Hermanos y amigos: Llega la Navidad; nace, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. A los pastores que velaban por la noche sus rebaños en los alrededores de Belén -y a nosotros que velamos la noche de nuestro tiempo- se les presenta -se nos presenta- un mensajero del Señor y «anuncia la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor».

Cantan los ángeles porque la Navidad es día de gloria en el cielo y el día grande para los hombres, porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, ha venido para liberarnos a todos, porque Dios hoy se ha unido para siempre con la humanidad en un niño recién nacido a quien su Madre, purísima llena de gracia, contempla, abraza y adora. Anonadada por ver a su Hijo en sus brazos le rodea con el amor más puro, encendido y tierno que cabe en el mundo, y canta la grandeza del Señor porque el Poderoso ha hecho obras grandes en Ella, porque su misericordia llega todos los hombres de generación en generación. «No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil -todo hombre-, ya que se le llama a la vida»(S. León Magno).

«Hoy ha brillado una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor; ha amanecido la luz y la alegría para los rectos de corazón»(Sal 96). Ahora sí que ha aparecido con claridad la bondad de Dios y su amor para con los hombres. Dios es amor; y nos manifiesta este amor que es Él en un niño chiquitín, recién nacido. Se ha despojado de su rango; se ha rebajado hasta lo último; se ha hecho pobre por nosotros: para enriquecernos a todos, para levantar al hombre caído y maltrecho, para levantarlo y rehacerlo en su dignidad. Ha sido una lluvia torrencial de amor y de misericordia para limpiarnos de nuestros pecados y liberarnos de nuestras esclavitudes del pecado y de la muerte. Ya no somos «ciudad abandonada»; nos ha buscado por medio de un Niño, que es su Hijo bienamado. En la gruta oscura, en un establo de ganado –lo más bajo- ha nacido Dios; en la cueva de Belén está Dios; Dios que se ha abajado hasta el polvo y el estiércol. Siendo el Camino, no puede caminar; siendo la Verdad, no puede hablar; siendo la Vida, tiene que recibirla de los pechos de una mujer, bienamada, toda santa, Virgen y Madre. Dios nos ha amado tanto y en tan grande manera que se ha hecho tan pequeño. Dios se ha eclipsado en un pequeñín recién nacido. Es como si el sol entero se hubiera encerrado en una pequeña lámpara. En el silencio de la noche y de la cueva de pastores, el que es la Palabra habita entre nosotros; el Niño recién nacido no habla; y sin embargo, el Niño del Pesebre, Jesús, Enmanuel, es la Palabra de Dios, con la que Dios habla; no tiene otra palabra; nos la ha dicho toda junta, toda de una vez. Dios que había hablado fragmentariamente por los profetas, nos lo ha dicho todo, sin reservarse nada: Dios es Dios, Dios se abaja hasta hacerse hombre; supera toda la distancia infinita que hay entre Él y el hombre. Dios se ha manifestado por completo; en ese pequeñín brilla la gloria de Dios, es la imagen única de Dios invisible, impronta de su ser, plenitud de la divinidad, de quién recibimos gracia tras gracia.

Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es lo más grande que se puede ser. Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre se ha incrementado, engrandecido y plenificado. Cuando Cristo apareció en brazos de su Madre revolucionó el mundo. Ésta es la verdadera revolución que ha llegado a la tierra, éste es el verdadero cambio y la novedad que necesitan nuestras vidas, nuestra historia, nuestra sociedad. Nos preocupa, y con razón, las graves crisis, inquietantes y problemáticas, que atraviesan el mundo de hoy. El momento más actual, por lo demás, nos trae a primerísimo plano de nuestras preocupaciones al hombre, acechado por peligros que afectan a aspectos esenciales de su dignidad constitutiva y que comprometen las posibilidades sociales del desarrollo pleno e íntegramente humano de su personalidad, en una palabra: su destino, su salvación.

La Navidad, este año y siempre, nos trae la respuesta y la luz para esta sociedad y estas inquietudes: la luz que esclarece la realidad del hombre y abre su horizonte a la esperanza por el Camino que Él pone en el surco de nuestra historia: el Niño de Belén que trae la paz a los hombres, a todos, porque Dios a todos ama. La Navidad nos invita a que entremos limpiamente en la hondura de su verdad y la acojamos, para vivirla, sin reticencias ni sospechas. Detrás de la exterioridad de las fiestas navideñas, se esconde la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado al hombre y se ha comprometido irrevocablemente con él; Dios sale al encuentro del hombre y se hace hombre. ¡Esta es la respuesta y esta es la verdad!
No es otra la clave de la Navidad, ni otra la sustancia y raíz de lo que celebramos que la encarnación de Dios, o sea, su condescendencia extrema con el hombre perdido y desgraciado, amenazado y sufriente; y el origen de esta condescendencia tan extraña es el amor de Dios al hombre. Dios se ha apasionado por el hombre y se ha volcado por entero y sin reserva en favor del hombre, criatura tan fugaz, tan injusta y desgraciada, con no poca frecuencia, tan violenta y endurecida, a veces. Y sin embargo, aunque parezca extraño y le repugne a la «sabiduría» de los «sabios y entendidos» de este mundo, Dios, no por necesidad ni por un impulso ciego, sino por amor, se ha apasionado por el hombre, por su historia y su destino y ha querido compartirlos.

