9-11-2016
El Cardenal en la celebración del Jubileo de los jóvenes en la Catedral. V.GUTIERREZ
Queridos jóvenes estoy muy contento de que estemos esta tarde todos juntos. ¿Por qué? Porque Jesús nos ha traído aquí, para decirnos y mostrarnos cómo nos quiere. Jesús está con nosotros, en medio nuestro y nos dice: «¡No temáis! Estoy con vosotros. Soy yo, el que todos buscáis. No tengáis miedo. ¡Abridme las puertas de par en par de vuestro corazón! ¡Quiero entrar en vuestra casa, en la casa de cada uno y que me des cobijo, porque l0 necesito y me necesitáis, como le dije un día a Zaqueo. ¿Lo recordáis?». Jesús nos dice:«Atrévete a acogerme y verás la alegría tan grande que sientes, cómo cambia tu corazón, cómo eres capaz, y empiezas ya a hacer obras grandes: esto es, amar, sin excluir a nadie.
Sí, queridos jóvenes, al final del Año de la misericordia que el Papa quiere para todos, te voy a decir una vez más que Dios te quiere hasta el extremo, que no lleva cuenta de tus fa1tas y pecados, que Él te perdona y te da todo su amor misericordioso que es infinito. Por eso, una vez más, te digo y te muestro l0 que buscas: alegría, esperanza, felicidad, una vida distinta, -¿no es así?- porque te voy a mostrar a Jesucristo, a quien tu quieres y buscas, aunque no lo conozcas mucho. Creedme, siento un gozo muy grande, el gozo de comunicar a Cristo y mostrároslo a todos vosotros. Eso se llama evangelizar, dar, entregar, testificar una buena noticia: Jesús te quiere, ha dado la vida por ti, ha apostado todo por ti, ha muerto y ha resucitado por ti, para que seas feliz siempre, para que nada ni nadie te pueda quitar esa felicidad que es ser amado sin límite, como Jesucristo.
Por eso, con esta experiencia tan sorprendente no podemos callarnos, se la hemos de comunicar a otros para que vivan con nuestra alegría, hemos de evangelizar; y hemos de evangelizar para que los hombres se encuentren con Jesucristo, se conviertan y crean, para que hagan de la fe y de esa experiencia de Jesús la pauta inspiradora de su conducta individual, familiar, social y pública; esta es, sin duda, la primera y la más importante respuesta que los cristianos podemos dar a los hombres, también en orden a la transformación del mundo y a una solución más justa de sus grave problemas humanos y sociales. La hora que vivimos, como tantas veces nos dice el Papa a toda la Iglesia, ha de ser la hora de la evangelización, la hora de que seamos fermento del Evangelio para la animación y transformación de las realidades temporales, con el dinamismo de la esperanza y del amor cristiano. Por eso, mis queridos amigos, si nuestra vida, si vuestra vida está orientada por Cristo, la cultura y la sociedad serán más cristianas, porque vosotros mismos la habréis cambiado, al menos en parte. No escondáis el Evangelio, vividlo en el mundo para que sea su fermento que lo transforme y lo haga nuevo, como vosotros, en vuestro corazón limpio de joven desearíais.
Mirad, «la Iglesia, os decía el Papa San Juan Pablo II, vuestro amigo, necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo y vuestros ideales juveniles para hacer que el Evangelio penetre el entramado de la sociedad, transformando el corazón de la gente y las estructuras de la sociedad, para crear una civilización de justicia y amor verdadero. Hoy, en un mundo que carece a menudo de la luz y de la valentía de ideales nobles, la gente necesita más que nunca la espiritualidad lozana y vital del Evangelio. No tengáis miedo de salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros apóstoles que predicaban a Cristo y la Buena Nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo de avergonzarse del Evangelio. Es tiempo de predicarlo desde los terrados. No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a los «cruces de los caminos» e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero, para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial. Jóvenes, la Iglesia os pide que vayáis, con la fuerza del Espíritu Santo, a los que están cerca y a los que están lejos. Compartid con ellos la libertad que habéis hallado en Cristo. La gente tiene sed de auténtica libertad interior. Anhela la vida que Cristo vino a dar en abundancia. Ahora que estamos todavía comenzando un nuevo milenio, para el que toda la Iglesia está dispuesta, el mundo es como un campo ya pronto para la cosecha. Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. Vosotros, jóvenes católicos, no lo defraudéis. En vuestras manos llevad la Cruz de Cristo. En vuestros labios, las palabras de vida. En vuestro corazón, la gracia salvadora del Señor» (San Juan Pablo II).
