Eduardo Martínez | 25-07-2013
La llegada del Papa a Río de Janeiro esta semana para presidir la Jornada Mundial de la Juventud ha vuelto a suscitar no poca preocupación en relación a las medidas de seguridad sobre su persona.
Al margen de la falta de efectivos policiales durante la entrada del vehículo papal a la ciudad brasileña, ha llamado la atención el hecho de que el Santo Padre escogiera para ese primer recorrido un modesto coche -un utilitario sin blindaje alguno- y que decidiera mantener la ventanilla bajada en todo momento, incluso cuando la entusiasta muchedumbre llegó a agolparse peligrosamente en torno al auto. Pese a la comprensible congoja y al estupor de muchos, la actitud del Pontífice encuentra sentido en algo que él mismo ha dicho y hecho siempre: reflejar la radical bondad del Evangelio mediante gestos de extraordinaria sencillez, cercanía… y coraje.
Es ampliamente sabido, por ejemplo, que cuando fue nombrado arzobispo de Buenos Aires no perdió su costumbre de desplazarse en autobús y en metro para, así, poder estar en contacto directo con la gente. Y también son muy recordadas las visitas que realizaba como titular de la archidiócesis bonaerense a los suburbios de la capital, donde presidió numerosas misas para los cartoneros, los chabolistas, las prostitutas… Allí, en las estrecheces de las villas miseria, se mezcla con el pueblo, pues está convencido de que “la opción básica de la Iglesia, en la actualidad, es salir a la calle a buscar a la gente, conocer a las personas por su nombre”, dirá Jorge Bergoglio siendo cardenal en el libro-entrevista ‘El jesuita’. En dicha obra, el ahora papa pone como ejemplo de buen pastor al cardenal Agostino Casaroli, que fue secretario de Estado del Vaticano en los 80 y nunca abandonó su costumbre de visitar todos los fines de semana una cárcel de menores, donde enseñaba catequesis y hasta jugaba con los presos.
“Es verdad que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma”, manifestó recientemente el papa Francisco. Y añadió: “una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga, se enferma en la atmósfera viciada de su encierro”.
Hacer compatible el testimonio y la seguridad
El asunto de la seguridad del Papa es complejo. Por un lado, la cercanía que quiere imprimir a su pontificado hace aumentar considerablemente el peligro. Al respecto, un coronel del ejército brasileño advertía esta semana sobre la caótica entrada del vehículo papal en Río: “Si entre la multitud de fieles se hubiera encontrado un violento, podría haber apedreado al Papa o hacerle algo incluso mucho peor”. Pero, por otro lado, resulta evidente que en un mundo generalmente escéptico y hastiado de palabras, éstas deben venir acompañadas de gestos y acciones coherentes para ser creíbles. Quizás eso explica la gran cantidad de personas alejadas de la Iglesia que están manifestando abiertamente su cambio de parecer precisamente por la actitud que ven en Francisco.
Hay católicos (practicantes) a los que nos está costando entender que sean necesarios tantos gestos y, a veces, tan arriesgados. Pero, ¿acaso no nos conmovió la entrega de Juan Pablo II en la
enfermedad o la humildad de Benedicto XVI en su renuncia? ¿No reforzó también eso nuestra fe? Entonces, ¿cuánto más necesitados de gestos y acciones estarán los que viven de espaldas a Dios y a la Iglesia?
La clave del tema, quizá, esté en comprender que a cada situación de contacto del Papa con la gente le corresponde un grado concreto de proximidad, en función de la ineludible tarea de transmitir la cercanía y el amor de Dios, la necesidad de velar por la seguridad y el riesgo objetivo del momento. Son factores que chocan unos con otros, pero precisamente ahí está el quid de la cuestión: saber gestionarlos en su justa medida.
Con seguridad, los que tendemos a sobreproteger al Papa habremos de acostumbrarnos a ver que esa “medida” Francisco la va a contemplar de forma generosa. Vendrá bien recordar que Jesús entró a Jerusalén en un borrico en medio del gentío; que se arriesgó a entrar a comer a casa de publicanos; y que se la jugó del todo al denunciar la hipocresía de las autoridades religiosas. Es de suponer que el Papa sabrá medir bien los riesgos. Pero no olvidemos nunca que el concepto de “riesgo” del mismo Jesús no es el del sentir mundano: “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.