Queridos hermanos Obispos, queridos hermanos sacerdotes, en este día, solemnidad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, compartimos la alegría inmensa de haber sido elegidos, llamados y consagrados sacerdotes, partícipes del sumo sacerdocio y único de Jesucristo, damos gracias, unidos estrechamente por este don que somos y nos constituye. Fuimos, cada uno de nosotros, hermanos muy queridos, constituidos sacerdotes y pastores, presencia sacramental de Cristo sacerdote y pastor, para celebrar la Eucaristía y traer el perdón de los pecados, para ser en medio de los hombres, pastores conforme a su corazón, para anunciar el Evangelio de Jesucristo, administrar y dispensar los sagrados misterios en una vida conforme a la suya, para ser mediadores entre Dios y los hombres y para interceder por todos ante el Señor.
Quien nos ha llamado es fiel, y fiel se mantiene hasta el fin Aquél con el que, con la fuerza del Espíritu Santo, fuimos configurados por la unción sacerdotal: ¡Sacerdotes, siempre sacerdotes, y nada más que sacerdotes; sacerdotes para siempre! ¡Qué infinito es el don de Dios! Dios elige lo débil para confundir a los fuertes. Esta es nuestra experiencia personal y común. Todo es gracia en nuestra vida, todo es obra de Dios, de su misericordia que no se acaba. Todo en nuestra vida es gracia; sólo tenemos nuestro por completo, nuestros pecados y nuestras infidelidades, de los que humildemente pedimos perdón.
Es verdad que estamos atravesando tiempos nada fáciles, los miremos por donde los miremos. Hemos pasado y aún estamos pasando por una época en la que nuestra fe está siendo sometida a pruebas grandes. En esta marcha oscura por el desierto de nuestros tiempos de pandemia e increencia, Cristo sigue viviendo en nosotros la tentación que pone a prueba la fidelidad a Dios. A pesar de nuestros desánimos y de los oscurecimientos de nuestra fidelidad, hasta aquí, gracias a Dios, hemos llegado.
Nuestra gran certeza ante el sacerdote que somos y que hemos recibido por pura gracia es que los sacerdotes no podemos desertar de este puesto en el que se sustancia el drama de la acogida o el rechazo de Dios por parte de los hombres. Las tentaciones que genera este drama son importantes. Pero estamos seguros de que Dios no abandonará a los hombres. Esta es la suprema razón que nos sostiene en nuestro combate, que compartimos juntos los hermanos sacerdotes; hoy, de manera particular lo compartimos con nuestros hermanos que celebran los veinticinco o cincuenta años, bodas de plata y oro, de ordenación sacerdotal; nos unimos especialmente a ellos en su acción de gracias, en su esperanza, y en su alegría, estamos con ellos, muy unidos a todos ellos, como hermanos que somos: no olvidemos el empeño de Dios en favor del hombre, del que sale fiador el sacerdocio de Cristo, al que no podemos dejar de hacer presente en nuestro mundo; nos urge y apremia el amor de Cristo. La garantía y el fundamento no es otro, pues, que Jesucristo. Recemos unos por otros, lo necesitamos. Demos gracias unos con otros por el sacerdote que somos. Recemos unos por todos para que seamos fieles y seamos santos: si no somos santos, ¿para qué ser sacerdotes? Sacerdotes santos, pues. Siempre sacerdotes santos. Y por ello y para ello necesitamos volvernos a Cristo, a nuestro encuentro con El, pues es el mismo hoy, ayer y siempre. Necesitamos que, con la Fuerza de lo Alto, Señor y dador de Vida, ahondemos en la naturaleza de nuestro sacerdocio y atemperemos nuestro estilo de vida, a fin de arrostrar nuestra imprescindible misión con confianza, libertad, audacia y alegría. Los años, las fatigas, los duros trabajos del Evangelio, el trabajo aparentemente baldío en tantas “noches de pesca infructuosa”, nuestra propia debilidad, pueden disminuir la fuerza del fuego del Espíritu. Es preciso soplar en las brasas, avivar la llama, como se aviva una pasión en trance de extinguirse; en nuestro caso, se trata de la pasión por la Iglesia, por el anuncio del Evangelio de Cristo a todos, como el primer día. Necesitamos llenarnos de la audacia, de la alegría, de la plenitud, del don recibido. Con el aliento del Santificador, necesitamos aspirar a la santidad, para ser “ministros de la santidad” en favor de los hombres y mujeres confiados a nuestro servicio pastoral.
