3-09-2016
El cardenal arzobispo de Valenca, Antonio Cañizares impuso las manos a don Arturo Ros. A.SAIZ
Queridos hermanos Obispos; especialmente querido, hermano Arturo, que vas a ser agregado por la ordenación episcopal al Colegio de los Obispos, sucesores de los Apóstoles; queridos hermanos sacerdotes y diáconos; queridos hermanos y hermanas, personas consagradas; muy querida madre y familiares de D. Arturo; estimadas y dignas autoridades; queridos paisanos de D. Arturo, requenenses, queridos todos, hermanos y hermanas en el Señor: «Hoy es el día en que actúa el Señor en medio y favor nuestro, sea nuestra alegría y nuestro gozo»; «el Señor está con nosotros y estamos alegres». Un sentimiento de gran alegría y de acción de gracias nos invade a todos, sencillamente porque Dios misericordioso nos concede un pastor conforme a su corazón para ser ordenado Obispo; es inmensa su misericordia: es obra suya, una verdadera maravilla, porque es Él quien actúa, el que ha actuado a lo largo de tu vida, querido Arturo, y tú eres el mejor testigo de lo que Dios ha hecho, está haciendo en ti y por ti, eres testigo de la misericordia sin límites con que Dios te ama, nos ama. Nuestra boca se queda pequeña para alabarle, con asombro y admiración, ante las obras que Él hace a favor nuestro y está dispuesto a proseguirlas de manera irrevocable como vemos en su Hijo, Jesucristo, el mismo, ayer, hoy y siempre.
Vas a recibir el sacramento del Orden en su plenitud: el Episcopado; en estos momentos, querría fijarme en una dimensión del Obispo por ser especialmente actual: vas a ser ordenado para ser servidor y testigo de esperanza. Un Obispo, servidor y testigo de la esperanza, es, ante todo, un hombre de fe, un hombre de Dios. La afirmación del señorío de Dios, el reconocimiento y el anuncio de la supremacía del Dios único y vivo, «Dios o nada”, la confianza en Dios como forma de vida semejante a la de un niño recién amamantado en brazos de su madre, la búsqueda amorosa y sencilla del Dios escondido que se revela en Cristo rostro humanado suyo, el trato de amistad con Él que sabemos nos ama, son dimensiones fundamentales en la vida de un Obispo para la renovación de la Iglesia y del mundo. Un obispo servidor de la esperanza da testimonio de la soberanía de Dios, es un creyente adorador y humilde de Dios tres veces santo, es un hombre de fe, vive de ella, presta su servicio armado de la fe y porque cree por eso habla —ministerio principal del Obispo el de la Palabra— y da razones de la esperanza.
Es, a mi entender, éste aspecto o rasgo del Obispo como hombre de fe uno de los más sobresalientes que podemos destacar desde el punto de vista, no sólo existencial, sino también de la figura eclesiológica del Obispo. Hoy debemos subrayar con una urgencia inaplazable el rasgo del Obispo como hombre de fe, honda y espiritualmente vivida, alimentada en la oración constante: el Obispo ha de ser un auténtico creyente en Jesucristo, un testigo eminente de la Fe Apostólica. Recordemos aquellas palabras de Jesús a los discípulos : «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Ante las contestaciones tan contradictorias, tan inseguras, triviales y desconcertantes de muchos de nuestros contemporáneos, fuera y dentro de la comunidad eclesial, se necesita la respuesta decidida del Obispo, testigo y maestro de la fe de sus hermanos, como la de Pedro y dicha con él en comunión indestructible. Una respuesta clara y plena de fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo, hecho carne en el seno de la Virgen María, crucificado y resucitado por la salvación de los hombres.
