Si hay una cosa que ofrece la Ciudad de la Esperanza a todos sus acogidos es
precisamente esperanza, ese arco iris que emerge de entre las nubes, para poner un poco de color a la realidad. También en tiempos de coronavirus, donde la pandemia ha paralizado muchos sueños de personas como Romaric. Esta es su historia.

EVA ALCAYDE | 28.05.2020

Romaric Florian, acogido en CIDES.


En la Ciudad de la Esperanza tratan de adaptarse poco a poco a la llamada nueva normalidad. Eso es algo a lo ya que están acostumbrados la mayoría de sus acogidos, como Romaric Elvis Florian Tadoun, cuya vida, hasta ahora, “ha sido una pugna incesante en busca de seguridad”.


Nacido en Nden, Camerún, tuvo, como la mayoría, una infancia difícil, llena de idas y venidas en el seno de una familia en la que siente que nunca tuvo protección. Se crió con una tía y luego con otra, tuvo rivalidades con su primo, que lo trató como una amenaza.


“La persona que debería haber sido como un hermano para mí, me despreciaba constantemente, me daba sus ropas viejas, me dejaba sin comer, hablaba mal de mí, tampoco quería que estudiase, ni que llegase a ser nadie. Yo solo era un niño que quería sentirse querido y protegido, pero la realidad no fue así”, cuenta Romaric.


De algún lugar dentro de sí, consiguió fuerzas y valentía para terminar sus estudios, no guardar rencor a su madre -imaginando que “no supo hacerlo mejor”- superar el sufrimiento de su infancia, y emprender su rumbo a nuevo futuro.


“Fueron largos y tediosos los siete años que tardé en llegar a España y me gaste más de 20.000€ de trabajo duro en el campo”, cuenta Romaric que inició un itinerario por Camerún, Nigeria, Níger, Argelia, Marruecos, Barbater, Algeciras, San Roque, Cádiz, Barcelona, Valencia y Aldaia.
“En cada uno de los lugares por donde pasé tuve que trabajar para poder pagar el billete al siguiente destino”, relata el camerunés que asegura que “crucé el Sahara en un camión, recorrí las ciudades a pie, caminé durante dos días sin descanso hasta llegar a la frontera entre Marruecos y Argelia”.
Cruzar la valla cubierta con alambre de espino y detectores de calor, le costó dos intentos. En el primero, le descubrieron -a él y a otras 17 personas- le confiscaron sus pertenencias y perdió 3.000 euros que llevaba y su teléfono móvil, pero no su esperanza. “Tuve que seguir trabajando otros seis meses para poder volver a la frontera e intentarlo de nuevo. Y esta vez, conseguimos cruzar sin ser interceptados por la gendarmería y los guardias fronterizos marroquíes”.


Romaric paso varios años viviendo en el Bosque del Norte de Marruecos, donde apenas dormía, ni comía y donde siempre debía permanecer alerta. “En Marruecos, las personas negras lo tenemos muy difícil, porque no cogen a nadie para trabajar sin papeles y los pocos que lo han conseguido, después no les han cobrado”, cuenta el camerunés, aunque tampoco era éste su mayor problema. “En el Bosque corría sangre todos los días, era una guerra entre inmigrantes y marroquíes, se escuchaban gritos, golpes… Allí no podía hacer nada, me sentía solo, pero no podía pedir ayuda. Los inmigrantes sin papeles no tenemos derecho a nada, nos tratan con desprecio”.


Después de un largo y fatigoso recorrido en patera por el estrecho de Gibraltar Romaric llegó a España. “Pensé que era el lugar perfecto para rehacer mi vida y tener una nueva oportunidad. Aquí hay más posibilidades, más ONGs y parroquias, y más recursos de ayuda”, señala.


Sentirse respetado
Después de pasar por Algeciras, Cádiz y Barcelona, Romaric llegó a Valencia, pero no encontró la paz hasta que no llegó a Aldaia. “La Ciudad de la Esperanza fue el primer lugar donde me sentí acogido y respetado. Aquí me siento integrado. Estoy conociendo una nueva cultura y aprendiendo español”, asegura el camerunés que entre sus planes de futuro también está “aprender valenciano, trabajar, estudiar marketing comercial, bailar flamenco, cocinar paella y conocer a mi compañera de vida y formar una familia”.


Y en esta nueva etapa de su viaje, con más fuerzas y esperanzas que nunca en su futuro, llegó el coronavirus, la crisis sanitaria, el estado de alarma y la pandemia que ha puesto en jaque a todo el planeta. También a Romaric le está pasando factura. “Me siento con ansiedad, no puedo dormir por la incertidumbre de qué va a ser de mí y de cuándo voy a poder regular mi situación”, lamenta.


Romaric es el responsable de su bungalow y el que baja a la cocina a recoger la bolsa de las comidas para los 6 chicos que comparten el alojamiento, y la ropa sucia a la lavandería.


De momento, el comedor y todos los espacios comunitarios, están cerrados en la Ciudad de la Esperanza para respetar las medidas de distanciamiento social, pero poco a poco se están retomando las intervenciones psicosociales de forma individual y al aire libre.


Aunque considera que en España hay mucho racismo, Romaric volvería a pasar por todo su dolor porque “quiero que la gente vea en mí a un africano que quiere hacer el bien, que está estudiando, que se ha adaptado y demostrar que no todos los negros son ignorantes ni malas personas”.