito aprovechará “especialmente a los que están dedicados al oficio de la predicación. Porque en este predicador evangélico verán claramente, como en un espejo limpio, las propiedades y condiciones del que este oficio ha de ejercitar”.
Y así en primer lugar señala la condición fundamental: el reparto de sus bienes, “sin reservar más para sí que un humilde vestido de paño bajo; en lo cual cumplió [Juan de Ávila] lo que el mismo Señor dijo a sus discípulos, cuando los envió a predicar, mandándoles que no llevasen ni bolsa ni alforja [cf. Lc 9,3], sino sola fe y confianza en Dios, porque con esta provisión nada les faltaría”. Hecho esto, “nuestro predicador procuró imitar al Apóstol San Pablo en el oficio de la predicación y de las principales partes que para este oficio se requieren”. Y a continuación va tratando: del amor de Dios que ha de tener el predicador; del fervor y espíritu con que se ha predicar; del sentimiento que debe tener de los que caen en pecado; del amor que se ha tener y mostrar a los prójimos; y de la elocuencia y lenguaje.
Efectivamente los tres -Juan de Ávila, fray Luis de Granada y San Juan de Ribera- compartieron este modo de ver y de ser predicadores del Evangelio en su tiempo.