La santificación de los sacerdotes es una exigencia advertida, hoy de manera especial en los tiempos “recios” que corremos, no sólo por nosotros, pastores del Pueblo de Dios, sino también por los fieles que buscan en nosotros, consciente o inconscientemente, al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza.
La santidad propia del sacerdote, lo sabéis muy bien, y así lo hemos expresado en nuestro Sínodo diocesano, se orienta a la evangelización, a hacer real y expresivo el amor de Cristo a los hombres en sus vidas concretas. “Seamos siempre, con nuestra vida santa y entregada, luz y sal que ilumine y dé sabor de virtudes cristianas a cuantos nos rodean. Nuestro testimonio como sacerdotes ha de ser siempre evangelizador, para que los necesitados de la luz de la fe acojan con gozo la palabra de salvación; para que los pobres y más olvidados sientan la cercanía de la solidaridad fraterna; para que los marginados y abandonados experimenten el amor de Cristo; para que los sin voz se sientan escuchados; para que los tratados injustamente hallen defensa y ayuda” (Cfr. Juan Pablo II en Sevilla, Dos hermanas, 1993).
La doctrina de la Iglesia es abundantísima, y siempre se insiste en lo mismo: “La deseada renovación de la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes” (OT, proemio). Podemos decir, por tanto, que la nueva, necesaria y urgente evangelización, como ha subrayado nuestro reciente Sínodo, dependerá en gran parte de los sacerdotes. Y si esta renovación depende en gran parte de nosotros, importa mucho que seamos santos, puesto que, como afirma el Concilio, :”Aunque la gracia de Dios pueda llevar a cabo sin duda alguna la obra de la salvación, incluso por medio de ministros indignos, sin embargo, como ley ordinaria, Dios prefiere mostrar sus maravillas por medio de aquéllos que, dóciles al impulso y a las inspiraciones del Espíritu Santo, por su unión íntima con Cristo y por su santidad de vida, pueden decir con el Apóstol : ‘Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí’ (Gal 2,20)” (PO 12).
Qué duda cabe de que la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. La eficacia de nuestro ministerio, depende en gran parte de la santidad de los ministros. Constatamos que nuestras comunidades cristianas están debilitadas a veces mortecinas en muchos sectores. Tendríamos que preguntarnos humildemente -y más en este tiempo de purificación y de renovación ante la prueba- si no será que nosotros, sacerdotes, – vuestro hermano Obispo el primero – no vamos a lo esencial y nos quedamos en aspectos periféricos de nuestro ministerio. ¿No podemos estar corriendo el riesgo o estar en la tentación de dejar la promoción de la santidad, de la vida espiritual, de la oración, el anuncio de la fe, el dar a Cristo en persona a los hombres de hoy, etc., que es lo específicamente nuestro?
Ser sacerdote, nos lo hemos dicho muchas veces, no es una pura y simple función. En virtud de la unción del Espíritu Santo “somos ministros del misterio de la redención del mundo, ministros del Cuerpo que se ha ofrecido y de la sangre, que ha sido derramada para el perdón de nuestros pecados. Ministros de aquel Sacrificio por medio del cual, El, el Único, entró de una vez para siempre en el santuario: ‘ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo’ (Hb 9,14)” (Juan pablo II). Somos, por el Espíritu Santo que nos consagra con su unción, ministros del testamento del amor de Jesucristo. Somos, por la fuerza consecratoria del Espíritu santificador, don de Dios a la Iglesia, cumplimiento de su promesa: “os daré pastores conforme a mi corazón”(Jer 3,15).
