28-07-2019

La fiesta de Santiago Apóstol este año me toca celebrarla en un país de América, Perú, tan querido para mí por muchos motivos. He venido a visitar a los sacerdotes de Valencia que como misioneros entregan su vida en tierras de Hispanoamérica: Chile, Perú y Ecuador. Aquí trajimos el Evangelio, la fe, nuestra mayor e incomparable riqueza, que Santiago nos trajo y regaló a España, donde arraigó tanto y tan bien. Aquí, en estos países que visito, con nuestros misioneros, escucho una gran llamada: Evangelizar. Que el mundo crea, que nuestros contemporáneos crean, que se conviertan a Dios. Que los hombres y mujeres, y, sobre todo, los jóvenes de nuestros pueblos y de nuestras ciudades se abran a Jesucristo, le conozcan y le sigan. ¡Qué no daría o haría para que el mundo creyese, para que conociesen a Jesucristo, como se le conoce a una persona, no de oídas sino en el trato personal con Él, en la amistad con Él! ¡Qué no daría y haría para que las gentes conociesen el don de Dios que es Jesucristo!; para que le conociésemos mejor para que queramos a Jesucristo, porque cuando se le quiere es cuando se le conoce a una persona. San Pablo no escatimó nada por conocer a Jesucristo; Santiago Apóstol, el Mayor, tampoco escatimó nada. Si os digo esto es porque os quiero y, por pura bondad de Dios he conocido aquí, entre vosotros, en Valencia, y quiero a Jesucristo y soy testigo de lo que le va a uno, por propia experiencia, en conocerle, seguirle y quererle: todo gracias a mis padres, y ellos, como todos en España, gracias a Santiago. ¡Si conociésemos de verdad, queridos hermanos, el don de Dios!.
Dar a conocer a Jesucristo
Os lo digo con toda sencillez y franqueza, mis queridos hermanos de esta diócesis de Valencia: me apremia dar a conocer a Jesucristo, evangelizar. A todos nos apremia el amor de Cristo y el amor a nuestros hermanos, por eso estamos aquí; por eso elevamos al Señor nuestra plegaria. Por eso, ese amor que impulsa a que, ya, sin más detenimiento ni excusas, hagamos llegar a nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, un mensaje de bien, de verdad, de belleza; un mensaje para hacerlos felices, para iluminarlos, para llevarlos a los verdaderos y auténticos valores, y, para construir con ellos una nueva vida, como hizo Santiago con las gentes de Hispania.
Este mensaje es Cristo, la persona de Cristo, la obra de Cristo, su salvación y su gracia, su verdad y su amor. La Iglesia y los cristianos no tenemos otra riqueza ni otra palabra que ésta: Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (Cf Jn l4,49), pero ésta no la podemos olvidar, no la queremos silenciar, no la dejaremos morir. «¿A quién vamos a acudir los hombres?. Sólo Jesucristo tiene palabras de vida eterna». Por eso hoy, nosotros, con Santiago, Patrono de España y de las Américas, renovamos aquel decidido “¡podemos!”, podemos beber el cáliz del testimonio de la cruz de Cristo que, como bordón, nos acompaña por los caminos de la evangelización. Los hombres necesitan esta Palabra, los hombres necesitan amor y esperanza, los hombres necesitan a Jesucristo. Porque sólo Jesucristo es la verdadera salvación del mundo, sólo Él es la esperanza de la humanidad, solamente Cristo puede llenar hasta el fondo el espacio del corazón humano. Sólo El da el coraje último para vivir a pesar de los obstáculos que nos rodean. ¡Sólo Cristo, sin más alforjas que Cristo, sin más provisiones para el camino que Cristo!. No edifiquemos nada que no sea sobre la piedra angular que es Él. Que Él nos guíe y nos guarde en su amor. Que Él sea nuestra alegría y nuestra corona. Dejemos que Él sea nuestra salvación y nuestra felicidad, la fuente de donde brote para nosotros la alegría y la paz. En Cristo descubriremos la grandeza de nuestra propia humanidad!. ¿Qué sería de nuestro mundo si le faltase Él? ¿Qué sería de nuestra humanidad si no se le anunciase el Evangelio? ¿Qué sería de nuestra sociedad si se apagase su voz y su luz?. Necesitamos de Jesucristo. Y Él ha querido necesitar, necesita, de nosotros para seguir presente acá, en los años venideros. Nos urge y apremia evangelizar. Que este sea el anhelo y el sueño de todos nosotros. Que el Espíritu Santo, como en un nuevo Pentecostés, como en los primeros tiempos, nos impulse a salir fuera a anunciar con ardor y esperanza, con obras y palabras, con valentía, el Evangelio que es Jesucristo, Salvador único de todos los hombres y luz para todos los pueblos. Que Dios nos dé las fuerzas que necesitamos para proseguir el camino de la evangelización, inseparable siempre de la liturgia y de la oración. España, Valencia, además, viven una hora crucial que requiere todavía más de nosotros, que reclama la entrega decidida a la evangelización que apremia.
