REDACCIÓN 31-03-2016
Reproducimos a continuación las homilías íntegras pronunciadas por el arzobispo de Valencia, el cardenal Antonio Cañizares, en las celebraciones de Semana Santa en la Catedral.
Misa Crismal (23 marzo de 2016)
En la Misa Crismal, don Antonio bendijo los óleos y el crisma. A.SAIZ
Muy queridos hermanos Obispos, D. Esteban, D. Manuel y D. José, muy queridos hermanos sacerdotes y diáconos, muy queridos todos, hermanos y hermanas en el Señor.
Con alegría y afecto nos reunimos para celebrar esta Eucaristía, en la que renovaremos nuestras promesas sacerdotales, tras la consagración de los Santos Óleos. Nos encontramos en este cenáculo de la Catedral «compartiendo la conmemoración, llena de gratitud, de la alta misión que nos aúna», nacida en el Cenáculo de Jerusalén en la Última Cena de Jesús con los Apóstoles. Nos encontramos conmemorando aquellas palabras del Señor «Haced esto en conmemoración mía», e inseparablemente conmemorando que al decir estas palabras «pensaba en los sucesores de los Apóstoles que habrían de prolongar su misión, distribuyendo el alimento de vida hasta los extremos confines de la tierra. Así, queridos hermanos sacerdotes, en el Cenáculo hemos sido en cierto modo llamados personalmente, uno a uno, con amor de hermano, para recibir de las manos santas y venerables manos del Señor el Pan Eucarístico, que se ha de partir como alimento del Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo hacia la Patria».
En la misma última Cena en la que el Señor instituyó y nos dejó la Eucaristía hemos nacido como sacerdotes. Junto al gran don que Cristo nos ha dejado en el memorial eucarístico, e inseparable de él, nos ha dejado en aquella venerable Cena, el sacerdocio sacramental. Los sacerdotes «hemos nacido de la Eucaristía». Como nos recordaba el Papa San Juan Pablo II en una de sus Carta que nos dirigió a los sacerdotes el día de jueves Santo, el sacerdocio ministerial, que somos, «tiene su origen, vive, actúa y da frutos de la Eucaristía». «No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía».
Y añadía: «El ministerio ordenado, que nunca puede reducirse al aspecto funcional, pues afecta al ámbito del ser, faculta al presbítero para actuar in Persona Christi y culmina en el momento en que consagra el pan y el vino, repitiendo los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena». Por medio de los sacerdotes, Cristo está presente en nuestro mundo contemporáneo, vive entre nosotros y ofrece al Padre el sacrificio redentor por todos los hombres y los incorpora a su ofrenda al Padre y a su obra salvadora. «Ante esta realidad extraordinaria permanecemos atónitos y aturdidos: ¡Con cuánta condescendencia humilde Dios ha querido unirse a los hombres! Si estamos conmovidos ante el pesebre contemplando la encarnación del Verbo, ¿qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de la fe».
Nuestro ser sacerdotes es inseparable de la Eucaristía y nuestra existencia sacerdotal queda configurada por la Eucaristía, por el sacrificio que Cristo ofrece al Padre en oblación por nuestros pecados y los de todos los hombres, para la redención y salvación de la humanidad y del mundo entero. En la ordenación sacerdotal, al tiempo que se nos entrega el cáliz y la patena, se nos dice: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor». «Imita lo que conmemoras». Por eso toda nuestra vida no debiera ser sino una prolongación de la Eucaristía: nuestros gestos, nuestras palabras, nuestras actitudes, todo debiera expresar ese don de la Vida y del Amor en favor de los hombres que renueva la ofrenda de Cristo, su amor a los hombres, a los que llama suyos y sus amigos, hasta el extremo.
El ministerio sacerdotal, que actualiza permanentemente el Sacrificio de Cristo, debe ser vivido con ese espíritu de oblación, de entrega, de sacrificio personal. En definitiva con las mismas actitudes y sentimientos de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, con el que somos configurados sacramentalmente. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». «Amó a la Iglesia y se entregó por ella». «Los amó hasta el extremo».