No, no tienen razón las tesis del abandono del hombre por parte de Dios, al contrario, la verdad es que Dios ha amado al hombre hasta extremos infinitos de cercana salvación, hasta las «junturas» más íntimas del ser humano, hasta hacerse uno de tantos. Dios lo ha apostado todo por el hombre: su pasión es la pasión por el hombre, lo que llevó a su Hijo único a la pasión y la cruz cumpliendo la voluntad del Padre. Dios ha decidido en Jesucristo con «decidida decisión», entrar en la historia del hombre, rompiendo de una vez por todas la dialéctica del pecado y de su historia. La decisión está tomada pese al mundo; está «decidida» para siempre. Una respuesta dada con toda el alma, nacida de un corazón entregado al amor de Cristo, un amor que no debe retroceder ante la muerte, como fue el caso de Santiago, el primero de los Apóstoles que bebió el cáliz del Señor, y, luego, el de Pedro, de Pablo, prácticamente de todos los apóstoles o amigos del Señor. Ésta es la senda para que pueda vivir y expresarse la experiencia apostólica plena de la fe y de la esperanza del Obispo: la del testimonio, con la palabra y con la vida, de que Jesucristo es el único Salvador. Desde la fe, el Obispo vive el drama de nuestro tiempo: la caída del sentido de Dios en la vida de los hombres, el desplazamiento de Dios a los márgenes de la vida, la insignificancia a la que es reducido Dios frecuentemente por el mundo contemporáneo. En medio de la noche oscura del ateísmo colectivo de nuestro tiempo el Obispo señala con su vida y con su palabra que un mundo sin Dios es un mundo más pobre y más angosto, y que una humanidad que se aleja de Dios se priva de la raíz más profunda para la afirmación de su verdad, para el reconocimiento y respeto de su inviolable dignidad, y para su realización en la más auténtica libertad y por eso vive y anuncia al Dios vivo, al solo y único necesario, que está antes y más allá de nosotros, que lo trasciende todo y lo invade todo y que, al mismo tiempo, nos busca y se encuentra en nuestro hermano, compañero y amigo Jesucristo, y en sus predilectos, que son los pobres y excluidos, los crucificados de nuestro tiempo en ese largo y actual vía crucis. Misión principal nuestra, de los Obispos como testigos y servidores de esperanza es hacer resonar, gozosamente, en libertad y con todos los medios a su alcance, el anuncio del Dios vivo, el proclamar que sólo Él es el único necesario, —»Dios o nada», en expresión ajustada y acertada del admirado Cardenal Sarah—, y que es en Él donde el hombre halla su verdad más propia y donde encuentra reposo y sosiego y la fuente que sacia sus anhelos más hondos de dicha y salvación. Necesitamos que Dios nos dé fuerzas para no cesar ni cansarnos en este anuncio, que nos conceda sabiduría y experiencia suya para hablar de Él con palabras vivas y verdaderas; que nos conceda la gracia de servir a los hombres contribuyendo a que todos vuelvan a Dios, porque su abandono está siendo, sin duda, el acontecimiento más grave de estos tiempos de indigencia en Occidente, al que no se le puede comparar otro en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras.
Para un Obispo, servidor y testigo de la esperanza hoy, en efecto, la falta de fe en Dios, la pérdida del sentido de Dios que laceran a nuestro mundo, las percibe y vive como la indigencia mayor, la amenaza más grave y de más desastrosas consecuencias para nuestro tiempo, lo que pone en peligro nuestra cultura, lo que daña a la humanidad en su más honda raíz. Por eso mismo, su servicio a los hombres lo verá prioritariamente como dar a conocer a Dios para que le den gloria, llevar a los hombres al encuentro con Dios, conducirlos a la fe en Él, mostrar su caridad tratando de subsanar esa indigencia radical: y por eso es ante todo evangelizador de los hombres de hoy. Asimismo verá con lucidez de fe que nuestra tradición cristiana se encuentra amenazada por esa increencia e indiferencia generalizada que se ha convertido en un ateísmo práctico que se manifiesta y despliega en una civilización permisiva, fundada en un ansia de tener cada vez más cosas, un mundo cerrado y sin profundidad con un miedo creciente a la vida, a la libertad y al amor que no nos permite “ver” a Dios.
Y un mundo que no “ve a Dios” y no le da gloria, es un mundo que se vuelve contra el propio hombre, porque la gloria de Dios es que el hombre viva, su felicidad y su dicha. Pero la verdad es que en el inmenso hueco que ha dejado Dios al expulsarlo de bastantes, más o menos conscientemente, de sus corazones, ha dejado sin arraigo lo humano del hombre. Cuando el hombre abandona a Dios queda el hombre entregado a cuanto de inhumano hay en él. Y, al contrario, cuando el hombre se acerca y reconoce a Dios, cuando le deja ser Dios, es cuando adquiere totalmente su dignidad y libertad. Porque sólo Dios puede liberar al hombre; la verdadera libertad sólo se encuentra en la comunión con Dios. Así, hoy, un obispo profundamente creyente será un hombre hondamente libre, con la libertad gozosa de los que se sienten amados por Dios, y será un testigo, por lo mismo, de la esperanza.