Con Jesucristo y como Pablo, también nosotros estamos para eso: para anunciar el Evangelio, para darlo a conocer, para evangelizar. Evangelizar no es algo potestativo que se hace o no se hace, que da lo mismo hacerlo que no hacerlo. Es nuestra dicha y nuestra identidad más profunda. Como la Iglesia, los cristianos en ella y como ella, existimos para evangelizar. Hoy nos apremia de una manera singular el Evangelizar. El mundo necesita el Evangelio. Necesita a Jesucristo. Como se nos dice gráficamente en uno de los pasajes de los Evangelios: «La población entera se agolpaba a la puerta», donde estaba Jesús curando. «Todo el mundo le busca»; también hoy, lo he visto y palpado, de manera muy fuerte estos días en América. No podemos quedarnos impasibles ante esa búsqueda, a veces no consciente siquiera, que está en todo hombre, también en los que se han alejado de la fe, en los que no creen, en los que padecen la quiebra de humanidad o el vacío del sin sentido, en los que sufren el desamor, la injusticia u olvido de los hombres que pasan de largo ante sus propias necesidades y lamentos. Una búsqueda y petición nos grita hoy a nosotros, los cristianos, aunque seamos flojos: ¡Ayudadnos!.

No podemos quedarnos impasibles

Vivimos tiempos “recios”. Fácilmente nos lamentamos de ellos. Con una naturalidad pasmosa buscamos culpables o creemos que nada puede hacerse para cambiar la situación difícil, muy difícil, que atravesamos. Vivimos una sociedad en la que hay una cultura dominante regida por la secularización, o por la increencia, en la que Dios cuenta poco o nada, con graves consecuencias para el hombre, con la repercusión y caída en una profunda quiebra de humanidad. No hay mayor mal que el olvido de Dios, no hay mayor indigencia que el no tener a Dios, el mundo se aboca al fracaso si se olvida de Dios. Nos apremia evangelizar. No podemos quedarnos impasibles ante ese alto porcentaje, según encuestas, de los jóvenes españoles que dicen no creer en nada; no podemos cruzarnos de brazos o resignarnos a ese número en aumento que no reconoce a Dios en el centro de sus vidas; no podemos quedarnos tranquilos ante esa muchedumbre inmensa en cuyas vidas Dios no significa nada, o caminan en vacío. Ni el amor a Jesucristo, ni el amor a nuestros hermanos, fruto de ese amor del Señor, nos permiten que nos inhibamos ante la obra de evangelización. Vivimos en una sociedad típicamente pagana. Lo que en estos momentos está en juego es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes del mundo. Y esto es muy importante. No da lo mismo una cosa que otra, no da lo mismo para la causa de la lucha contra el hambre, contra la violencia o en favor de la paz y de la dignidad de la persona humana. Este es el reto para nosotros los cristianos: que los hombres entiendan y vivan la vida con Dios y con esperanza en la vida eterna; que los hombres crean en Jesucristo, le sigan y alcancen con Él la felicidad, la verdad que nos hace libres, el amor que nos hace hermanos. Los cristianos no somos meros espectadores. No nos podemos cruzar de brazos. Nos sentimos urgidos a evangelizar. No podemos callar. A eso nos invita el Papa Francisco, en Panamá: a evangelizar, a tiempo y a destiempo, sin ningún miedo. No os echéis atrás. No tengáis miedo, no os acobardéis, ni os arredréis. ¡Ay de mí si no evangelizo! Y para esto fortalecer la fe.
