“DADLES VOSOTROS DE COMER”
Introducción
Confesar la fe en un contexto eucarístico
El Papa Benedicto XVI ha convocado a la Iglesia a celebrar el “Año de la Fe”, que como él mismo nos dice en la Carta Apostólica de convocatoria, “es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo… Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra… La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo… Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda fuerza” (Porta Fidei, 6b; 7a; 9a). En esta carta-meditación que os escribo, mi deseo es que descubramos todos que lo más importante en este momento de la historia que vivimos es entregar la noticia más grande para el hombre y para esta historia: Jesucristo que nos revela quién es Dios y quién es el hombre (Gaudium et spes, 22). Seguir dando la noticia a los hombres de que Dios está a nuestro lado, que está de nuestra parte, que es quien nos construye. Los problemas que hoy tenemos los hombres,tienen que ver con la presencia o la ausencia de Dios en nuestra vida. Una sociedad en la que se vive y se plantean todas las cosas que el ser humano necesita para convivir, al margen de Dios, se autodestruye. “Sólo a través de hombres y mujeres ‘tocados’ por Dios, Dios puede acercarse a los hombres” (La Europa de Benedicto XVI, 82).
Por ello, esta carta-meditación intenta que aprendamos a no ocuparnos demasiado de nosotros mismos y de las cuestiones secundarias que son a veces las que entretienen nuestra vida.
El título mismo nos habla de no ocuparnos de nosotros: “Dadles vosotros de comer”. Y en el contenido os quiero hablar de qué alimento es el que necesita el ser humano para afrontar todas las situaciones, que no es más que Dios mismo. No trabajemos desde nuestros problemas, pues el mundo tiene necesidad de respuestas, no sabe cómo vivir; por ello hacer presente a Dios, dar la noticia de Dios a los hombres, acercarles su presencia y mostrar el rostro de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo, es la gran tarea que tenemos delante de nosotros.
Mostremos la belleza de seguir al Señor dando un testimonio creíble.
¡Cuántas veces hemos rezado el Credo en nuestra vida! ¿Nos hemos dado cuenta de lo que hacíamos y del proyecto de vida que al rezarlo manifestábamos que teníamos? En este “Año de la Fe” que vamos a comenzar dentro de muy poco tiempo, os dirijo, a todos los que formáis parte de nuestra Iglesia Diocesana y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, estas palabras que nacen de la contemplación de una página del Evangelio (cf. Lc 9,10-17), en la que se nos sitúa en el horizonte en el que debemos hacer la confesión de fe: solamente en el encuentro con la persona de Jesucristo, entrando por Él, que es la puerta verdadera, nosotros podemos salir a este mundo y hacer verdad las palabras que dijo Jesús, “dadles vosotros de comer”. Pues es verdad que hay hambre: hambre de verdad, de vida, de amor, de solidaridad, de paz, de entrega, de comunión, de situar a todas las personas en el lugar que les corresponde, reconociendo y posibilitando su dignidad.
En Valencia, como en toda España y en Europa, estamos pasando por una crisis económica y financiera grave, que está afectando a todos y que tiene una incidencia especial en los más pobres. Esta crisis, como tantas veces nos ha recordado el Papa Benedicto XVI, se funda sobre otra crisis más profunda que amenaza a Europa, la crisis ética y moral. Es cierto que no están en discusión valores importantes como son la solidaridad, la responsabilidad por los pobres y por todos los que sufren, el compromiso por los demás. Pero también es cierto que con mucha frecuencia falta la fuerza que motive esos valores y por tanto quedan en el pensamiento y en los discursos, pero no entran a formar parte esencial de la vida y de la manifestación existencial en los movimientos de todos los hombres. Y es que falta acudir al manantial en el que adquieren fuerza e induce a las personas y a los grupos a vivir de una manera distinta. Nuestro Señor Jesucristo, en el texto que está de transfondo de estas palabras que os dirijo al iniciar el “Año de la Fe”, nos habla con toda claridad y nos pregunta: ¿dónde está la luz que puede iluminar nuestro conocimiento no solamente con ideas generales sino con imperativos concretos? ¿Dónde está la fuerza que puede impulsar nuestra vida a hacer verdad lo que nos dice el mismo texto, “comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos”? La fe tiene que ser esa fuerza viva y vital que renueve todas las cosas. Es verdad que podemos hacer muchas cosas, pero hacer por sí solo no resuelve el problema. Tenemos que entrar en el núcleo en el cual podemos iluminar la vida y a la historia de los hombres; y esto se da cuando la fe adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo. Ésta es la medicina contra el cansancio existencial y todas las crisis que experimentamos.
En este “Año de la Fe” os invito a todos a que nos dejemos llevar por Jesucristo: “tomándolos consigo, se retiró a solas”. Tengamos la experiencia de la catolicidad desde un encuentro con Jesucristo que nos lleva a la misma configuración de la razón, de la voluntad y del corazón, que nos hace sentirnos de una misma patria en el Corazón de Cristo y nos une en una gran familia. Por otra parte, este encuentro nos va a hacer descubrir un modo nuevo de vivir el ser hombres y mujeres, el ser cristianos. Jesucristo, en el misterio de la Eucaristía, al darnos su tiempo y su vida, nos hace experimentar su presencia real entre nosotros. Precisamente nosotros, en la adoración y en el silencio, ante su presencia real en el Santísimo Sacramento, hacemos un acto de fe, que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida. Implica un acto de confianza y abandono en Dios, y nos ayuda a vivir como Él vivió (cf. Gál 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos: Él está presente y ante Él me inclino, le adoro y me alimento de Él. Así, entramos en la certeza del amor corpóreo de
Dios por nosotros, y lo hacemos amando con él. Y esto es esa adoración que marca mi vida para siempre.
