La escuela del siglo XXI ha de educar y proporcionar una educación integral de la persona, por encima de todo.
La escuela del siglo XXI, como institución de la sociedad al servicio de la transmisión sistemática y crítica de la cultura mediante la formación de personas libres, conscientes, críticas y creadoras, ha de atenerse con escrupuloso respeto a lo que esta institución de la sociedad entraña, y contribuir con todas las posibilidades a su alcance al logro de sus fines y a las obligaciones que ésta tiene para con la misma sociedad, más aún para con los hombres de esa sociedad a la que pertenece. Ha de empeñarse en un proyecto educativo que busque sinceramente el bien integral del hombre y de la sociedad protegiendo la libertad contra toda coacción niveladora en los primeros pasos de la vida del hombre, o contra el pensamiento único o el relativismo. Sencillamente se ha de poner al servicio de un proyecto educativo que persiga el ayudar a los alumnos a aprender a ser hombre y el arte de vivir, el educar la persona de manera que se realice en la verdad y en el amor: Ha de ser, ante todo, educador de la persona humana. La persona es el núcleo de la escuela, que no se olvide en la LOMLOE, ni lo olviden los padres para exigirlo.
La escuela en la situación actual no puede renunciar a su condición de ser un lugar señalado para la formación integral del hombre, mediante la asimilación sistemática y crítica del universo cultural: hechos, saberes, valores, sentido de la vida humana, posibilidades éticas, formas de interpretación creadora de la realidad, esperanzas, capacidades de auto identificación, de discernimiento, de distanciamiento crítico respecto a lo dado y establecido. Y esto dentro de una sociedad en la que más que productos necesitamos fuerzas de lo interior, libertad creadora, impulsos esperanzados hacia el futuro, confianza para obrar y, sobre todo, para ser. El objetivo irrenunciable de la institución escolar -formar el hombre desde dentro, liberarlo de todo lo que le impide vivir plenamente como persona-, lleva consigo su efectiva referencia a una determinada visión del hombre y a su sentido último, para afirmarlo, negarlo o prescindir de él, en definitiva, a una antropología verdadera. En este orden de cosas, es preciso reconocer el valor humanizador, integrador y de convivencia de lo religioso, la apertura a la trascendencia, mejor, a Dios para una existencia humana que quiera abrirse a la realidad total del mundo y no cegar ninguna de las expectativas del espíritu humano.
La Escuela del siglo XXI ha de asumir con toda decisión las dimensiones propias del proceso formativo, es decir: las tareas de instrucción, formación y educación, propias de la escuela, y responder con estas tareas a las preguntas por: a) qué son las cosas que son y cómo funcionan y, así, situar al educando ante la realidad objetiva, ante la verdad del mundo objetivo, en el que ha de vivir y ante el que ha de situarse; b) cuáles son los valores, creencias, hechos históricos, normas de comportamiento…, que, legados de una tradición, configuran la vida de un pueblo, en el que el educando ha de situarse y realizar su existencia junto con los otros; y c) qué sentido tiene todo, la totalidad de lo real, mi vida personal, cuál es mi origen y mi destino, qué sentido tiene la vida y la muerte, y así poder realizarme como uno mismo con mi identidad propia, original e intransferible. Sólo cuando se responde a ese triple plano de preguntas con las tres tareas asignadas a la escuela, podemos decir que la escuela está cumpliendo su cometido. ¿Es así la LOMLOE? Sinceramente, no, ignora todo esto, y así ¿dónde vamos? A ninguna parte y sin rumbo.
De no introducir la religión en el conjunto de la educación, corremos el riesgo de seguir reduciendo el hombre a cosas
La educación centrada en la persona y en orden a la realización de la persona es la clave de cara al futuro en la educación del siglo XXI. Hace unos años leía en la tercera de ABC un artículo, con la lucidez y la humildad-honestidad intelectual que siempre le caracterizó, de D. Julián Marías, en el que, entre cosas, decía: “El mundo actual, sobre todo en Europa, en grado algo menor en América -…- ha experimentado un cambio que no se suele percibir. Ese mundo ha dependido de una idea capital, que ha mantenido su continuidad: la de la persona. Hace cosa de treinta años tuve una violenta sorpresa: en la mayoría de las enciclopedias recientes no se encuentra el artículo ‘amor’; tampoco el de ‘felicidad’ o el de ‘vida’, salvo la biológica. Estas enciclopedias no hablan más que de ‘cosas’, y estas palabras no nombran cosas, sino realidades personales. El mundo actual está casi reducido a cosas, el hombre de nuestro tiempo sepultado en ellas. ¿Es esto soportable? Más aún, ¿es posible? Tal vez el hombre no se resigna a dimitir de su condición personal. Cuando está a punto de hacerlo, en virtud de solicitaciones que le halagan o lo amenazan, siente un punto de alarma. Es muy posible que la dimensión religiosa sea la única que mantenga vivo para la mayoría de los hombres la conciencia de que no es una mera cosa, ni siquiera un organismo, sino esa realidad paradójica, difícil de comprender y sin embargo patente, manifiesta, lo único verdaderamente inteligible. En esa tradición religiosa el hombre encuentra restos -sólo restos, vacilantes y venidos a menos- de la idea que lo había acompañado durante milenios, que le había permitido trascender lo animal, lo cósmico, las vicisitudes de la historia, los desastres, las situaciones desesperadas o insoportables… En algunos momentos, en circunstancias particularmente difíciles, el hombre vuelve los ojos, con confianza y escepticismo, a algunos fragmentos de una vieja creencia que sobrenada en las aguas agitadas y confusas -sobre todo confusas- en que se debate” (Julián Marías).
Esto es clave para la educación. Y por ello, con honestidad y respeto exquisito a la libertad, habría que introducir también la religión en el conjunto de la educación de la persona, a la que debe servir la institución escolar. De otra suerte corremos el riesgo de seguir reduciendo al hombre a cosas, con todas las consecuencias que conlleva, desgraciadamente patentes, de despersonalización y de apagamiento de la libertad en la verdad. Decir esto en estos momentos de profunda secularización en relación con la enseñanza resulta totalmente obsoleto, no se lleva. Sin embargo, ahí tenemos un vector fundamental e imprescindible para el futuro de la escuela en este siglo XXI, que la LOMLOE debiera intentar y perseguir.