Somos y actuamos en la persona de Cristo. Por el sacramento del Orden se opera en nosotros, sacerdotes, una transformación que nos convierte en la presencia sacramental de Jesucristo – Cabeza y Pastor de la Iglesia- entre los hermanos. El sacerdocio ministerial, no me cansaré nunca de repetirlo, no es una pura y simple función sagrada; envuelve, además, y compromete a la persona entera del sacerdote y del obispo, y no sólo habilita para unas palabras y acciones, sino que, además, nos configura con Cristo, Sacerdote y Pastor. Al fin y al cabo, no se nos exige más que ser lo que somos. Ser lo que se es. Ser, en primer lugar, lo que es Cristo, independientemente del modo específico de desempeñar el ministerio. Ser sacerdote envuelve y compromete, pues, la persona entera del presbítero o del Obispo. Los sacerdotes, por ello, estamos llamados a vivir de tal manera, en nuestro servicio y nuestra persona, que seamos presencia de Cristo, Sacerdote y Pastor.
Es necesario, queridos sacerdotes, que nos acompañemos mutuamente para ir a Jesús y, juntos, aprendamos de Él, nos configuremos cada día más con Él hasta la identificación con El, de tal manera que cuando los hombres nos oigan sigan oyendo a Cristo, y cuando nos vean sigan viviendo al mismo Cristo. Los sacerdotes deberíamos ser vistos siempre como presencia de Cristo, servidores suyos; nuestra misión es la misión de Cristo; nuestro mensaje es el mensaje de Cristo; lo que los sacerdotes tenemos que decir y hacer es lo que Cristo vino a decir y hacer en favor nuestro. Somos Cristo en medio de los hombres. Nuestra vida sacerdotal es, en la fuerza del Espíritu, un continuo camino de configuración con Cristo, sacerdote, cabeza y pastor de la Iglesia, humilde y manso de corazón. De nuestra configuración con El brotará la eficacia de nuestro ministerio, y no de ninguna otra parte.
El Espíritu Santo en virtud de la fuerza del sacramento del orden, nos configura con Jesucristo Sacerdote, Cabeza y Pastor de la Iglesia. El Paráclito nos hace semejantes a Cristo para que, con su fuerza vivificadora y santificadora, nos vayamos identificando dócilmente con el Señor. Recibimos el Espíritu Santo para ser hombres del Espíritu, que siguen a Jesucristo, configurados con El por el Espíritu: con su persona y con su misión.
El sacerdote, por la acción del Espíritu, está llamado y es ungido para identificarse con Cristo, Hijo de Dios, en su confianza, en su obediencia, en su identificación con el querer del Padre, que quiere que alcance a todo su amor y que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Ser Hijo de Dios es ser de Dios; los sacerdotes estamos llamados a ser primariamente “hombres de Dios”, “amigos fuertes de Dios”, y así cultivar la experiencia de Dios, la vida teologal, la interioridad, la oración. El Espíritu Santo actúa en nosotros, sacerdotes, para que nos unamos y conformemos con Cristo humilde: se despojó de su rango, pasó por uno de tantos, se rebajó hasta lo último, vino como siervo y servidor: lo nuestro es servir; pasar por uno de tantos, insertos en el mundo, solidarios de los hombres, sin desdeñar el llamar hermanos a los hombres y sin buscar ningún brillo o “relumbre” mundano. Es el mismo Espíritu el que ha ungido a Cristo pobre, el que siendo rico se hizo pobre por nuestro amor, el que fué ungido para traer la buena noticia a los pobres y hacer de ellos el objeto de su predilección, el que manifestó que el bien supremo es Dios y su Reino; por eso, los sacerdotes, configurados con Cristo por el Espíritu, somos ungidos para que, viviendo la pobreza evangélica, sigamos el camino que proclama dichosos a los pobres, a los últimos, a los desheredados de la tierra, a los marginados de todo tipo. El Señor, además, yendo en contra de la que se puede considerar cultura dominante de su tiempo, ha elegido libremente vivir célibe: en su seguimiento, nosotros sacerdotes, lo dejamos todo para cumplir su misión, nos unimos enteramente a El con un corazón indiviso para dedicarnos más libremente al servicio de Dios y de los hombres, entregarnos enteramente a la Iglesia, a la que Cristo amó y por la que se entregó hasta el extremo; recibimos