Escuchemos al Señor que nos ofrece un contexto singular para confesar la fe y realizar el compromiso que la misma nos pide hacer:
“Al regresar los apóstoles, le contaron todo cuanto habían hecho, y tomándolos consigo, se retiró a solas hacia una ciudad llamada Betsaida; pero la gente, al darse cuenta, lo siguió. Jesús los acogía, les hablaba del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación. El día comenzaba a declinar. Entonces, acercándose a los Doce, le dijeron: Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado. Él les contestó: Dadles vosotros de comer.
Ellos replicaron: No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente. Porque eran unos cinco mil hombres. Entonces dijo a sus discípulos: Haced que se sienten en grupos de unos cincuenta cada uno. Lo hicieron así y dispusieron que se sentaran todos. Entonces, tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos” (Lc 9, 10-17).
“Le contaron todo cuanto habían hecho”
1. Tomar conciencia de momento que vivimos
El momento y las circunstancias que vivimos los hombres traslucen una sed y hambre de verdad como jamás se había dado en la historia, aunque disimulada muchas veces por una especie de renuncia a la búsqueda de la verdad y por la imposición del pensamiento utilitarista que excluye a Dios de la vida humana. Por eso, ¡qué encuentro más maravilloso el de los Apóstoles con el Señor! Todo lo que habían hecho y habían visto se lo contaron. Lo que se habían encontrado fundamentalmente eran hombres y mujeres con necesidad de vida verdadera, que solamente se tiene cuando se vive desde la Verdad. Esta misma tarea nos pide el Señor que hagamos nosotros en este momento que nos toca vivir: contarle todo lo que hacemos y vemos. Son momentos no fáciles para todos nosotros. Seguro que los Apóstoles habían hablado de Nuestro Señor Jesucristo, de que Él era la Verdad, el Camino y la Vida, y seguro que los éxitos no habían sido muchos, habían visto las necesidades de los hombres, el hambre de verdad y vida que tenían; habían observado el escepticismo en el que muchos se situaban; vieron los sufrimientos, los enfrentamientos y las incapacidades que por sí mismos tenían los hombres para encontrar salidas con luz. Ellos como nosotros, habían descubierto en Jesucristo la verdad, la identidad y la dignidad de la persona humana y quisieron comunicar esta verdad, pero vieron las dificultades que tenían para hacerlo, como nosotros vemos las nuestras.
Sin embargo, el tiempo que vivimos es excepcional: más que en ningún momento de la historia, el ser humano tiene necesidad y urgencia de verdad. ¡Cuántas oscuridades tiene en su vida personal y social! Sin verdad siempre hay muerte, sin verdad no es posible la convivencia social, sin verdad no se encuentran perspectivas de salida ante los diversos retos que se plantean a la vida y a la historia de los hombres, sin verdad solamente crece el utilitarismo, sin verdad no hay fe, sin verdad se implanta el cinismo, el vacío, el cansancio y el relativismo.
Baste un ejemplo que tantas veces hemos escuchado: recordemos el escepticismo con el que Pilato dijo: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 38). Es la pregunta de un escéptico que supone que la verdad nunca se puede reconocer y que, por tanto, hay que hacer lo que sea más práctico o tenga más éxito. Pilato está ante la Verdad que es Cristo, pero prefiere no verla, prefiere ocultarla y buscar su propia fortuna, que como mira solamente para sí mismo, trae la mentira, la muerte, el enfrentamiento. Decía que el momento es excepcional, porque, para superar la crisis actual, hay que retomar la confianza en la verdad. Y para nosotros la Verdad es el mismo Jesucristo, para nosotros la Verdad tiene rostro. Nuestra fe hace una oposición radical y decidida a esa especie de resignación que considera al hombre incapaz de Verdad que es Jesucristo. No es posible una adecuada idea de lo que es la verdad sin vincularla a la noción de Dios. Por esta razón el respeto profundo a la Verdad (Dios) no es separable de la actitud de adoración, porque la verdad y el culto están relacionados con una reciprocidad inseparable (cf. Veritatis splendor, 107).
¡Qué tarea y qué empeño el de la Iglesia, de difundir la Verdad revelada! Y todo para dar luz a la razón para que permanezca abierta a la sabiduría y a lo que son verdades últimas, así como también lo que tienen que ser los fundamentos de la moral y de la ética. Y es que, cuando descuidamos la Verdad, toma posesión el relativismo. Si no existe la verdad, el hombre no puede distinguir el bien del mal. Esa Verdad es Cristo mismo, al que adoramos, a quien contemplamos, de quien vivimos, de quien nos alimentamos. La expresión más grande de la verdad es el
Amor manifestado en Cristo y que nosotros contemplamos en el Crucificado.
Tomar conciencia del momento que vivimos, decirle a Cristo lo que hemos hecho y visto, es manifestar con claridad lo que es el núcleo de la crisis que estamos padeciendo y que se puede resumir en esta expresión: estamos viviendo una resignación en la búsqueda de la verdad. Hay una crisis moral que tiene sus manifestaciones en la economía, pero la crisis moral tiene su origen en la crisis de verdad: el ser humano no quiere saber quién es, a quién se debe, qué camino tiene que recorrer, qué opciones fundamentales tiene que hacer. Y necesitamos la verdad, pero tenemos miedo de que la fe en la verdad conlleve la intolerancia. Precisamente es todo lo contrario. La intolerancia llega cuando falta la verdad. La verdad objetiva es la única base para que exista cohesión social, porque la verdad no depende del consenso, lo precede y hace posible y genera auténtica solidaridad humana. La crisis de verdad está radicada en una crisis de fe. Sólo mediante la fe damos libremente asentimiento al testimonio de Dios que nos dice “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).