Todo en nosotros, queridos hermanos sacerdotes, debiera ser expresión de esa «ofrenda, oblación y obediencia» al Padre y de esa «caridad pastoral» que llega al don de la vida, del «cuerpo» y de la «sangre». La caridad pastoral, que nos identifica como sacerdotes, presencia sacramental de Cristo Buen Pastor, fluye, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que nos habremos de es forzar, con el auxilio imprescindible del Espíritu, en reproducir en nosotros mismos lo que se hace en el ara sacrificial. En el centro de nuestra vida sacerdotal está la Eucaristía de cada día. Es esta Eucaristía cotidiana lo que unifica nuestra vida sacerdotal, al igual que centra y unifica la vida de toda la Iglesia. No es un aspecto de la vida sacerdotal junto a otros, sino el vínculo que expresa de modo eminente nuestra vinculación con Cristo y el significado de toda nuestra vida sacerdotal y nuestra relación con los fieles.
A partir de la Eucaristía, a partir de ser sacerdotes para la Eucaristía, nacer de ella y ser lo que somos con ella, la vida del sacerdote no puede ser otra que la de Cristo. No podemos contentarnos con una vida mediocre. Más aún, no cabe una vida sacerdotal mediocre. Nunca debería caber y menos en los momentos actuales en que es tan necesario mostrar la identidad de lo que somos y así dar razón de la esperanza que nos anima. «No podemos contentarnos con menos que con ser santos», diría D. José María García Lahiguera. El sacerdote tiene que ser como Cristo, tiene que ser santo. «El Sacerdocio que tengo es el de Cristo, por mí participado, y éste es santo. Haga lo que yo haga, el sacerdocio que yo participo es siempre santo no tengo más remedio! tengo que ser santo, y una santidad que tiene que ser específica en mí santidad sacerdotal. Santidad a ultranza y esa que obliga a ser como Él tiene una especial característica: ser como Él en el altar: Víctima, Sacerdote-Hostia».
La Eucaristía renueva el único sacrificio de Cristo por todos los hombres. Tiene siempre un alcance universal. Desde ella se comprende que toda participación en el sacerdocio de Cristo tiene una dimensión universal. Por otra parte, como recuerda el Concilio, » el don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles» (PO 10). Así también nos lo indicaba el Papa San Juan Pablo II en su última carta a los sacerdotes al recordarnos la «apostolicidad de la Eucaristía».
Por la naturaleza misma de nuestro ministerio los sacerdotes debemos «estar llenos de un profundo sentido misionero y de un espíritu genuinamente católico que nos habitúe a trascender los límites de nuestra propia diócesis, nación. .. y proyectarnos en una generosa ayuda a las necesidades de toda la Iglesia y con el ánimo dispuesto a predicar el Evangelio en todas partes» (PDV 18). Con esta perspectiva es necesario educar nuestro corazón y estar dispuestos: educar nuestro corazón para que vivamos el drama de los pueblos y multitudes que no conocen a Cristo y para que estemos siempre dispuestos a ir a cualquier parte del mundo a anunciarlo a todas las gentes. Esta disponibilidad es particularmente hoy necesaria ante los inmensos horizontes que se abren a la misión de la Iglesia y ante los retos de la nueva evangelización.
«Todos los sacerdotes, pues, debemos tener corazón y mentalidad misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los más alejados y sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente. Que en la oración, y particularmente en el sacrificio eucarístico sintamos la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera» (RM 67)
«El pueblo cristiano tiene buenos motivos para, por un lado, dar gracias a Dios por el don de la Eucaristía y del sacerdocio y, por otro, rogar incesantemente para que no falten sacerdotes en la Iglesia. El número de presbíteros nunca es suficiente para afrontar las exigencias crecientes de la evangelización y el cuidado pastoral de los fieles. Su escasez se nota hoy especialmente en algunas partes del mundo, porque disminuyen los sacerdotes sin que haya un suficiente reemplazo generacional. Gracias a Dios, en otras partes está despuntando una prometedora primavera vocacional. Así, pues, ha de aumentar en el Pueblo de Dios la conciencia de tener que orar y actuar diligentemente en favor de las vocaciones al Sacerdocio y a la vida consagrada. Sí, las vocaciones son un don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Siguiendo la invitación de Jesús hay que rogar ante todo al Dueño de la mies para que envíe obreros a su mies. La oración reforzada con el ofrecimiento silencioso del sufrimiento, es el primero y más eficaz medio de la pastoral vocacional. Orar es mantener la mirada fija en Cristo, con la confianza de que Él mismo, único Sumo Sacerdote, y de su entrega divina, manan abundantemente, por la acción del Espíritu Santo, los gérmenes de vocación necesarios en cada momento para la vida y la misión de la Iglesia.
