En el segundo domingo de Pascua de Resurrección, por decisión especial del Papa San Juan Pablo II, celebramos el Domingo de la Misericordia, que se ha manifestado tan inmensa e infinita en los acontecimientos que estos días estamos celebrando: los acontecimientos de la Pascua del Señor, de su muerte y resurrección gloriosa. Es verdad, la misericordia de Dios llena la tierra. Es cierto, damos fe de ello: “Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia” (Sal 32). Nuestra esperanza está puesta por completo en la misericordia infinita de Dios que nunca se acaba y se renueva cada mañana.
Sólo en la misericordia de Dios podemos, debemos esperar; somos testigos, como canta la Santísima Virgen María, de que es verdad: la misericordia del Señor llega ininterrumpidamente a sus fieles de generación en generación. Toda la historia humana es muestra fehaciente de que Dios no abandona al hombre y que actúa en la historia humana para llevar a toda la realidad creada a una plenitud salvífica. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, rico en misericordia, que tiene para nosotros un “reino” por instaurar, sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia: de misericordia que no tiene vuelta atrás.
Liberación de la miseria humana
La misericordia de Dios que llena toda la tierra y acompaña al hombre en toda su historia llega a su punto culminante en la persona de su Hijo, enviado por Él y venido al mundo en carne, no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Bien podemos decir que Jesús, en la integridad de su persona y su misterio, de su vida, de su palabra, y de su obra, es la misma misericordia de Dios hecha carne de nuestra carne que, de manera irrevocable y para siempre, se ha unido al hombre y se ofrece a todos. En la resurrección de Jesús se nos ha dado, en verdadero derroche de gracia y de sabiduría, la plenitud de la misericordia y se nos ha concedido conocer y probar que Dios es Amor, que tiene un corazón que se compadece y libera de la miseria humana. Nosotros somos testigos, por la resurrección de Jesucristo, de que Dios no abandona al hombre definitivamente, de que, en Jesús, se ha unido al hombre de manera irrevocable, se ha empeñado en favor del hombre, y no lo deja ni dejará en la estacada por muy sin salida que se encuentre. Caminará siempre sobre las aguas procelosas de la historia y lo acompañará en su Iglesia hasta la orilla serena, de paz y de felicidad. La resurrección de Cristo es la manifestación plena de la misericordia de Dios: en ella han sido vencidas para siempre las fuerzas del mal y las olas que baten con fuerza sobre el edificio de la Iglesia. Sabemos bien que de Dios podemos fiarnos incondicionalmente en cualquier callejón sin salida, ante lo que amenaza de muerte al hombre o reclama aliento y ánimo de vida, y que podemos poner en Él toda nuestra confianza, confiar en Él y confiarnos a Él como un niño en brazos de su madre, pues “los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre”. Por eso, nosotros, el Domingo de la Misericordia y siempre, suplicamos al Señor, que su “misericordia venga sobre nosotros como lo esperamos de Él”.
“El culto a la Misericordia divina no es una devoción secundaria, sino una dimensión que forma parte de la fe y de la oración del cristiano”. La misericordia es también la forma de ser cristiano: “Sed misericordiosos, dice Jesús, como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Es lo que recordamos y confesamos el domingo, aniversario, además, de la muerte del Papa San Juan Pablo ll, evangelizador de la misericordia. De manera muy especial y viva, reconocemos, proclamamos y alabamos la misericordia de Dios, invocamos a Dios con toda sencillez y confianza de hijos necesitados como “Dios de misericordia infinita”, y le damos gracias porque “es eterna su misericordia”. Es necesario que, a plena luz, con todo lo que somos y con todos los medios de que dispongamos, testifiquemos y anunciemos esto en tiempos como los nuestros en que siguen y agravan las tribulaciones, los sufrimientos y las pruebas, las heridas abiertas del Crucificado, pero en los que también sigue de manera irrevocable la esperanza de Jesús, vencedor de toda muerte y de toda destrucción humana. De momento nos toca sufrir un poco en pruebas diversas. “¡Cuanta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo profundo del sufrimiento humano, parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde dominan el odio y la sed de venganza, donde la guerra conduce al dolor y a la muerte de inocentes, es necesaria la gracia de la misericordia que aplaque las mentes y los corazones, y haga brotar la paz. Donde falta el respeto por la vida y la dignidad del hombre, es necesario el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Es necesaria la misericordia para asegurar que toda injusticia en el mundo encuentre su término en el esplendor de la verdad” (San Juan Pablo II).