“Tomándolos consigo se retiró a solas”
2. Dejarse acompañar por Cristo
¡Qué experiencia más gozosa que sentir y ver que Dios nos acompaña en nuestro camino y que desea hablarnos al corazón! Esto es lo que hace el Señor con sus discípulos y quiere hacer con todos nosotros. Él llama a la puerta de nuestro corazón y nos pregunta: ¿estáis dispuestos a darme vuestra vida y vuestro tiempo? ¿Queréis permanecer junto a mí? Y es que desea entrar en nuestro tiempo, en nuestra vida, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros, busca una morada viva, quiere que su Vida, su Camino y su Luz verdadera ilumine a todos los hombres: éste es el verdadero regalo que desea hacer a esta humanidad y quiere hacerlo con nosotros. ¡Qué maravilla ver cómo se acerca Dios a nuestra vida y nos toma consigo! Jesucristo se ocupa de nosotros. Él ha venido a este mundo y se hizo hombre para recuperar al hombre y hacerle ver que solamente si vive como hijo de Dios y hermano de todos los hombres alcanzará la felicidad verdadera. Siempre piensa en nosotros, todo lo creado lo hizo por amor a nosotros, siempre respeta nuestra libertad. Y cuando hemos entrado por el camino de la muerte, Él se hace hombre para entregarnos la vida, siempre quiere visitarnos y encontrarse con nosotros y que experimentemos cómo nos acoge en su gracia y en su amor, viene siempre a liberarnos, a entregarnos la felicidad, a salvarnos. Es normal que nuestra respuesta sea la misma que la del salmista: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora” (Sal 130).
En ese encuentro a solas con el Señor que tuvieron los discípulos y que podemos tener cada uno de nosotros, descubrimos algo que Él nos quiere dar siempre: vivir en esperanza, regalar esperanza, hacer partícipes a todos los hombres de la esperanza que solamente nos entrega Jesucristo, especialmente cuando esta humanidad y nuestro entorno cultural vive en la desilusión porque se le han venido abajo todos los dioses que se había construido y en los que había fundado su vida. Por eso es tan importante dejarse acompañar por el Señor y establecer un trato de amistad íntima con Él. Porque entre otras cosas, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios que nos ha revelado con su encarnación, con su vida terrena, con su predicación y sobre todo con su muerte y resurrección. Cuando nos dejamos acompañar por Cristo se hacen verdad en nosotros estas palabras del profeta: “A los que esperan en el Señor él les renovará el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Is 40, 30). “Regocijo y alegría los acompañarán. Pena y aflicción se alejarán” (Is 35, 10).
Dejándonos acompañar por Jesucristo, encontramos la esperanza verdadera y segura, que es la que se fundamenta en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso, que “tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Dejarse acompañar por Jesucristo es vivir desde la certeza de la presencia de Dios en nuestra vida, que nos invita al silencio, al retiro, a la conversación con Dios, a comprender los acontecimientos de cada día como gestos de amor que Dios va teniendo con nosotros. Siempre, si estamos atentos, el Señor nos hace percibir un poco de su amor entrañable. ¡Qué fuerza tiene descubrir cómo el ser humano está constantemente a la espera! Cuando es niño espera ser mayor, cuando es adulto busca la realización y el éxito, cuando es anciano busca el descanso. Pero, ¿de verdad ha estado en la auténtica esperanza? La esperanza marca el camino de esta humanidad. Dime qué esperas, a quién esperas y te diré la vitalidad que tienes y las capacidades que desarrollas. Para los cristianos la esperanza está animada por una certeza: la presencia del Señor a lo largo de nuestra vida que nos llena de su amor y de su salvación. Deja que el Señor te hable a solas, que alcance tu corazón.
“La gente lo siguió”
3. En lo profundo del corazón del hombre hay hambre de verdad y de vida
En lo más profundo del corazón del ser humano está el hambre de Dios. Como nos dice la Palabra de Dios, “la gente lo siguió”, tenía deseos de estar con Jesucristo. Él les hablaba de Dios y toda su persona y su vida era una revelación de Dios. Él había venido a este mundo para comunicarse con los hombres y decirles todas las cuestiones que están relacionadas con su ser, pero el tema fundamental y verdadero que ocupó toda su vida terrena era Dios. ¿No hemos caído en la cuenta que el gran problema de nuestro mundo y de nuestra cultura es el olvido de Dios? ¿Nos damos cuenta que este olvido de Dios se difunde? Todos los demás problemas particulares pueden reducirse en última instancia a éste que es el fundamental y del que permanentemente tiene que hablar la Iglesia. Los hombres y mujeres del tiempo de Jesús lo seguían porque les hablaba del tema fundamental que afectaba a su vida en todas las dimensiones de la misma.
Hay una tesis que a mi modo de ver es significativa y que tiene una fuerza extraordinaria: sólo quien conoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de forma adecuada y de manera realmente humana. La fuerza de esta tesis está ya en el inicio mismo, pues el hombre es un desconocido para sí mismo al margen de Dios porque es el creador y, de modo particular, ha creado al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26). Además podemos verificar cómo a través de la historia, todos los sistemas que han puesto entre paréntesis a Dios han fracasado. Quizá la pregunta surja en nuestro corazón de manera inmediata: ¿quién conoce a Dios? ¿Puedo yo conocer a Dios? Esta carta que os escribo no quiere entrar en debates, solamente deseo responder dónde está para un cristiano el núcleo de la respuesta a estas preguntas. Sólo Dios conoce a Dios, sólo Jesucristo el Hijo, que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. De ahí la importancia de Jesucristo para nosotros y de ahí también el que los hombres lo siguieran, tenían hambre de verdad y de vida. ¡Qué fuerza tiene para nosotros la revelación que Jesucristo nos regala de Dios! Es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz, el rostro de Dios, el Verbo de Dios, la Verdad. Cuando nos acercamos a las vidas de los discípulos de Cristo y descubrimos cómo llegaron a la comprensión de este amor de Jesucristo hasta el extremo, observamos el gran movimiento que se da en sus vidas: no pueden responder a este amor más que con un amor semejante. Ahí tenemos lo que nos dice el Evangelio cuando un hombre se encontró con Jesús realmente: “Mientras iban de camino, le dijo uno: Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57).