Vivamos con gozo el don del ministerio sacerdotal que nos ha sido confiado y renovemos las promesas sacerdotales.
Jueves Santo In Coena Domini (24 de marzo de 2016)
Un momento del lavatorio del Jueves Santo en la Catedral. A.SAIZ
Queridos hermanos sacerdotes, queridos todos hermanos y hermanas en el Señor: Como siempre que celebramos la Eucaristía, en este atardecer; celebramos el memorial de la Última Cena del Señor, y así renovamos la Pascua de Cristo, aquella «hora suya» que es el momento bendito de la plenitud de los tiempos, porque es la hora de Dios en que su amor ha llegado a su máxima y plena manifestación a favor nuestro, un amor sin límites y sin exclusión de nadie, un amor que se desborda en un verdadero derroche de misericordia. Celebramos el Memorial de la Cena del Señor este año profundamente doloridos y avergonzados por el terrible y execrable asesinato yihadista perpetrado alevosamente en acto terrorista horrible, ahora en Bruselas, que merece en sí y por sí toda condena y repulsa sin paliativo alguno, como todo acto terrorista sin excepción ni justificación de ningún tipo, aunque algunas fuerzas, verdaderamente desalmadas y sin alma, quieran buscar ciertas justificaciones en hechos o personas precedentes: El terrorismo nunc tiene paliativo alguno ni atenuante posible. La muerte violenta del hombre, el asesinato buscado jamás tendrá paliativo. Siento un profundísimo dolor por las víctimas, con las que me siento, nos sentimos enteramente identificados y solidarios en amor y solidaridad sin fisuras; Siento también una grandísima vergüenza, porque ¿cómo es posible tan cruel inhumanidad, cómo todavía se puede matar tan impunemente a esta alturas de civilización, cómo hombres, sin duda estos asesinos hijos y herederos de Caín, pueden llegar a tal odio destructivo con otros hombres, que, se quiera o no son hermanos?
Lo que estamos celebrando y nos mandó Jesús, es todo lo contrario: es amor, es reconciliación, es perdón, es paz; es Cristo que nos da su cuerpo y su sangre para la remisión de los pecados de todo el mundo y para establecernos en su paz, que acoge, reconoce y respeta a todo hombre en su dignidad y se nos da Él mismo, nos da su paz, no como la da el mundo. También quiero compartir con vosotros, ante esta celebración, una grandísima esperanza, nacida de la fe, esa fe que se expresa toda enteramente en este sacramento de nuestra fe. Por la Eucaristía, que hemos recibido del Señor, Jesús está presente entre nosotros, ahí está la esperanza, se ha quedado entre nosotros, que da su vida por nosotros para que tengamos vida: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros», «Esta es mi sangre derramada por vosotros para vuestra redención». Por nosotros, por vosotros, para vuestra redención, es el amor supremo que Dios, Amor, nos tiene; sin límite alguno. Ahí está todo, toda nuestra fe; ahí está la esperanza y la fuente de toda esperanza que nos salva.