El olvido de Dios, rico en misericordia
La Humanidad de hoy se ve acechada por “nuevos peligros” que acosan al origen y al fin de la vida, a través del aborto, de las “manipulaciones genéticas”, la eutanasia, o el debilitamiento de la familia. “A menudo, el hombre de hoy vive como si Dios no existiese, e incluso se pone a sí mismo en el lugar de Dios. Se arroga el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana. Quiere decidir, mediante manipulaciones genéticas, la vida del hombre, y determinar los límites de la muerte”. Se observa una tendencia en la sociedad de hoy, con muchos medios a su alcance, que quiere eliminar la religión, más aún, a Dios mismo, tanto de la vida pública como de la privada”. El olvido de Dios, rico en misericordia, su desaparición del horizonte y universo de una cultura dominante que lo ignora o rechaza es el peor mal que acecha a la humanidad de nuestro tiempo, su quiebra más profunda. Esta tendencia, que pretende imponerse como cultura dominante, además, “al rechazar las leyes divinas y los principios morales, atenta abiertamente contra la familia”, que es donde está el futuro del hombre. De diversas formas trata de amordazar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente en la cultura y en la conciencia de los pueblos. Todo ello ha condicionado, sobre todo, al siglo XX, un siglo marcado de forma particular por el misterio de la iniquidad, que sigue definiendo la realidad del mundo en este nuevo siglo, todavía dentro de su primera década.
Estamos viviendo momentos complicados en el mundo, en nuestra sociedad. Con toda honestidad, y con una fe viva, es preciso reconocer que estamos necesitados de la misericordia de Dios para reemprender el camino con esperanza; estamos grandísimamente necesitados del testimonio y anuncio de Dios vivo y misericordioso; ésta es la cuestión esencial y necesitamos, en tiempos de dispersión y quiebra, centrarnos en lo esencial: la experiencia, testimonio, anuncio e invocación constante y confiada de Dios misericordioso, revelado en el rostro humano y con entrañas de misericordia de su Hijo venido en carne. Para nosotros, en la situación que vivimos, para el mundo y para el hombre “sólo existe una fuente de esperanza: la misericordia de Dios”, que se ha manifestado tan grande al resucitar a su Hijo de entre los muertos y hacernos renacer por Él, resucitado de entre los muertos, a una esperanza viva e incorruptible. Hermanos, en estos días y allá donde estemos, queremos repetir con fe, con la fe misma de los santos Apóstoles: “¡Jesús confío en Ti!”, que eres la misericordia de Dios.
Éste es el gran anuncio de futuro para el mundo: “De este anuncio, que expresa la confianza en el amor omnipotente de Dios, tenemos particular necesidad en nuestro tiempo, en que el hombre experimenta el desconcierto ante las múltiples manifestaciones del mal. Es necesario que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo profundo de los corazones llenos de sufrimiento, de inquietud y de incertidumbre, pero, al mismo tiempo, con una fuente inefable de esperanza” dentro de ellos. El manantial de esa fuente es Cristo, el Hijo único del Padre, rico en misericordia. Sólo la resurrección, manifestación y plasmación suprema de la misericordia divina, nos abre a la esperanza grande, nos alienta a ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conduzcan a él. Porque el duelo que se trabó entre la vida y la muerte, se ha inclinado de manera definitiva y sin vuelta atrás del lado de la Vida, del lado del Amor, del lado de la misericordia de Dios. Ese duelo secular que acompaña toda la historia de la humanidad y de la Iglesia, y que con tan fuerte intensidad se ha manifestado en los últimos cien años, desemboca en el triunfo del Señor de la Vida, el que es la revelación y la entrega del Amor misericordioso de Dios, cuya gloria es que el hombre viva, de Dios que ha resucitado a Jesucristo, de Jesucristo resucitado, cuyo signo y saludo, y envío y misión es la paz y la misericordia y el perdón.
Que Dios, en su infinita misericordia, nos conceda a todos mantenernos vivos en esta confianza, que es nuestra victoria, y que demos testimonio valiente de esto, del Evangelio de la misericordia que se concentra y expresa en la resurrección de Jesucristo. Acojámonos y confiémonos a la misericordia de Dios. Acudamos a la Santísima Virgen Madre, madre de misericordia y del amor misericordioso, y que Ella nos ayude a confiar.