En la Encíclica Spe salvi, el Papa Benedicto XVI nos dice con toda claridad que llegar a conocer al Dios verdadero es tener esperanza. Éste es un reto para todos nosotros. ¡Qué fuerza tiene para todos nosotros volver una y otra vez a meditar lo que el Apóstol San Pablo nos dice en la Carta a los Efesios! Ellos, antes de conocer a Cristo, estaban sin esperanza, porque vivían en el mundo sin Dios. Cuando conocen a Dios en Jesucristo reciben esperanza, viven en la esperanza. Creo que hay que afirmar con fuerza, en esta historia y en estos momentos, la prioridad de Dios en la vida personal, en la historia, en la sociedad y en el mundo. Hay que caer en la cuenta que los hombres queremos poseer el mundo y nuestra propia vida de un modo ilimitado.
De ahí que, en esa actitud existencial del ser humano, Dios aparezca como un obstáculo. Ante esta realidad hay una reacción en nuestra cultura: por educación hacemos de Dios una frase devota sin más, pero también, sin decir nada lo excluimos de la vida pública de tal modo que pierda así todo su significado y se llegue a un olvido; pero esto es imposible, porque en el corazón del ser humano está la huella de Dios. Es duro tener que admitir que lo más real, quien hace posible que la realidad sea tal, lo excluyamos de la vida pública y que, en función de una tolerancia mal entendida que se convierte en hipocresía, lo admitamos sólo como una opinión privada, pero negando su relevancia en el ámbito público, en la realidad del mundo y de nuestra vida.
“La gente lo siguió” y vieron en Él la grandeza de Dios y el amor que tiene al hombre. La cuestión fundamental de nuestra existencia es, o ir con Dios y entrar por el camino de la vida, o abandonar a Dios y entrar por el abismo de la nada. La gran revelación que nos hace Jesucristo es ésta: Dios sale al encuentro del hombre. Quiere “buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). ¡Qué hondura tienen para nosotros esas palabras, “la gente lo siguió”! En el fondo se trata de una cuestión de fe, de una decisión que afecta a toda la existencia, es decir, es la elección que hacen por la Vida los que la han encontrado en Jesucristo. Recordemos que la gran cuestión del ser humano es ésta: “Tienes ante ti la muerte y la vida: escoge la vida” (Dt 30, 19).
“Jesús los acogía, les hablaba del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación”
4. Acogidos, orientados y sanados
El encuentro con Jesucristo les ayudaba a conocer el rostro de Dios. ¿Qué importante es llegar a entender que Jesús no es un gran profeta, ni una de las personalidades del mundo muy importantes, sino que es el rostro de Dios, que es Dios hecho carne? Acogidos por el Señor y escuchando sus palabras, nos sana, nos hace ver que Dios no es una sombra lejana, sino que tiene rostro, es el rostro de la misericordia, del perdón y del amor. ¡Qué maravilla comprobar cómo Dios se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte en Dios con nosotros! ¡Qué necesidad tenemos de contemplar a Jesucristo y descubrir en su persona cómo Dios no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge en la historia humana y se hace carne, se hace frágil y condicionado por el espacio y el tiempo! Acogidos, orientados y sanados, Jesucristo nos descubre cómo Él es el “sí” que Dios da al hombre y a su vida, al amor humano, a la libertad, a la inteligencia; esto es lo que desea hacernos saber y provocar en nosotros. ¡Qué fuerza tiene para todos los hombres el que comprendamos que el cristianismo es un gran sí, un sí que viene de Dios mismo y que tiene su concreción en la Encarnación! Solamente cuando situamos nuestra existencia dentro de ese sí, podremos experimentar la vida cristiana en todas las fases de nuestra existencia, también en las que son difíciles. Así es como mejor entendemos esas palabras del Evangelio: “Jesús los acogía, les hablaba del reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación” (Lc 9, 11b).
No podemos acercarnos a Dios como meros observadores. Muchos hombres, a través de la historia e incluso en tiempos de Jesús, se han acercado a Él desde fuera y ciertamente han reconocido su talla espiritual y moral y lo han comparado con otros grandes fundadores de religiones o filosofías. En el fondo les ha pasado lo mismo que al Apóstol Felipe durante la última Cena: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe?” (Jn 14, 9). Pero hay otra manera de acercarnos a Jesús, que es la que Él quiere y desea que tengamos, y por eso nos hace la misma pregunta que hizo a los primeros discípulos en el camino de Cesarea de Filipo: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 15). En nombre de todos, con gran impulso y decisión, fue Pedro quien tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Ésa es la solemne profesión de fe que desde entonces sigue repitiendo la Iglesia.
Sentimos la necesidad de ser acogidos por el Señor y, en esa intimidad con Él, proclamar con una convicción firme y serena, “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Haciendo esta confesión de fe, con la conciencia de que Cristo es el verdadero tesoro por el que vale la pena sacrificarlo todo, porque su persona es una amistad que nunca abandona y que conoce las expectativas más íntimas de nuestro corazón, no tenemos que temer a nadie ni a nada. En el antiguo mundo pagano, Jesucristo aparecía como la verdadera liberación, en un mundo que los hombres creían que estaba lleno de espíritus peligrosos ante los que había que defenderse. Hoy ha surgido en nuestro mundo un nuevo paganismo lleno de ideologías y también los hombres ven en este mundo poderes peligrosos. También en este mundo hay que anunciar a Jesucristo como la verdadera y única liberación. Conozcamos a Jesucristo. Es verdad que no puedo conocer a una persona del mismo modo que estudio las matemáticas u otra materia. Para éstas me basta la razón, para conocer a las personas hace falta la razón pero también el corazón. Abramos nuestro corazón al Señor, conozcamos el conjunto de todo lo que Él dijo e hizo, dejemos que Él nos ame, amémosle nosotros a Él. Escuchar, responder, entrar en la comunidad creyente y vivir la comunión con Cristo en los sacramentos donde se da a nosotros, es una manera concreta de sentir cómo el Señor nos acoge, nos orienta y nos sana.
