Francisco Gil Gandía. Canónigo de la Catedral | 16-02-2012

Los Hermanitos del Cordero con el Arzobispo de Valencia. (Fotos: Alberto Sáiz)

Una congregación bastante reciente, de origen francés. De ahí su nombre original, ‘Les petits freres de l´ Agnoau’, que juntamente con la rama femenina, ‘las hermanitas del Cordero’, forman una sola fraternidad. A ellas hace algunos años que las vemos por las calles de Valencia. Y han levantado un pequeño monasterio en Navalón, como un sitio para el retiro y contemplación, abierto también a aquellos que buscan silencio. Llevan hábito azul todos y se acogen a la espiritualidad de Santo Domingo de Guzmán.
El carisma de estos religiosos es dar testimonio del amor a Dios, a los pobres, buscando a los más marginados por las calles de la ciudad. Comen de lo que les dan de limosna rezando siempre por aquellos que les alimentan.
Cuatro son los hermanitos que han venido a estar entre nosotros, siendo el pasado miércoles 8 cuando tuvo lugar la inauguración de la casita con una sencilla, pero muy bonita celebración presidida por nuestro Arzobispo D. Carlos. Nos reunimos en la placita del Conde del Real, frente a la Facultad de Teología de Valencia San Vicente Ferrer, y desde allí, cantando todos y con cirios encendidos en las manos, nos dirigimos a la casita donde van a residir los hermanos. (Creo, que en esta época en que se manifiesta tanta gente, es bueno que vean alguna vez cómo los cristianos salimos a la calle presentando el testimonio de la alegría de nuestra fe).
Y llegamos a la casita de los hermanitos y allí después de unas palabras de nuestro Pastor tuvo lugar la solemne bendición. Un local cedido por la parroquia de San Esteban, en la base del campanario, y que hace gala de la austeridad y pobreza propias de la fraternidad del Cordero. La gente se apretujó como pudo en tan pequeño espacio. Dominaban los jóvenes y también muchos niños con sus padres sentados por el suelo. Un ambiente cálido que indicaba la simpatía con que Valencia ha acogido a este reciente grupo del Cordero Divino.
Yo conocí a la fraternidad hace unos veinticinco años cuando una tarde de agosto salía de Lourdes con mi cochecito, dirección Tuolusse. Llovía bastante y me detuve para recoger a una religiosa que hacia auto stop. Era la hermana Catarine. Ambos fuimos acogidos esa noche en el Seminario de Tolusse. Durante el trayecto la hermana me habló de lo que hacían y quedé ya muy interesado por su labor. El pasado miércoles nos volvimos a encontrar, más envejecidos los dos, pero contentos, dando gracias a Dios porque, a pesar de todo, perseverábamos en nuestra entrañable vocación.