No es posible concebir, ni menos realizar, la historia humana sin Jesucristo y menos en contra de Él, que ha introducido en ella y ha hecho germinar para siempre el valor y la dignidad inviolable de todo ser humano. A partir de Jesucristo, cercanía suprema de Dios e identificación plena con la Humanidad – con cada uno de los hombres-, ningún ser humano puede ser pisoteado o denigrado, herido o eliminado.

La celebración de la Navidad nos está gritando que no cabe ya dar la espalda al hombre, cuando se vive de cara a Dios, porque Él ha dado la cara por el hombre. Sin embargo, son tantas las cosas y tantos los acontecimientos de un tiempo a esta parte, intensificados en nuestros días, que nos muestra un mundo que, de hecho y cruelmente, da la espalda al hombre, a pesar de todas las proclamas en sentido contrario. Por raro que suene a muchos oídos de hoy, ésto está sucediendo al tiempo que se le da la espalda a Dios: ¿mera coincidencia, o consecuencia?. No es ajeno, en efecto, este caminar al margen de Dios, sin Él o contra Él, al andar en dirección contraria a la verdad del hombre: darle la espalda con la violencia y el terrorismo, con la venganza y el odio que estamos percibiendo en las guerras, con el amplísimo número de los sin techo o de los inmigrantes o de los refugiados que dejan sus pueblos en situaciones de tantísima precariedad, con el hambre y la injusticia estructural en el mundo, con la difusión del execrable crimen del aborto o de la eutanasia, con el tráfico y el consumo de las drogas que alienan y envilecen, con la destrucción de la familia, y ese largo, excesivamente largo, cúmulo de abusos y ataques a la dignidad de la persona humana.

La Navidad debería volvernos más a Dios para volvernos más a los hombres. ¡Es posible que todo hombre sea amado y querido por sí mismo, que todo ser humano sea reconocido y respetado en su dignidad inviolable más propia, que todos podamos gozar de la libertad que manifiesta la verdad más auténtica de la persona, que se establezca la paz y la justicia! ¡Es posible que cese el terrorismo espantoso, tan contrario a Dios como al hombre, o que se instaure la paz en Oriente Medio, entre Israel y Palestina, o que se respeten los derechos humanos en Venezuela y en otros rincones de la tierra, o que se proteja la familia y la vida desde su concepción hasta su muerte natural! No inventamos nada nuevo, no soñamos con una utopía inalcanzable y meramente bonita. Es ya real, a partir de Jesucristo, en nuestra historia. En el tronco envejecido y agostado de la humanidad de hace 2000 años, y poco más, ha brotado un vástago nuevo, un Hombre Nuevo: Jesús, Salvador y esperanza!

Hagamos posible que cuantos celebran la Navidad la comprendan. Acojamos de una vez para siempre a Jesucristo de verdad y sin temor ni reticencia alguna; acojamos al que es la palabra única y eterna del Padre, creamos en Él, y, por el Espíritu, se nos concederá ser hijos de Dios, la mayor grandeza y esperanza para el hombre, cumplimiento de sus anhelos más hondos. Que no nos suceda que Él viene a los suyos, y que los suyos, nosotros, no lo recibamos; el futuro de la humanidad, la de hoy, depende de ésto. Abramos nuestro corazón para que la Navidad se prolongue sobre esta tierra.
Pido a Dios que en esta Navidad todos nos abramos más a Él y acojamos al que viene en su nombre, y así podamos seguir su camino en toda la tierra que es el camino del hombre, el que conduce a la paz. Deseo que todos tengan el don y la dicha -la gracia- de conocer a Jesucristo, acogerle en la vida como criterio de la inteligencia y del corazón, como fuente y meta de la vida, de la razón, de la libertad, de la convivencia, y del amor. Es el bien más grande y más gratificante y dichoso que puedo pedir y desear para la vida del hombre y de la sociedad. ¡¡FELIZ NAVIDAD A TODOS, SIN EXCLUSIÓN DE NADIE!!