Aquella tarde, tarde en la que el huracán de la violencia asesina y del odio, se precipita sobre el Príncipe de la Paz, Jesús; y Jesús mismo, manso y humilde corazón, pacífico y misericordioso, se rebaja, se pone los atuendos de esclavo, la ropa de nuestra miseria, y ejerce el servicio de esclavo. Se arrodilla ante cada uno de los discípulos, uno tras otro, ante todos. Ahí, no en meras palabras o manifiestos que no comprometen, en hechos reales, en obras inequívocas, como había sido toda su vida y su actuación, nos anticipa el sentido de la pasión que acontecerá después: se despoja de su rango, se inclina ante nuestros sucios pies, ante la inmundicia de nuestras vidas, nos lava, nos purifica y acondiciona para sentarnos a su mesa. El no hace acepción de nadie, ni siquiera del que le iba a traicionar, o del que le negaría tres veces, ni de los que, miedosos y cobardes, huirían ante el fracaso aparente del Maestro. Todos quedan convocados a la mesa de la unidad.
¡Qué maravilla y qué grandeza lo que hoy, lo que aquí en el misterio eucarístico se nos ofrece y se nos da!: La carne de Cristo, el Hijo de Dios, Dios mismo, para la vida del mundo, para reconciliar al mundo, para el perdón de nuestros pecados que llevan consigo violencia, división, odio,…Quien come esta carne vivirá para siempre, tiene en él la vida eterna, participa del triunfo glorioso de nuestro Señor, crucificado y resucitado, sobre el pecado, sobre la injusticia, sobre el odio, sobre la violencia, sobre el asesinato, sobre la muerte. Que Dios nos conceda creer esto y vivirlo. Porque, el misterio eucarístico, cambia la vida de hombre y le hace vivir de otra manera: la propia vida de Cristo, la del amor, la de la caridad.
No olvidemos, por eso, queridos hermanos y hermanas, que la Eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura» en un «proyecto» de vida y de sociedad, que «aparece ya en el sentido mismo de la palabra ‘eucaristía’: acción de gracias. En Jesús, en su sacrificio, en su ‘sí’ incondicional a la voluntad del Padre, que quiere que todo hombre viva, que vuelva a Él Amor y Misericordia, Padre de todos; en Jesús está el ‘sí’, el ‘gracias’, el ‘amén, de toda la humanidad. La Iglesia está llamada a recordar a los hombres esta gran verdad. Es urgente hacerlo sobre todo en nuestra cultura secularizada y de violencia, odio, egoísmo y desamor, que respira el olvido de Dios y cultiva la vana autosuficiencia del hombre. Encarnar el proyecto eucarístico en la vida cuotidiana, donde se trabaja y se vive -en la familia, la escuela la fábrica y en las diversas condiciones de vida-, significa, además, testimoniar que la realidad humana no se justifica sin referencia al Creador y Redentor nuestro: Sin Dios, Creador y Redentor, Amor y misericordia, perdón y gracia, la criatura se diluye. Esta referencia trascendente, que nos obliga a un continuo ‘dar gracias’ y ‘amar’ -justamente a una actitud eucarística-por todo lo que y con lo que tenemos y somos, no perjudica la legítima autonomía de las realidades terrenas, sino que las sitúa en su auténtico fundamento, marcando al mismo tiempo sus propios límites y su gran capacidad y grandeza que es amar. Esas son nuestras raíces, las que dan vida y sostienen nuestra cultura, que no podemos perder ni debilitar.
Por eso que nadie tema que por parte de la Iglesia y de la fe cristiana, de sus raíces que sustentan Europa, España, el mundo entero, que, en definitiva, se hacen y se alimentan, que crecen y viven por la Eucaristía, ninguna amenaza a la justa autonomía de lo terreno y a la justa y sana laicidad y al respeto a todos. Pero, precisamente por servicio al mundo a los hombres y a su propio desarrollo, nunca podremos ni deberemos dejar de ser consecuentes con la presencia de Cristo en el mundo que entraña la Eucaristía; por ello no podemos someternos a una «mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Ese laicismo, que restringe aunque no lo diga, además, de no formar parte de las raíces que nos dan consistencia y de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla», es que también contradice el misterio de la fe, la substancia viva de lo que somos, es decir, contradice el misterio de la Eucaristía. La Eucaristía es el centro de nuestra vida, es presencia salvadora de Cristo en la historia que afecta al hombre entero, a lo que es fundamental en su vida, a todo lo que es la vida del hombre, entre otros aspectos a su libertad, más aún a la libertad religiosa, que cuando se cercena, priva al hombre de algo fundamental. Siempre la Eucaristía, desde los primeros momentos, fue signo de esa libertad, de una ‘cultura de libertad’, y de ese afectar a todo lo humano en sus dimensiones más fundamentales, por ser presencia real y viva del Salvador y Redentor, y participación en ella.
