Miguel Navarro Sorní
Colegial perpetuo del Real
Colegio-Seminario Corpus Christi
Aunque san Juan de Ribera no tuvo que enfrentarse durante su vida a una pandemia como la que nosotros sufrimos actualmente a causa del coronavirus, falleció a consecuencia de una neumonía aguda, muy semejante a la producida por el covid-19.
Veamos cómo fueron los últimos días de san Juan de Ribera y cómo vivió su última enfermedad y se preparó para la muerte, de modo que su ejemplo nos ayude en este momento difícil en que nos encontramos.
Según narra su primer biógrafo, el jesuita Francisco Escrivá, que fue su confesor y secretario particular, en la ‘Vida del Ilustrísimo y Excelentísimo señor don Juan de Ribera, Patriarca de Antiochía y Arçobispo de Valencia’, que publicó en Valencia el año 1612, la dolencia que llevó a la sepultura al santo se ocasionó a causa “de haber estado un jueves [9 de diciembre de 1610] en su Capilla, delante del santísimo Sacramento, más de tres horas por la tarde, descubierto y de rodillas, y al frío, que le hacía aquellos días muy grande”. De hecho, se levantó de la oración “tan romadizo” -es decir con un catarro de la membrana pituitaria-, que “el lunes siguiente por la mañana se le cerró y cargó tanto el pecho, y le hallaron los médicos el pulso tan flaco y tan retirado, que creyeron se moría”, por lo que decidieron avisar a su confesor, “para que se aparejase y recibiese los sacramentos”. En efecto, el Patriarca “se sentía muy fatigado, y el pecho muy cargado y cerrado”, síntomas muy semejantes a los producidos por el covid-19. Según el historiador y médico valenciano José Rodrigo Pertegás se trató de una pleuroneumonía muy aguda, que los médicos de la época diagnosticaron como “fluxión de catarro al pecho”.
Ante esto, consciente de que se acercaba la hora de su muerte, lo primero que hizo san Juan de Ribera fue confesarse y recibir el viático, y lo hizo solemnemente el jueves 16 de diciembre, con asistencia de toda la Capilla de su Colegio Seminario. Apenas llegó el Santísimo a su cámara, el Patriarca “salió de la cama y se puso en el suelo de rodillas, y se postró, y besó la tierra, y adoró al Señor, que se había dignado de venir a su casa”.
En los días siguientes se acrecentaron los dolores en el pecho, estómago y espalda, y subía la fiebre. No podía estar en el lecho sino medio incorporado, reclinada la cabeza en un cojín, pues de lo contrario le acometían los dolores más rigurosamente, a lo que, sin lamentarse, decía muchas veces: “Señor, hágase vuestra voluntad”.
Al aumentar la gravedad volvió a recibir el viático el 27 de diciembre, día de su santo, san Juan evangelista, ahora con asistencia de todos los canónigos de la catedral. Ya no pudo recibirlo de rodillas, sino sentado en una silla, y “pidió perdón a todos con tanta humildad, exhortolos a servir al Señor con tanto espíritu, despidiose de todos con tantas muestras de amor, como padre de sus hijos, que no había allí hombre que no se deshiciese en lágrimas”. Cuatro veces en total recibió al Señor durante su última enfermedad e hizo confesión general de sus pecados.
Al domingo siguiente, 1 de enero de 1611, Ribera mejoró inesperadamente, hasta el punto que pudo levantarse, afeitarse, vestirse y comer un poco; pero fue una mejoría engañosa, pues al día siguiente empeoró, “tanto peor que había estado”, y “con la certidumbre de que se moría, se le quitó el temor de la muerte… de manera que hablaba de morirse, como si hablara de mudarse del aposento en que estaba a otro más ancho y más acomodado”. Incluso dispuso todo lo relativo a su sepultura, “como si otro fuera el muerto” y no él.
La vigilia de la Epifanía mandó llamar a su confesor, para consultarle un caso de conciencia, y este, al encontrarlo tan débil y con la respiración tan fatigosa, le indicó que había llegado la hora de recibir la extremaunción; pero el santo Patriarca, “con una paz admirable”, le manifestó su certeza de que llegaría al día siguiente, jueves, y entonces la recibiría y se confesaría y comulgaría. Y mandó que le dejaran solo en su habitación, sin que entrase nadie a verle, a fin de prepararse “para dar cuenta a Dios”.
A medianoche, nada más comenzar el día de Reyes, el vicerrector del Colegio le administró la extremaunción y el viático, estando el Patriarca plenamente lúcido, pues siguió todas las oraciones mientras se golpeaba el pecho diciendo: “pecador, sí, pero muy católico”. Y al terminar la ceremonia, exclamó: “Bendito seáis, Dios mío, que habéis dejado remedios en vuestra Santa Iglesia para los pecadores”.
Después descansó un poco, pero hacia las tres de la madrugada despertó con mucha tos y pidió que le leyesen la recomendación del alma, y tomando agua bendita la esparció por la sala, mientras repetía el nombre de Jesús y besaba la medalla de Jesucristo que le había enviado el papa Clemente VIII. Al concluir el rezo entró en agonía y “sentado sobre la cama y arrimado a unas almohadas, sin pena, sin congoja alguna, apretándosele el pecho, expiró y dio el alma al Señor”, “quedando hermoso como un ángel”.