Con frecuencia se le pide al obispo que en sus palabras, escritas o habladas, en sus gestos y acciones, comunique esperanza. Nada más puesto en razón. Lo propio del obispo es anunciar el Evangelio y el Evangelio es, ante todo, un mensaje de esperanza. Pero no podemos confundir “la esperanza” que ofrece y suscita el Evangelio con un pronóstico optimista del futuro. Mirando las cosas de tejas abajo, nada pura y simplemente humano nos autoriza a pensar que nuestra época desembocará necesariamente en un futuro risueño y feliz. Nada hay más desconcertante que el ser humano. El hombre es capaz de todo, de lo más alto y de lo más bajo, de Auschwitz y del sacrificio de Maximiliano Kolbe o del testimonio admirable en favor de los pobres más pobres de la beata Teresa de Calcuta, que mañana será canonizada en Roma; del amor más puro y del egoísmo más torpe, de la ternura y del odio, de lo más noble y de lo más vil, de la corrupción más extrema y de la caridad más desinteresada. Así ha ocurrido en otros tiempos, así ocurre hoy y así seguirá ocurriendo en el futuro. A cada época y a cada individuo en su corta vida, se le ofrece una encrucijada: o escoge una cosa o escoge la otra. Así están las cosas, digan lo que digan los falsos profetas que, en los medios, publicaciones y aulas engañan y seducen, haciéndonos creer que avanzamos ya hacia un mundo más luminoso, más libre y más feliz. No se puede negar, sin embargo, que en nuestros tiempos hay algunos signos esperanzadores: una creciente voluntad de paz, la convicción de que el diálogo y el acuerdo y no la confrontación o la guerra son el camino apropiado para resolver los conflictos entre los pueblos, una desazón por las injustas diferencias abismales entre la opulencia de los países del Norte y la miseria del Sur de la Tierra, y por las agresiones devastadoras a la naturaleza y, quizás, una mayor sensibilidad para la dignidad de la persona humana. Pero junto a todo esto se alzan poderosos el odio, la violencia, y la explotación de todo tipo.
El ser humano es una criatura frágil, capaz de lo mejor y de lo peor. Y el Evangelio, para cuyo servicio y anuncio somos constituidos sacramentalmente como Sucesores de los Apóstoles los obispos, es una llamada a la esperanza. El Evangelio es fuerza salvadora de Dios (Rom 1, 16). El poder de Dios y su voluntad decidida de salvar al hombre es fundamento y “fuente de esperanza: una esperanza que no decepciona, porque, al darnos, el Espíritu Santo, Dios nos ha inundado de su amor el corazón” (Rom 5,5). Lo que nos da tal esperanza no es un temperamento optimista que nos hace ver el lado bueno de las cosas y de la vida. Sólo Dios puede darnos esperanza, porque sólo el amor que Él nos tiene, es fundamento y garantía de esperanza. El Evangelio, en cuyo anuncio se ha de gastar y desgastar el obispo, no es primariamente un ideal ni una utopía capaz de sugestionarnos, de inflamar nuestro entusiasmo. El Evangelio que, como los mismos Apóstoles, anunciamos y testimoniamos es, ante todo, la decidida intervención salvadora de Dios en la persona y obra de Jesucristo. En el amor y la misericordia que Dios nos ha mostrado en su Hijo Jesús, Dios ha quedado definitivamente comprometido con la salvación del hombre. Garantía de que las cosas están así, es el Espíritu Santo en nuestros corazones: el don del amor de Dios. Lo que el Espíritu divino ha empezado ya en nuestro interior, lo llevará sin duda a término a través de oscuridades, rodeos, sufrimientos y aun muerte. Ahí, en el amor comprometido y fiel de Dios estriba nuestra esperanza. En la entrega total a la difusión, anuncio, testimonio, entrega de ese evangelio del amor y la misericordia de Dios en Jesucristo, es donde radica la verdad de nuestro ministerio como servicio y testimonio de la esperanza hoy.