Hay momentos y circunstancias en que es preciso hacer elecciones decisivas para toda la existencia. En estos tiempos «recios» que vivimos, cada uno de vosotros está llamado a tomar decisiones valientes decisiones valientes y generosas para seguir a Jesús, darlo a conocer y entregarlo a los demás como sacerdotes, en la vida consagrada, en la acción misionera. En la vocación sacerdotal, religiosa o misionera encontraréis la riqueza y la alegría de la entrega de vosotros mismos para el servicio de Dios, y de vuestros hermanos. ¿Cuál será, pues, vuestra libre y generosa decisión? ¡Animo, jóvenes! ¡Adelante, jóvenes! Sé que, a veces, tal vez, muchos experimentáis dificultades reales para afirmar y vivir vuestra fe; pero también sé de vuestra generosidad y vuestro coraje. Dios y su Iglesia esperan mucho de vosotros, confían totalmente en vosotros. Sé que se os puede pedir mucho, que deseáis que se os pida mucho; no os contentáis con medianías; no os satisfacen los sucedáneos, a los que tan acostumbrados nos tiene este mundo hedonista, placentero, y fácil. ¡Navegad mar adentro!, les dijo Jesús a sus discípulos; remad arriba, siempre adelante, a lo más hondo de nuestro mundo y de nuestra humanidad. Nada de quedaros en tierra, cómodamente instalados. Id siempre hacia lo más alto. Así viviréis en la alegría. Esa alegría que tiene su fundamento no en el tener, no en el poder o el dominio, no en el goce o disfrute individualista o en el bienestar a toda costa, sino en la donación de vosotros mismos, en el dar una preferencia absoluta a las cosas del reino de Dios, en la misericordia, en hacer misericordia, en ser misericordioso como lo es nuestro Padre del cielo, y lo hemos visto en su Hijo Jesús.
Se trata de la alegría profunda y exigente de las Bienaventuranzas, de los santos, ¡no tengáis miedo a ser santos!– de los lugares y de las personas en que se vive la entrega total a Dios, donde se tiene a Dios que basta, donde no se tiene nada porque se tiene todo, y el «todo» es Dios. Es la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena la alegría que nada ni nadie os podrá quitar, la que es fruto del amor misericordioso y por consiguiente de Dios mismo en persona, que es Amor. El mundo actual necesita de vosotros, porque necesita evangelizadores, pero no evangelizadores tristes y desalentados, sino hombres y mujeres de fe, cuya vida irradia amor y alegría en Cristo Jesús, testimonio de salvación, disponibilidad plena para consagrar su vida a la tarea de anunciar el Evangelio del reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo. El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu. Por eso los santos tienen que ser necesariamente alegres. Dichosos, como la Virgen María, porque creen, se fían, confían, esperan contra toda esperanza, pliegan su voluntad a la de Dios; dichosos porque escuchan la Palabra y la voz del Señor; dichosos porque viven la misma vida de’ Cristo, que es la vida de las Bienaventuranzas, de las alegrías profundamente humanas: dichosos los pobres, dichosos los mansos y humildes de corazón, los limpios de corazón, los que lloran, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de la justicia, los que trabajan por la paz, los que son perseguidos por causa de Jesús. Con alegría y esperanza, caminemos, pues, queridos jóvenes, puesta nuestra mirada en Quien es nuestra meta, al que todas las miradas del mundo se dirigen, porque en El está la salvación, la Buena noticia de los pobres, la sanación de los corazones desgarrados, la verdadera libertad, el tiempo de gracia, toda gracia y don de Dios.
¡Animo y adelante! La Virgen María, Nuestra Madre y Señora, os acompaña, os guía y protege; que ella sea para vosotros ayuda y esperanza.