“Los Apóstoles le dijeron: Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida”
5. No desentendernos de los problemas de los hombres
Hay una tentación permanente en el ser humano, fruto del pecado: desentendernos de los demás y mirar para nosotros mismos. En el fondo es olvidarnos de que lo nuestro es la vocación al amor. Pues esta vocación es la que nos hace auténticas imágenes de Dios. Somos semejantes a Dios en la medida que amamos. Y somos imagen distorsionada de Dios en la medida que retiramos el amor de nuestra vida. Así lo vemos en el pasaje del Evangelio que va marcando toda esta meditación en voz alta. Muchos eran los que habían acudido junto al Señor. Él los acogía y se entregaba a ellos según la necesidad de cada uno, mostrándoles así la verdadera realidad de Dios, que no es más que Amor. Pero los Apóstoles ponen la nota negativa, llega un momento en que se sienten atosigados, no quieren dar más de sí mismos, desean vivir, no desde el amor, sino desde sus egoísmos, y por eso le proponen al Señor: “despide a la gente”.
Ésta es nuestra gran tentación: desentendernos de los problemas de los demás: “despide a la gente”. En lo profundo del corazón, también a nosotros nos sale decir “despide a la gente”.
Pero el Señor quiere hablarnos al corazón y nos recuerda que nos ha creado a su imagen y semejanza y que esta realidad nos hace mirar siempre a los demás como hace Dios mismo, que quiso venir a este mundo para acompañar a los hombres y regalarles su amor y su gracia. Él es el amor y somos su imagen en la medida que brilla en nosotros ese amor y respondemos con su amor. No podemos mirar a los demás desde nuestra “idea”, porque surgirá en nosotros el deseo manifestado por los Apóstoles, “despide a la gente”. Los tenemos que mirar desde la realidad profunda que somos nosotros y son todos los demás, “imagen y semejanza de Dios”, hijos de Dios y hermanos nuestros. Así pasaremos del desentendimiento de los demás a la acogida y la comunión.
¡Qué fuerza tiene para nosotros el contraste que se produce en esta escena: mientras que las gentes se sienten acogidas, comprendidas, amadas por Jesucristo, el deseo de los Apóstoles, “despide a la gente”, manifiesta la oposición entre el pensar de Dios y el pensar de los hombres! Aquí se nos manifiesta con toda claridad que solamente unidos a Dios somos grandes. ¡Qué tentación más grande pensar que apartados de Dios, al margen de vivir desde lo que somos, imagen y semejanza de Dios, somos realmente libres y autónomos! Cuando Dios desaparece de la vida del hombre y éste se entiende a sí mismo sin tener en cuenta el plan de salvación que Dios hizo de él desde siempre, pierde su dignidad. Porque la dignidad le viene de su ser imagen y semejanza de Dios, tiene dignidad divina y el rostro del hombre tiene que ser expresión del esplendor de Dios. Siempre recuerdo aquellas palabras de San Agustín que aprendí de memoria siendo joven estudiante: “Despiértate, hombre: porque por ti Dios se ha hecho hombre” (San Agustín, Discurso 185, 1), pues en ellas descubro la necesidad que tenemos en este momento de la historia de dejarnos llevar por Jesucristo, que es el que con su fuerza y su luz vivificante nos impulsa a comprometernos en la construcción de un nuevo orden que nace de la comunión e identificación con Dios. De ahí que la fe no sea una cuestión secundaria para la vida, es algo principal.
“Dadles vosotros de comer”
6. Una propuesta radical
Me impresionaron mucho las primeras palabras con las que el Papa Benedicto XVI comenzaba la Encíclica Deus caritas est, ya que en ellas está inscrita la propuesta radical que el Señor hace a los Apóstoles y en ellos a nosotros: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (Deus caritas est, n.1a). Ese mandato del Señor, “dadles vosotros de comer”, solamente se puede vivir si de verdad tenemos la experiencia de vivir en la comunión con Dios e invadidos e insertados en su amor. Por eso la Encíclica continua diciendo: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva” (Ibid., n.1b).
En este mundo en el que vivimos y en estas circunstancias en las que estamos, es bueno descubrir en este mandato de Jesús, “dadles vosotros de comer”, cómo Él ha venido para descubrirnos el rostro de Dios sirviendo al mundo y a todos los hombres en la verdad y en el amor. La cercanía del Señor a los hombres fue de tal hondura que en todo su ser y obrar promovía la vocación integral del hombre, que es auténtico cuando afecta de manera unitaria a la totalidad de la persona, a todas sus dimensiones. Y esta misma tarea es la que el Señor ha confiado a la Iglesia; de ahí que hoy más que nunca sintamos los creyentes la necesidad de hacer presente a Dios en la vida y en el corazón de todos los hombres. Como nos decía el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Caritas in veritate, el desarrollo humano integral “exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no ver siempre en el prójimo solamente al otro, sino reconocer en él la imagen divina, llegando a descubrir verdaderamente al otro y madurar un amor que es ocuparse del otro y preocuparse por el otro” (Caritas in veritate, n. 11).