En este tiempo, los cristianos se han de comprometer más decididamente a dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta. La ‘cultura de la Eucaristía’ promueve una cultura del diálogo, del amor, del respeto a todos, del amor fraterno, de la vida y apuesta por la vida, y supera la cultura de la muerte; la nueva cultura de la vida, del amor y de paz encuentra fuerza y alimento en la Eucaristía. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la auténtica autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede fomentar incluso actitudes de intolerancia. Si bien no han faltado en la historia errores, inclusive entre los creyentes, esto no se debe a las raíces cristianas <-que siempre son y serán eucarísticas>-, sino a la incoherencia de los cristianos con sus propias raíces <-con la Eucaristía>-. Quien aprende a decir ‘gracias’ como lo hizo Cristo en la Cruz, podrá ser un mártir, pero nunca un torturador» (NMD, 26).
En la Eucaristía, Sacramento del Amor de los amores, está todo el amor y brota todo amor que se expresa, entre otros modos, en diversas e imaginativas formas de solidaridad para toda la humanidad. «El cristiano que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de comunión, de paz, y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida. La imagen lacerante de nuestro mundo, que sufre tanto con el espectro del terrorismo y la tragedia de la guerra, interpela más que nunca a los cristianos a vivir la Eucaristía como una gran escuela de paz, donde se forman hombres y mujeres que, en los diversos ámbitos de responsabilidad de la vida social, cultural y política, sean artífices de diálogo y comunión» (MND 27) .
Así mismo, de la Eucaristía brota una llamada y un fuerte impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna. Nuestro Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que «rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio. ¿ Por qué, pues, no hacer de este nuestro tiempo un tiempo en que la comunidad diocesanas y las comunidades parroquiales se comprometan especialmente a afrontar con generosidad fraterna alguna de las múltiples pobrezas de nuestro mundo? Pienso en el drama del hambre que atormenta a cientos de millones de seres humanos, en las enfermedades que flagelan a los Países en desarrollo, en la soledad de los ancianos, la desazón de los parados, el trasiego de los emigrantes, la persecución de los cristianos en tantos países, la violencia asesina del terrorismo, la violencia de la droga, o la violencia contra la vida no nacida, o inútil a los ojos del mundo. .Se trata de males que, en diversa medida afectan también a las regiones más opulentas, lo estamos viendo y padeciendo. No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo. En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas» (MND 28). Este modo de ser eucarístico y esta forma de vivir sirviendo que entraña la Eucaristía, memorial de la pasión de Cristo que nos amó hasta el extremo y de la gloriosa resurrección suya que nos trae la vida nueva en el amor. Para esta nueva vida de amor experimentamos la necesidad de la Eucaristía y de la adoración eucarística.
Que Dios nos conceda vivir con toda intensidad el misterio de la fe, el misterio de la Eucaristía, donde se nos da la prenda de lo gloria futura y sustenta y fortaleza nuestra esperanza, particularmente en este Año Eucarístico, Año Santo del Santo Cáliz de la Misericordia.
 
Solemne Vigilia Pascual (26 de marzo de 2016)
Lucernario durante la vigilia pascual. A. SAIZ
En esta noche santa, de nuevo, se enciende la esperanza. Esperanza silenciosa en Dios, confianza sin límites en su poder y en su fuerza. Dios conserva su poder sobre la historia y no la ha entregado a las fuerzas ciegas y a las leyes inexorables de la naturaleza. La ley universal de la muerte no es, aunque parezca lo contrario, el supremo poder sobre la tierra. No hay nada inexorable e irremediable; todo puede ser reemprendido, salvado, perdonado, vivificado. La muerte ha sido vencida. ¡Victoria, tú reinarás, oh Cruz tú nos salvarás!, cantábamos ayer ante la Cruz.
