Iniciamos este domingo el tiempo de Adviento, con él damos comienzo a un nuevo año litúrgico. Comenzamos un tiempo de gran profundidad religiosa, impregnado de esperanza y expectativas espirituales. Nos preparamos para recordar el nacimiento del Redentor, y, al mismo tiempo, se aviva en nosotros el anhelo y la esperanza en su segunda venida, cuando, al final de los tiempos venga a juzgar a vivos y muertos y consumar su obra de salvación y de plenitud en favor nuestro. En el Adviento el pueblo cristiano revive un doble movimiento del espíritu: por una parte, eleva su mirada hacia la meta final de su peregrinación en la historia, que es la vuelta gloriosa del Señor Jesús, su segunda venida; por otra, recordando con emoción su nacimiento en Belén, se arrodilla ante el pesebre, se postra ante el que viene como niño a traer la salvación y la luz, la paz y la reconciliación para todos los hombres, la alegría y la paz para todos los pueblos.
En las lecturas del domingo primero de Adviento se escucha al Apóstol una oración: «Que el Señor os fortalezca internamente, para que cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios nuestro Padre». Esto es fundamental, que seamos santos e irreprensibles en el momento de la venida del Señor. Decir «venida» es decir «presencia» del Señor. Diariamente pedimos «venga a nosotros tu Reino». Estamos pidiendo y expresando un deseo: que Él, Salvador de los hombres, venga a nosotros, esté con nosotros, ponga su morada en nosotros.
Tengamos la certeza de que el Señor desea venir siempre a nosotros y a través nuestro, y llama a la puerta de nuestro corazón: ¿estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida? Esta es la voz del Señor que quiere entrar en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca una morada viva, nuestra vida personal. Esta es la venida del Señor. Quiere que vivamos en comunión con Él. Dios nos llama a la comunión con Él, que se realizará plenamente cuando vuelva Cristo; y Él mismo se compromete a hacer que lleguemos preparados a ese encuentro final y decisivo.
Tiempo de profundo sentido de fe y cargado de esperanza para preparar la venida del Señor. Y en la liturgia de este primer domingo de adviento escucharemos el texto de la carta de San Pablo a los Tesalonicenses, en el que encarece a los cristianos que nos presentemos santos e irreprensibles ante su venida, que estemos prestos ante su llamada. Como la Virgen María, la mujer, la criatura humana por antonomasia del Adviento: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra». Como el mismo Apóstol dice: «Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios; pues proceded así, y seguid adelante». Agradar a Dios, de eso se trata, hacer lo que Él quiere de nosotros, cumplir su voluntad, hacer lo que Él hace: Él nos ama con un amor indefectible, no nos deja solos, no nos abandona ni siquiera un instante, jamás deja de acompañarnos, nos ama hasta el extremo; ése es su querer: amar sin medida al hombre para que participe de su felicidad y sea colmado de su plenitud de amor. Ser santos es eso vivir en ese amor, y amando con ese mismo amor suyo, hasta el extremo y sin medida. Por eso mismo, la súplica y el deseo también de san Pablo para los Tesalonicenses: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos».
Vivamos este tiempo de Adviento, más aún vivamos nuestra vida entera que es un Adviento de espera y esperanza en la segunda venida del Señor, un estar velando ante la vuelta del Señor que llega y que nos trae la liberación definitiva, vivámosla siendo santos e irreprensibles ante Dios por el amor. Que sea el amor la verdadera raíz de nuestra presencia y de nuestro actuar en el mundo, la verdadera raíz y la razón de la presencia de la Iglesia ante los hombres.
Es Dios quien nos amó primero, quien nos enseña lo que es amar y con el don de su Espíritu nos hace amar como somos amados por Él. Adorar a un Dios que se nos ha manifestado como Amor nos permite y nos obliga, a un tiempo, a reconocer el amor como fondo de la realidad y norma de nuestra libertad. La realidad más hermosa y más profunda de la vida es el amor, un amor que la Iglesia quiere vivir y difundir como forma perfecta del ser y de la vida. A la luz del amor tratamos los cristianos de comprender la verdad profunda de las personas, de la familia, de la vida social en su complejidad y en toda su amplitud.
No seríamos discípulos de Jesús, ni la Iglesia podría presentarse como su Iglesia, si no reconociéramos en el ejercicio y en el servicio de la caridad la norma suprema de nuestra vida. El amor al prójimo, enraizado en el amor a Dios, es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para las instituciones eclesiales, para cada Iglesia particular, y para la Iglesia universal. La Iglesia tiene que ser y aparecer, tiene que vivir y actuar como una verdadera comunidad de amor, como una manifestación y una oferta universal de amor que la humanidad necesita para vivir adecuadamente. Pablo VI decía que el hombre contemporáneo necesita testigos más que maestros. El amor, vivido y practicado con generosidad y eficacia, es lo único que puede hacernos testigos de la verdad y la bondad de Dios en nuestro mundo. Si vivimos alimentados del amor que Dios nos tiene, seremos también capaces de amar y servir a nuestros hermanos necesitados con alegría y sencillez. Los cristianos, viviendo santamente en medio del mundo, tenemos que ser testimonio vivo de que el amor verdadero, respetuoso y fiel, gratuito, universal, efectivo, es posible en la vida de los hombres. Es posible en el matrimonio y en la familia, es posible en el trabajo y en el ejercicio de la profesión, es posible en las relaciones sociales y políticas. En cada lugar y en cada época hay necesidades diferentes. En cada momento son distintas las urgencias… En este tiempo, en el que la Iglesia necesita mostrar más claramente su verdadera identidad y nuestros hermanos tienen necesidad de signos que les ayuden a descubrir el verdadero rostro de Dios y la verdadera naturaleza de la religión y de la fe, pedimos a todos los católicos que se esfuercen en vivir intensamente el mandato del amor a Dios y al prójimo, en el que se encierra la Ley entera. Al ver a los demás con los ojos de Cristo podremos darles mucho más que la ayuda de cosas materiales, tan necesarias: podremos ofrecerles la mirada de amor que todo hombre necesita.
A esto nos invita el Adviento este año y el Adviento que es toda nuestra vida: a que entremos en comunión con Dios, que enviando a su Hijo al mundo, nos ha mostrado que es amor y nos entrega todo su amor, para que acogiendo a su Hijo y viviendo en comunión con Él cada día más honda, vivamos en el amor; así preparamos y nos disponemos para su venida. Por ello, como leemos en el Evangelio de este primer domingo de Adviento, es necesario tener cuidado, que no se nos embote la mente con tantas formas de pensar y de vivir de nuestro tiempo que nos apartan de Dios, contrarias a su mente y a su corazón, contrarias al evangelio, que nos alejan del amor verdadero que está en Dios y que es Él, y que palpamos viniendo a nosotros en su Hijo hecho hombre por nosotros. Estemos muy despiertos, vigilantes con la lámpara encendida del amor y siempre a punto para recibir al que viene para unirse a la humanidad de manera plena y definitiva, como la santísima Virgen María.
Que María, Virgen fiel y esclava del Señor, nos guíe a hacer de este tiempo de Adviento y de todo el nuevo Año litúrgico un camino de auténtica santificación por el amor, para que, así, como Ella, agrademos a Dios en todo por el amor y preparemos los caminos al que llega para traer el Amor que salva y llena todo.