Un obispo de fe sólida, basado en la roca inconmovible de Dios y libre en Jesucristo sabe bien que Dios no abandona al hombre definitivamente; que, si bien, para una sociedad como la nuestra, cerrada al futuro, faltan fundamentos para la esperanza, Dios que, en Jesucristo se ha empeñado en favor del hombre, no lo dejará en la estacada, por muy sin salida que se encuentre. Dios es siempre el horizonte, raíz y meta ciertas de nuestra esperanza. Por esto, a los obispos, como hombres de fe y “amigos fuertes de Dios”, en expresión teresiana, nos urge mantener viva y difundir la esperanza en Dios y abrir así a las nuevas generaciones un futuro mejor, un futuro penúltimo y último. Nos urge dar testimonio de esperanza, alentar a la esperanza, mirar al futuro, ayudar a abrirse al futuro y señalar caminos que conduzcan a él; la fe de los obispos habría de ser una fe esperanzada y amorosa en la noche de nuestro tiempo: una fe vivida en la esperanza que irradia ya la luz que llega a iluminar la humanidad a oscuras por el olvido de Dios. Es lo que vimos en el Papa San Juan Pablo II, o de Benedicto XVI o en Francisco, grandes testigos de la esperanza en el ocaso del segundo milenio y en la aurora del nuevo, y por eso lo han entendido tan bien las nuevas generaciones de jóvenes y ellos , a su vez, se han entendido y se entiende tan sencillamente con los jóvenes, necesitados de esa esperanza.
Un obispo de fe, arraigado en la esperanza, sabe que el hombre no puede dejar de esperar, ni vivir resignado o satisfecho simplemente con lo que hay, a no ser que pague el precio de tanta muerte y miseria, es decir, sin mutilarse en su humanidad. Su esperanza no le quita nada de realismo. Al contrario, es una persona, por fe, hondamente realista. Desde ahí puede comprobar los fracasos del siglo XX marcado por la ilusión y la voluntad de llegar a una sociedad perfecta, liberada de toda injusticia y explotación, de construir por sus propias fuerzas, con sus propios ordenamientos racionales, y dentro de su historia, una sociedad enteramente reconciliada y nueva. Y es que como hombre de fe, es consciente de que el contenido y la realidad objeto de la esperanza es don de Dios, y que el futuro no es obra de nuestras solas fuerzas, sino promesa y obra de la gracia del Señor que viene y reclama nuestra colaboración.
Así, ni es un hombre resignado, inactivo o falto de interés, ni tampoco un activista o un voluntarista de la acción humana. Nada más lejos de este ser obispo que todo tipo de pelagianismo o cualquier asomo de semipelagianismo, y nada más ausente de su persona, de su obrar y de sus inquietudes que la falta de compromiso con nuestro mundo. De nuevo vuelvo a la figura de los Papas últimos, ahí tenemos su fuerte compromiso por establecer un modo más humano, libre y justo, conforme al querer de Dios, su llamada constante a los católicos y a todo hombre de buena voluntad a que se hagan presentes en todas aquellas realidades donde se está jugando la suerte de los hombres. Un obispo hoy, como hombre de fe y testigo de esperanza vive, en efecto, consciente de que la llegada del Señor nos urge salir a su encuentro, cargados de misericordia y justicia, por medio de Cristo Jesús a gloria y alabanza de Dios (Fil 4, 11) y pasando por la cruz, de la que somos inseparables los humanos. Hombre de fe y testigo de esperanza, el obispo hoy ha de afirmar constantemente la fe en la resurrección y la esperanza en la vida eterna. Es, además, totalmente consecuente con la personalidad de uno que vive el sentido paulino de la gracia, de la iniciativa y del poder salvador de Dios por el camino de la cruz de Jesucristo: como fue tu abuelo mártir, Arturo Ros, como tú, querido Arturo. Que él, tu abuelo, los santos Obispos de Valencia, la Virgen María, te ayuden en todo para ser ministro de esperanza. No olvides nunca, querido Arturo, que te ordenas el día de la fiesta de San Gregorio Magno, un gran obispo y pastor, testigo de fe y esperanza que Dios regaló a la Iglesia: a él te encomiendo.
+ Antonio Cañizares Llovera