«No tengáis miedo», como acabamos de escuchar, les dice el ángel a las mujeres que llegan al despuntar el alba al sepulcro en el que han puesto el viernes a Jesús para ungir su cuerpo. «No tengáis miedo. Sé que buscáis a Jesús el Crucificado. No está aquí. ¡Ha resucitado!. No busquéis entre los muertos al que vive». Este es el gran anuncio, el gran pregón para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. La crueldad y la destrucción de la crucifixión, y la pesada losa con que sellaron su tumba, no han podido retener la fuerza infinita del amor de Dios que lo llena todo y se ha manifestado sin reservas en la misma cruz y ha brillado todopoderosa en el alba de la mañana de la resurrección. Los lazos crueles de muerte con que se ha querido apresarle para siempre al Autor de la vida y Amor de los amores, Jesucristo, han sido rotos, no han podido con Él.
Vigilia de Pascua, Día de resurrección: Todo queda iluminado y revelado. Todo queda salvado. Si no existiera la resurrección, la historia de Jesús terminaría con el Viernes Santo. Jesús se habría corrompido; sería alguien que fue alguna vez. Eso significaría que Dios no interviene en la historia, que no quiere o no pude entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Todo ello querría decir, por su parte que el amor es inútil y vano, una promesa vacía y fútil; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros, los astutos, los que no tienen conciencia. Muchos hombres, y en modo alguno sólo los malvados, quisieran efectivamente que no hubiera tribunal alguno pues confunden la justicia con el cálculo mezquino y se apoyan más en el miedo que en el amor confiado. De una huída semejante no nace la salvación, sino la triste alegría de quienes consideran peligrosa la justicia de Dios y desean que no exista. Así se hace visible, no obstante, que la Pascua significa que Dios ha actuado. “¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo!».
En unión con toda la Iglesia, hoy y siempre, repetimos y repetiremos estas palabras con particular emoción y estremecimiento este gozo inmenso, porque ¡ES VERDAD, CRISTO HA RESUCITADO! .De esto damos testimonio. Después de morir, quedar sepultado y estar muerto, al tercer día, realmente, Jesús fue liberado de los lazos de la muerte en su cuerpo y del sepulcro, y devuelto a la vida con su carne por el poder de Dios, su Padre, para no morir jamás. En Cristo, Dios, vida y amor, ha triunfado para siempre. La muerte, el odio, la injusticia, el pecado, han quedado heridos de muerte de manera definitiva. Cristo ha resucitado y nosotros con El. En El está la esperanza de nuestra feliz resurrección.
Tal es la luminosa certeza que celebramos en la Pascua. Ella llena de esperanza toda la historia de la humanidad, también la nuestra, la de cada uno de nosotros. En esta verdad se asienta toda nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, como sobre piedra angular. Ella es la primera razón en la que descansa la vocación y misión que cada uno de nosotros ha recibido en su bautismo. Por ello no la podemos silenciar porque es la gran alegría para todo el mundo, la gran esperanza que los hombres necesitan para poder arrostrar el futuro y fundamentar su vida individual y social: el hombre puede vivir en la esperanza de la victoria de la vida, del bien, de la verdad, de la justicia, de la paz y del amor. y por encima de todo: la esperanza en la victoria de Dios, la esperanza en sólo Dios, la esperanza de que es verdad: ¡Dios existe! Esta es la gran verdad que todo hombre requiere para hallar razones que le impulsen a vivir con sentido y amar con toda la fuerza de su corazón, sin reserva alguna; esta es la fuerza para vivir: no hay otra ¿Cómo no exultar de alegría y saltar de gozo por la victoria de Dios, de la Vida sobre la muerte?
¿Dónde está nuestra esperanza, donde está nuestra salvación?. La salvación está en Dios que ha resucitado a Jesucristo. Feliz Pascua de Resurrección.