¿Todavía tiene sentido y valor que hoy nos siga diciendo el Señor “dadles vosotros de comer”? ¿Es necesario Jesucristo para el hombre que ha hecho grandes descubrimientos, que ha alcanzado la Luna y Marte y que está dispuesto a conquistar el universo? ¿Es necesario que el Señor siga diciendo “dadles vosotros de comer” al hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar los códigos del genoma humano? ¿Es necesario Jesucristo para un hombre que ha inventado la comunicación interactiva de Internet, gracias a las más avanzadas tecnologías que convierten a la tierra en una casa común o en lo que llaman “pequeña aldea global”? Tiene sentido más que nunca que recordemos las palabras del Señor “dadles de comer” y que lo hagamos como Él nos dijo, “haced esto en memoria mía”. Y tiene sentido para dar respuesta a todos los interrogantes que he planteado anteriormente, ya que el hombre, a pesar de todas esas conquistas, tiene el corazón hambriento. Pues, junto a las conquistas, muchos siguen muriendo de hambre y de sed, de enfermedad y pobreza, otros están esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, hay odios raciales y religiosos, otros se ven impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias, discriminaciones, ingerencias políticas o coacciones físicas o morales, otros viven en una situación de violencia permanente. Todo ello hace más urgente y actual hacer verdad el mandato del Señor, “dadles vosotros de comer”.
¡Qué maravilla en este “Año de la Fe”, poder decir con todas nuestras fuerzas que Jesucristo es el Señor; que en Él y en ningún otro podemos salvarnos (cf. Hch 4, 12)! La fe en Jesucristo es la fuente de toda esperanza, Él nunca defrauda, da salidas, ofrece horizontes, cambia nuestro corazón y nos entrega lo que es Dios mismo: “amor de comunión”, la que tenemos que vivir con los demás y hace posible que cumplamos su mandato, “dadles vosotros de comer”. Por eso, el encuentro con Jesucristo es esencial para poder seguirlo y anunciarlo: ofrecer la persona del Señor a todos los hombres es tarea esencial; con ello estamos haciendo realidad, su mandato, “dadles vosotros de comer”. No hay otro alimento para la vida, para saciar el corazón del hombre, para cambiar y animar esta historia y el desarrollo de los hombres, más que Jesucristo. Mirando y realizando el encuentro con Jesucristo los pueblos y todos los hombres pueden hallar la única esperanza que da plenitud de sentido a la vida. Como los primeros discípulos, también nosotros podemos encontrarnos con Él y escuchar su voz: Él está presente en la Sagrada Escritura, que habla de Él en todas sus páginas, pero de una manera verdaderamente única está presente en las especies eucarísticas, esa presencia que se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es sustancial, pues por ella se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1374).
¿Estamos dispuestos a vivir de la Eucaristía para hacer verdad ese mandato del Señor, “dadles vosotros de comer”? La Eucaristía contiene a Cristo mismo, por ello es fuente y cumbre de toda la vida cristiana (cf. LG, 11). Es alimentados de Cristo como podemos dar de comer, es en comunión con Jesucristo como podemos hacer gustar la eternidad en el tiempo.
“No tenemos más que cinco panes y dos peces”
7. La incapacidad para ayudar y dar respuesta a los hombres desde nosotros mismos
¡Qué elocuente es la estampa que nos ofrece el Evangelio cuando los Apóstoles, ante la propuesta de Cristo de “dadles de comer”, responden desde ellos mismo diciendo “no tenemos más que cinco panes y dos peces”! Y es elocuente porque, es cierto, desde nosotros mismos, con nuestras fuerzas, desde la perspectiva de nuestros intereses, poco o nada podemos hacer. Y es que con el Papa Benedicto XVI, también decimos que “no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana” (Caritas in veritate, n. 16b).
Por otra parte el Papa añade, “Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de ser más” (Ibid., 29). Precisamente por ello, Dios tiene que tener espacio en la vida del ser humano y por tanto también en la esfera pública, pues hay degradación de la persona cuando pretende hacerlo todo desde sí misma y por sí misma y hay también degradación de los pueblos y de la humanidad cuando se margina a Dios. Si el hombre se reconoce a sí mismo y al prójimo como sagrado (imagen y semejanza de Dios) podemos confiar unos de otros y vivir juntos en paz. Poner a Dios en el centro es esencial; sin Él o al margen de Él, diremos como los discípulos primeros, “no tenemos más que cinco panes y dos peces”. “Sin Dios el hombre no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es… El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don” (Caritas in veritate, 78 y 79).
Querer entender al ser humano sin su referencia a Dios es el mayor error que podemos cometer. Pues al hombre tanto en su interioridad como en su exterioridad, se le reconoce cuando está abierto a la trascendencia, es decir, a Dios. Sin la referencia a Dios, ni puede responder a los interrogantes que siempre agitan su corazón, ni puede comunicar a la sociedad en la que vive con los demás los valores indispensables para garantizar la convivencia. ¿Cuál es el destino del hombre sin su referencia a Dios? Ciertamente la desolación y el vacío que lleva siempre a la angustia. Sin embargo, la referencia a Dios que se nos revela en Jesucristo nos hace encontrar el sentido de la existencia y vivir en esperanza a pesar de los males que nos desesperan. De ahí la insistencia del Señor “dadles vosotros de comer” y la reacción de los discípulos viviendo desde ellos mismos, “no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Y es que por nosotros y desde nosotros mismos lo que damos es pobreza, por ello es importante recordar siempre lo que es el hombre y la humanidad cuando oculta o margina a Dios.
Debemos tener la valentía de recordar a quienes viven a nuestro lado, a nuestros contemporáneos, lo que es el hombre y la humanidad, queriendo solucionar desde nuestras propias fuerzas las situaciones que vive. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su gracia y que por tanto es capaz de hacer el bien cuando deja entrar a Dios en su vida; pero también es una criatura muy frágil que está expuesta al mal. Además, no es un nómada, no es un ser aislado que vive para sí mismo, sino que está creado para vivir en la comunión. Sólo viviendo esa comunión, en la entrega a los demás, es como encuentra vida y descubre a Dios. Nunca lo descubrirá desde sí mismo, ahí siempre dirá: “no tenemos más que cinco panes y dos peces”; pero en, desde y por el Señor, tendrá para todos y verá con total claridad quién da vida.