No busquemos otra respuesta a los grandes retos que se nos abren en la nueva etapa de la historia que estamos viviendo; por mayor empeño que pongamos en dar ingenuamente con «fórmulas mágicas» y proyectos fabulosos no hallaremos otro camino verdadero que Cristo para los grandes desafíos de nuestro tiempo. Es a Él al que los hombres buscan aun inconscientemente y a veces por vías contrarias a la suya. El Papa San Juan Pablo II nos lo recordó con unas palabras bellísimas y lapidarias en su Carta, tan extraordinaria como alentadora, «Al comenzar un nuevo milenio», y vuelven a recordarlo Benedicto XVI y Francisco: «No será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!» (NMI 29). Por eso se trata ahora de buscarle de todo corazón y seguirle, de oírlo y contemplarlo, adorarlo, vivirlo, darlo a conocer con obras y palabras. Cultivar el encuentro con Él es la clave para una apasionante renovación de nuestro mundo. De esta renovada experiencia de fe y de amor a Jesucristo podrá nacer un nuevo ímpetu en la misión de la Iglesia, y surgirá un nuevo mundo, una nueva civilización del amor, una nueva cultura de la solidaridad, una nueva esperanza para todos. En Cristo las expectativas y búsquedas de la humanidad hallan su fundamento más real y firme. La esperanza de todo ser humano se colma, por su victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, de la verdad sobre la mentira, de la solidaridad sobre el egoísmo. Nadie, ningún cristiano, en consecuencia, debería eximirse del sagrado deber de comunicar este anuncio salvífico a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A esta tarea, por la misma caridad que nos urge y configura, estamos llamados y obligados todos, porque todos hemos sido liberados por Cristo de la esclavitud del pecado y de la muerte. Se abre el gran tiempo de la misión, como en los primeros momentos del cristianismo. No hay tiempo que perder. Que nos dejemos ayudar por la Virgen María, la fiel Sierva del Señor, que se ha plegado por completo a la Palabra de Dios y al Espíritu Santo, para que Dios actúe en Ella y haga surgir una humanidad nueva, su Hijo, conforme a su voluntad. Conclusión: hay que evangelizar, ¡ya!, y de manera primordial a los jóvenes: ¡Sin miedo y sin complejos!.
Ni los Obispos, ni los sacerdotes, ni los religiosos, religiosas o laicos, ni los niños, ancianos, adultos o jóvenes, ni los enfermos o los sanos…, nadie de los cristianos, estamos eximidos de esta urgencia de evangelizar.
En palabras del Papa San Juan Pablo II, el nuevo milenio en que nos encontramos se nos abrió a todos los cristianos, a toda la Iglesia, «como un océano inmenso ante o en el cual hay que aventurarse, con la ayuda de Cristo» (NMI 58). Atreverse a vivir la más noble y bella aventura que pueda vivirse hoy: llevar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, a este mundo nuestro de hoy que vive en unas especiales condiciones de vida que todos tenemos ante nuestros ojos. «Nos espera una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos» (NMI 29): Evangelizar, evangelizar de nuevo, evangelizar como en los primeros tiempos, como Santiago.
Llevemos, pues, el Evangelio, sin ningún miedo ni complejo; mostremos, sin echarnos atrás y sin retirarnos, a Jesucristo; démoslo valientemente a todos, a los que están lejos y a los que están cerca, a aquellos con los que convivimos y trabajamos, a todos. Anunciemos a Jesucristo: con obras – nuestros trabajos, nuestras familias, nuestra vida en la sociedad, nuestras realidades cotidianas, nuestras personas – que sean «signo» de que somos de Jesucristo, que le pertenecemos; y con palabras que testimonien las cosas buenas que, en el presente, en nuestra propia vida, obra. ¡Contemplemos, por tanto, amemos y anunciemos a Jesucristo y su amor, para que los hombres crean en Él, le amen y le sigan, y así pueda haber una Humanidad abierta al futuro y hecha de hombres nuevos a los que Él ha devuelto su dignidad, su libertad y su esperanza, en estos tiempos nada fáciles que atravesamos!.
¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Jesucristo, al Redentor! Él es el Primero y el Último: en Él comienza, tiene sentido, orientación y cumplimiento toda la historia; en Él y con Él, en su muerte y resurrección, ya se ha dicho todo; Él ha venido para que tengamos vida, vida plena, vida eterna; nos ha amado hasta el extremo y ha dado su vida por nosotros para rescatarnos de los poderes de la muerte; murió, pero ahora vive para siempre; ha derramado su sangre por nosotros en el madero de la cruz; ha vuelto para siempre a la vida y nos ha mostrado la omnipotencia infinita del amor de Dios, el Padre; la Iglesia, y nosotros en ella y con ella, nos sentimos alegres y victoriosos, a pesar de todas las dificultades y las fuerzas del mal y del pecado, porque estamos en manos de Quien ya ha vencido el mal; Él viene a los hombres a lo largo de toda la historia humana, también la de nuestro tiempo; y vendrá al final de los tiempos para dar cumplimiento a todas las cosas, y así dar plenitud de vida eterna, de felicidad sin límites, de perfección total, de amor que nunca se acaba y lo llena todo, porque Dios, Amor, será todo en todos y en todas las cosas. ¡Alabado y bendito sea por siempre Jesucristo! Amén.

