6-11-2016
Queridos hermanos en el Señor: Nos encontramos casi al final del Año Jubilar de la Misericordia, al que en nuestra diócesis hemos unido el Año del Santo Cáliz de la Misericordia, que celebraremos cada cinco años.
Como todo Jubileo, este de manera especial ha querido y está queriendo ser un tiempo de gracia, de manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros y de acogida de esta misericordia para ser misericordiosos como nuestro Padre del cielo es misericordioso. El Jubileo es, ante todo, un acontecimiento de fe con el que se pretende el crecimiento del Pueblo de Dios y la verificación del testimonio de fe para abrirse a la nueva Evangelización, es decir, a la experiencia, al anuncio y testimonio de la misericordia de Dios, con el mismo entusiasmo que guió a los primeros cristianos.
Por esto, en este Año hemos tratado de que todo mire al fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos mediante las obras de la misericordia, como expresión de la fe que se manifiesta en la caridad y en las obras de misericordia corporales y espirituales. Hemos intentado, con el auxilio de la gracia divina, suscitar en cada fiel un verdadero anhelo santidad, un fuerte deseo de conversión y renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado.
El fortalecimiento de la fe y el testimonio cristiano solamente pueden darse desde la conversión personal, desde la oración y desde el servicio al prójimo, desde la apertura al don de Dios, el de su perdón, redención y misericordia. Han sucedido muchas y hermosas cosas en nuestra diócesis a lo largo de este año: todos recordamos las numerosas peregrinaciones de Vicarías, parroquias, grupos eclesiales que han acudido a la Catedral y han cruzado el umbral de la puerta santa de la misericordia, y todos tenemos presente los momentos de gracia que hemos vivido en diversas circunstancias, por ejemplo, el último de la Asamblea Diocesana de hace unos pocos días. De todo ello hemos de dar gracias a Dios, sobre todo del inmenso e inmerecido don de su infinita misericordia que nos ha entregado en su Hijo a través de la Iglesia.
Nuestra mirada, por eso, al final de este año se dirige a Dios para darle gracias, gracias sobre todo por el don de su misericordia que se concentra y llega a su colmo y plenitud en la persona de su Hijo. Por eso, ahora, finalizando este Año Jubilar nuestra mirada queda como fija, centrada en Jesucristo, contemplando su rostro, rostro humano de la divina misericordia que sentimos la necesidad imperiosa de darlo a conocer, contemplar, amar y vivir mediante una nueva evangelización porque su amor nos apremia. A lo largo del año, una vez más, hemos aprendido que cualquier intento de evangelización tiene que tener una referencia histórica y concreta. No se trata de anunciar ninguna teoría, sino de situar ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo el hecho central de la historia humana; mejor dicho, de hacer que cada uno se sitúe ante este hecho central del que proviene la verdad y la salvación de nuestra vida: que Dios, por pura misericordia, envió su Hijo, hecho hombre y nacido de María Virgen, para que fuese el Salvador del mundo.
En Cristo Salvador nuestro, se cumplen los anhelos de todos los hombres y mujeres, de todas las generaciones y de todos los pueblos, de las más altas intuiciones y de los más nobles deseos de la humanidad. Cristo es el gran don de Dios a los hombres y la respuesta a Dios de la creación entera. Nuestra mirada, pues, deberá fijarse en Jesucristo, que es el mismo, ayer, hoy y siempre. De este modo, será más comprensible el esfuerzo por mirar con lucidez a lo que, quizá, ha comprometido la credibilidad de la comunidad cristiana por el testimonio poco coherente de los creyentes; al mismo tiempo, sin embargo, aumentará la conciencia de saber que allí donde ha habido culpa también se deberá pedir perdón y dar testimonio de un amor más grande.
Con este jubileo hemos tratado de promover en la Iglesia y en nuestra Diócesis concreta de Valencia una respuesta de conversión y de renovación. Necesitamos purificarnos, en el arrepentimiento, de errores e infidelidades, incoherencias y lentitudes, de pecados, los nuestros, los del mundo entero, los de nuestras comunidades y diócesis. Reconocer los fracasos y pecados de ayer y de hoy es un acto de confianza, de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos más capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y dificultades de hoy.
Este movimiento de conversión tiene que ser, antes que nada, un acto de acción de gracias a Dios por el gran hecho del Hijo de Dios, rostro humano de la divina misericordia, y acción de gracias también por el don de la Iglesia y de todos los medios de la salvación que nos dio en Cristo y nos alcanzan por la Iglesia. Con la gratitud, el arrepentimiento de nuestros pecados –también don de la misericordia de Dios.
El centro del Jubileo querríamos que hubiese estado en una intensificación de la oración, de la penitencia y de la eucaristía, en la que participamos del don supremo del amor misericordioso de Dios, en la catequesis para conocer mejor los dones de Dios, para aceptar vitalmente la salvación que El nos ofrece, para renovar la vida de los cristianos y de la Iglesia en general en alabanza de Dios, difusión del Evangelio y servicio fraterno a nuestro mundo, en respuesta a las amenazas del secularismo y de los conflictos actuales, restablecimiento de la justicia social, defensa de los pobres y derechos humanos, servicio decidido a la reconciliación y a la paz entre todos los pueblos.
Os invito, finalizando este Jubileo, una vez más a redescubrir el Bautismo, la Confirmación, a poner en el centro a la Eucaristía, a recuperar la Penitencia, mediante una catequesis adecuada y renovada, para fortalecer la fe de los cristianos, intensificar el anuncio misionero del Evangelio y multiplicar el testimonio de las buenas obras, las obras de misericordia.
Y todo esto, tanto como respuesta de amor y gratitud a Dios, como por la necesidad de reaccionar frente al crecimiento de la indiferencia religiosa del relativismo ético que afecta a muchos hombres de hoy y debilita incluso la vida religiosa y teologal de no pocos cristianos. El Año Jubilar se acaba, los frutos permanecen: y el fruto que debe permanecer es el de la misericordia arraigada en nosotros, hecha carne de nuestra carne, y dar testimonio fiel de esa misericordia que permanece en nuestros corazones y comunidades.
Invito a todos los diocesanos: sacerdotes, personas consagradas, fieles cristianos laicos, ancianos, adultos, jóvenes y niños, a participar en la Eucaristía con que se clausurará este Año Jubilar de la Misericordia, el Año del Santo Cáliz de la Misericordia, el día 13 de noviembre, domingo, a las seis de la tarde en la Catedral y, al mismo tiempo, en todas las iglesias y templos parroquiales y de las diferentes comunidades de la diócesis como expresión de la comunión que somos la Iglesia diocesana. En ella daremos gracias, pediremos perdón, elevaremos nuestras súplicas, escucharemos la Palabra de Dios con la que Dios mismo, por su misericordia, nos habla como amigos, y participaremos del don infinito de su misericordia, que se nos da en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo que se ofrece por nosotros, por nuestra redención, para el perdón y misericordia de nuestros pecados y del mundo entero. Os espero a todos y confío que todos nos unamos con un solo corazón en este acto de condescendencia y misericordia de Dios para con nosotros, frágiles y pecadores, tan necesitados como estamos de la misericordia de Dios, la única que puede salvar al mundo en esta encrucijada de su historia, en la nueva época incierta en la que está penetrando.
Muchas gracias a todos y muy unidos. Con mi bendición y mi afecto para todos.