¿Cómo puede suceder que el hombre hecho para Dios, íntimamente orientado a Él, la criatura más cercana a lo eterno, pueda privarse de esta riqueza? Quien conoce de verdad el corazón del hombre es quien lo ha creado y sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso el Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad para que todos puedan llegar a conocerlo. ¡Qué maravilla es poder ver en Jesucristo la verdad del hombre! ¡Y qué responsabilidad tan grande es para los cristianos ser con nuestra vida reveladores del rostro de Dios!
En Él descubrimos que el grado máximo de libertad no se adquiere diciendo “no” a Dios, como nuestros primeros padres, sino diciendo “sí” a Dios, como nos lo enseña Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios. Es cambiando la voluntad humana por la voluntad divina cuando nace el verdadero hombre, “no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
“Haced que se sienten… Entonces, tomando Él los cinco panes y los dos peces…pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que los sirvieran a la gente”
8. La respuesta de Jesucristo
¡Qué diferencia más abismal entre la actitud de Cristo y la de los Apóstoles! Jesús no se desentiende de toda aquella multitud que había acudido a verle. Los Apóstoles, en cambio, no querían complicarse la vida; por eso y porque con sus fuerzas no podían atender a tanta gente, quieren que se marchen. Mientras ellos dicen “que vayan a buscar alojamiento y comida”, Cristo dice “haced que se sienten”. Él quiere atenderlos en su situación, los quiere a su lado y quiere entregarles lo que necesitan en ese momento. Y que acontecimiento más extraordinario: los discípulos decían la verdad de lo que por ellos mismos podían hacer. Ellos decían “no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Jesucristo, que es Dios y hombre verdadero, “tomando él los cinco panes y los dos peces” en sus manos pudo atender a aquella multitud, “comieron y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos”. ¡Qué diferentes son las cosas si están en nuestras manos o en manos de Dios! Y es que lo nuestro y nosotros en manos de Dios puede saciar a todos los hombres. Y además, el Señor cuenta con nosotros, pues Él desea nuestra colaboración, nos la pide, para que repartamos lo que en sus manos se multiplica y pueda dar de comer a toda la multitud que allí se agolpaba.
¿Cómo hacer posible que nosotros demos siempre la misma respuesta que Jesucristo? Realizando el mismo itinerario que los discípulos de Emaús: cuando éstos se sientan a la mesa y reciben de Jesucristo el pan bendecido y partido, se les abren los ojos, descubren el rostro del Resucitado, sienten en su corazón que es verdad todo lo que Él ha dicho y hecho, y que ya ha iniciado la redención del mundo, que cuenta con ellos para comunicar a todos los hombres esta noticia. De tal modo que la Eucaristía es el alimento indispensable para el discípulo de Cristo, entre otras cosas para no desentendernos de los hombres, para no decirles “que vayan a las aldeas y cortijos a buscar alojamiento y comida”, sino para decirles con todas nuestra fuerzas “que se sienten” y hacer realidad el mandato de Jesús, “como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34).
Hay unos textos del Concilio Vaticano II que nos ayudan a descubrir la respuesta de Cristo a la situación de los hombres, que no es ni más ni menos que descubrir y asumir que toda nuestra vida tiene que tomar una “forma eucarística” (cf. Sacramentum caritatis, 70-83): “Nuestro salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de gloria futura” (SC 47). “La Eucaristía es fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (LG 11). “La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO 5). Por otra parte, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “En el santísimo sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia se denomina real, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen reales, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre verdadero, se hace totalmente presente” (1374).
Todos estos textos, y más que podríamos traer a consideración, manifiestan lo cerca que está Dios de nosotros y cómo la comunión con Él acrecienta nuestra unión y nos capacita para hacer lo que Él mismo hace: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56); “lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). Al poner nuestra vida en sus manos, al habitar nosotros en Él y Él en nosotros, al vivir por Él, nos restaura con su fuerza y nos fortalece con su vida, haciéndonos capaces de hacer lo que Él mismo hace: dándose a nosotros reaviva nuestro amor y le da sus medidas al arraigarnos en Él.
La centralidad de la Eucaristía, vivida tanto en la celebración de la Cena del Señor, como en la adoración silenciosa del Santísimo Sacramento, debe ser evidente en todos los discípulos de Cristo. Decía el Beato Juan Pablo II: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación” (Ecclesia de Eucharistia, 11). La Iglesia vive de la Eucaristía y renace siempre de Ella, es comunidad eucarística en la que, al recibir todos al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo. Esto es lo que hizo el Señor cuando dijo, “haced que se sienten”, abrazar a todos los hombres. Y esto es lo que posibilitó a los discípulos, que desde Él, diesen ellos también el abrazo de Dios a todos los hombres que allí se encontraban.
Es necesario recordar, llegado este momento, unas palabras del Papa Benedicto XVI que son esenciales para nuestra vida: “La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios, celebración de los Sacramentos y servicio de la caridad. Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separase una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia. La Iglesia es familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia” (Deus caritas est, 25).
Ante aquella multitud que le rodeaba, Jesús dice: “haced que se sienten”, y los abraza mostrándoles lo que es la esencia de su amor: “La caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación… Es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita… El amor es gratuito; no se practica para obtener objetivos… la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor” (Deus caritas est, 31).
“Comieron todos y se saciaron”
9. Horizontes y perspectivas nuevas
Ese deseo del Señor que manifiesta diciéndonos “dadles vosotros de comer”, se convierte en toda una experiencia que nos dice que la fe no se reduce a un sentimiento privado, sino que implica coherencia y testimonio también en el ámbito público a favor del hombre, de la justicia y de la verdad. Pero, ¿cómo llegar a una fe viva, a una fe realmente católica, a una fe concreta, viva y operante? Es verdad que la fe es un don. Este hecho nos debe hacer descubrir que tiene que darse en nuestra existencia una condición, como es permitir que nos den algo.