Nueva evangelización

Ante la fiesta de Santiago Apóstol, Patrono de España, y pisando en estos momentos tierra de América evangelizadas por cristianos españoles siento que me apremia hablaros de nuevo sobre la necesidad urgente de una nueva evangelización. La nueva evangelización “constituye el horizonte de la misión de la Iglesia, de toda la Iglesia, en este milenio que prácticamente estamos todavía comenzando. Hoy apremia, como tantas veces nos lo recuerda el Papa y nos lo enseña con su ejemplo, que debemos ser anunciadores incansables del Evangelio. Ninguna otra dedicación puede quitarnos de ésta. El desplome del cristianismo y de la fe en Occidente, la inmensa masa de hombres que en el Oriente o en el Sur, incluso entre nosotros, no le conocen reclama que nos entreguemos prioritariamente al servicio del anuncio misionero del Evangelio. La hora presente debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, así será también la hora del renacimiento moral y espiritual de nuestro mundo, la hora de la esperanza que no defrauda».
En continuidad con el magisterio del Concilio y con las ricas indicaciones del magisterio de los últimos Papas, ésa es en este nuevo periodo de la historia nuestra tarea más apremiante como Iglesia que no podemos en modo alguno dejar de lado o debilitar. Porque no podemos ir a los hombres, ni estar en medio de ellos ni dirigirnos a ellos con otra fuerza ni con otro bagaje que con el que nos ha entregado la Iglesia, su riqueza única, Jesucristo, el verdadero tesoro; no poseemos ninguna otra palabra ni ninguna otra riqueza, no tenemos oro ni plata, no poseemos poder ni fuerza alguno para servir a la esperanza y dar testimonio de ella que Cristo: pero ésta ni la podemos olvidar, ni la queremos silenciar, ni la dejaremos morir. En el mundo que vivimos, no queramos saber otra cosa entre los hombres, al igual que Pablo, que Cristo, y Éste crucificado y no queramos hacer otra cosa que evangelizar a través de cuanto somos y hacemos, a través del testimonio de nuestra palabra y de nuestra existencia, a través del anuncio explícito de Jesucristo y de su testimonio vital cada día más diáfano, claro y valiente.
En el fondo de los hombres de hoy en general, y de los jóvenes en particular, hay una sola y gran aspiración en relación con la Iglesia: ¡Tienen sed de Cristo; el resto lo pueden pedir a otros. Buscan a Cristo: Todos le buscan. A la Iglesia se le pide a Cristo! Y de nosotros tienen derecho a esperarlo con obras y palabras. Somos deudores para con los hombres de hoy de este anuncio-testimonio; se lo debemos porque nosotros hemos recibido esa gracia sin mérito nuestro, y ellos tienen derecho a reclamarlo de nosotros; se lo debemos a los más cercanos y a los lejanos; se lo debemos sobre todo a los más pobres y necesitados, en el alma y en el cuerpo; a todos, también a los que confiesan a Dios en otras religiones o a los que en absoluto creen en El, a todos se lo ofrecemos también con respeto y amor fraternales, humilde, con sencillez.
Así pues, insistiendo una vez más, nuestro tiempo, como dijo hace unos años el Papa San Juan Pablo II en Palermo, “no puede ser tiempo para la simple conservación de lo existente, sino que es tiempo para la misión. Es tiempo para proponer de nuevo, y ante todo, a Jesucristo, el centro del Evangelio. Una pastoral de sola conservación y mantenimiento es a todas luces insuficiente; aún más, hoy es también culpable». No podemos caer en esa culpabilidad. Por ello nos apremia esa «nueva evangelización: Nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en su expresión». «El ardor tiene que ver con la conversión, es decir, con la mirada a Cristo. Los métodos y la expresión serán nuevos en la medida en que Cristo sea encontrado por hombres de este mundo, de esta cultura, que expresan el drama de la existencia, y por tanto, en el lenguaje y con los modos propios de nuestro mundo de hoy. Los métodos y la expresión no son nada si falta el ardor de un encuentro con Jesucristo que toque el centro de la persona».
Que Dios nos conceda el que podamos ser testigos cada día más valientes del Evangelio. Que Dios nos conceda la fortaleza de su Espíritu para que, ganados enteramente por Cristo y para Cristo, sintamos cada día más viva esa urgencia que sintió san Pablo y vivió Santiago. Que la fuerza para todo ello la saquemos de donde únicamente puede brotar: de la Palabra de Dios, de la oración, de los sacramentos, de la comunión eclesial, de la Eucaristía encuentro real con el Señor presente en el pan y en el cáliz que ofrecemos al Padre cada vez que celebramos el memorial del Misterio Pascual.