No podemos, ni debemos ser autosuficientes sino humildes. No queramos hacerlo todo por nosotros mismos; entre otras cosas porque no podemos. Tengamos la valentía de abrirnos, con la conciencia clara de que el Señor dona realmente. Éste es el primer gesto de la oración, estar abiertos a la presencia del Señor y a su don. ¡Dame la fe, Señor! Es el gesto de apertura que hacemos con todo nuestro ser, hacernos disponibles a aceptar el don y dejarnos impregnar por el don en todas las dimensiones de nuestra existencia.
Os quiero proponer maneras concretas para crecer en la fe. La fe es un camino de vida. Un camino dirigido por el Espíritu Santo. Un camino que se compendia en dos palabras: conversión y seguimiento. Estas dos palabras son claves en la tradición cristiana y las hemos visto cumplidas en la página del Evangelio que ha dirigido toda nuestra meditación: solamente cuando los discípulos aceptan la versión de la vida que les ofrece Jesucristo y cuando siguen sus pasos, pueden ver cómo se hace realidad aquello de que “comieron todos y se saciaron”. La fe en Cristo implica una praxis de vida basada en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Y ello expresa también la dimensión social que tiene que tener la vida cristiana.
Os propongo algunos horizontes y perspectivas que en este “Año de la Fe” susciten “en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza… no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo” (Porta fidei, 9).
1. Itinerario Diocesano de Renovación. Tomad la decisión unos de continuar y otros de entrar por primera vez en los grupos del Itinerario Diocesano de Renovación, que en este “Año de la Fe” tiene un tema apasionante: “Para mí la vida es Cristo”. “La puerta de la fe (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros” (Porta Fidei, 1). En el contexto del IDR celebraremos la “Misión en Valencia porta fidei”.
2. Día del Señor: el Domingo. Asumid el compromiso de vivir el Día del Señor. No reduzcáis la fiesta del Domingo a un puro “fin de semana”, quedándoos encerrados en un horizonte que no os permita ver el cielo. Podemos estar vestidos de fiesta, pero siendo incapaces de “hacer fiesta”. En el Domingo, “los fieles deben reunirse en asamblea a fin de que escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106).
3. Adoración Eucarística Perpetua. Permanezcamos los cristianos delante del Señor, reconociéndole como el Camino, la Verdad y la Vida en el Misterio de la Eucaristía y poniendo a todos los hombres, en todas las situaciones que vivan en sus manos, las veinticuatro horas del día. Inauguramos la primera capilla de Adoración Perpetua el próximo día 16 de septiembre en la Iglesia de San Martín. Es mi deseo que éste sea el primer paso de un camino para que, en todas las ciudades y pueblos donde sea posible, tengamos capilla de Adoración Perpetua. Así entraremos en toda la tradición de nuestra Iglesia Diocesana de Adoración del Santísimo Sacramento.
4.El Sacramento de la Confesión y la Dirección Espiritual. Haremos posible que en todas las comunidades parroquiales haya un horario de confesiones, de modo que los fieles se puedan guiar y saber que Jesucristo les espera para regalarles la gracia del perdón. También serán horas en las que los fieles vuelvan a tener la posibilidad y la gracia de llevar en su vida la dirección espiritual que los santos han vivido y han recomendado.
5.Proyecto persona y economía de comunión. Realizado por la Universidad Católica de Valencia. Ver en www.ucv.es.
6.Proyecto educación en y para la comunión. Se dará a conocer a todos los responsables de las instituciones educativas de la Iglesia.
7.Jóvenes en misión. Proyecto que daremos a conocer en la oración mensual del primer y segundo viernes de mes. Joven anunciando a Jesucristo a otro joven: Misionero del Santo Cáliz y de la Mare de Déu.
8.Compromiso con Cáritas de todos los cristianos. Actualicemos el Amor de Jesucristo aquí y ahora con un corazón que ve dónde se necesita Amor. La mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en acercar el Amor de Dios a rostros concretos. Que en todas las parroquias esté presente la acción de Cáritas.
9. Facultad de Teología. Ayudará en la celebración del cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II, a asimilar esa gracia inmensa que fue este acontecimiento, donde “se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos”. Por otra parte, como viene haciendo la Facultad de Teología, nos ofrecerá la formación permanente siempre tan necesaria para la misión.
10.Facultad de Derecho Canónico, Pontificio Instituto Juan Pablo II para el estudio del matrimonio y la familia, y Cátedra de Teología de la Universidad Católica de Valencia. Programarán seminarios, conferencias, reflexiones y acciones que ayuden a vivir el “Año de la Fe”.
11.Catecismo de la Iglesia Católica. “Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural” (Porta fidei, 12). Haremos posible que llegue a todos los cristianos “lo fundamental de nuestra fe”.
12.Pastoral vocacional. Haremos llegar a todos los sacerdotes y comunidades cristianas las orientaciones que los Obispos de la Provincia Eclesiástica hemos dado para esta tarea. Convocar a jóvenes a entregar la vida para anunciar a Jesucristo ha de ser para nosotros una acción fundamental.
Conclusión
Profesemos juntos nuestra fe
Las palabras del Señor que hemos meditado, nos han explicado el contexto profundo en que hemos de situar nuestra confesión de fe y las exigencias vitales que comporta. Conscientes de todo ello, os invito finalmente a que todos juntos, como Iglesia de Dios que peregrina en Valencia, profesemos nuestra fe con el símbolo común a todas las Iglesias de Oriente y Occidente, que recitamos constantemente en la celebración de la Eucaristía.
“Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”.