este carisma del celibato por el Reino de los cielos para vivir consagrados enteramente a la Iglesia, amarla y entregarnos a ella. Con Cristo, Buen Pastor, que ha venido a servir y dar la vida por todos, somos llamados a servir, motivados exclusivamente por la caridad pastoral; el servicio de Jesús llega a su plenitud con la muerte de cruz. Por esto nuestra fidelidad a Cristo, y a semejanza de Él, nuestra misión es servir, ser servidores y administradores de los dones de Dios Servicio, de manera muy principal, y servir a los pobres: somos llamados a estar al lado de los más débiles y desvalidos, a defender la vida en todas las fases de su existencia, ser solidarios con los esfuerzos por lograr una sociedad más justa y respetuosa de la dignidad de todo ser humano, cercanos a los que sufren y lloran, defensores de los que no tienen voz, inclinados ante los pequeños, ante los pecadores y marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su ministerio profético y sacerdotal. Servir, como Cristo Pastor, que siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor, que busca a las dispersas y descarriadas y se alegra al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y las llama una a una, las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas, y prepara para ellas una mesa alimentándolas con su propia vida : su palabra, sus sacramentos, singularmente de la Eucaristía, su amor. Servir, como el Buen Samaritano, a todo hombre herido, despojado, abandonado y necesitado. Servidores así, los sacerdotes hemos de estar atentos a esa gran pobreza y herida de nuestro tiempo – la más cruel y mayor indigencia – que es la falta de sentido, el vacío y la desesperanza, el alejamiento de Dios y el rechazo por parte de tantos contemporáneos nuestros, especialmente entre los más jóvenes de nuestra sociedad; no hay mayor pobreza que no tener a Dios. No tenemos oro ni plata pero se nos ha confiado una gran riqueza: Cristo; y en nombre de Cristo, hemos de ayudar a los caídos y “tullidos” de nuestro tiempo a que se levanten con esperanza y ánimo. Servir, de manera principal, con el anuncio y la entrega del Evangelio, como el mismo Cristo, cuya misión es la de anunciar el Evangelio en su persona, en sus hechos, en su palabra: evangelizar es el servicio y la misión del sacerdote por excelencia, urgida de manera especial hoy. Entregar a los hombres a Cristo, ésa es nuestra misión: entregarlo con la Palabra de la predicación, de la catequesis y las diversas formas de anuncio del Evangelio; entregarlo con los sacramentos, ya que en todos ellos es Cristo mismo quien actúa y hace presente su obra salvadora y redentora; entregarlo con nuestro amor generoso, con nuestra caridad pastoral, y entregarlo, sobre todo – ahí está toda la razón de ser de nuestro ministerio -, en la Eucaristía: entregarlo enteramente, en persona – su carne para la vida del mundo.
Lo que constituye la singularidad de nuestro servicio sacerdotal – bueno es repetirlo -, lo que da unidad profunda a la infinidad de tareas que hemos de desempeñar los sacerdotes, lo que confiere a nuestras actividades una nota específica, lo que ha de estar presente en todas nuestras acciones es “anunciar el Evangelio vivo de Dios”. En cuanto pastores somos escogidos, por la misericordia del Supremo Pastor, para que, en la Iglesia y con ella, al servicio de ella : proclamemos con valentía y autoridad la palabra de Dios; convoquemos, reunamos y sirvamos al Pueblo de Dios disperso; alimentemos a este pueblo con los signos eficaces de la acciòn de Cristo que son los sacramentos, muy especialmente con el Pan de Vida eterna por medio de la Eucaristía; lo pongamos en camino de salvación, lo mantengamos en la unidad; y animemos sin cesar a la comunidad reunida en torno a Cristo, siguiendo la línea de su vocación más íntima. Cuando en la medida de nuestros límites humanos y secundando la gracia de Dios, cumplimos todo esto, los sacerdotes realizamos una labor de evangelización.
La tarea y misión de los sacerdotes, el ministerio sacerdotal, en la Iglesia, como ya he dicho otras veces, es verdaderamente insustituible: es imprescindible en la obra de evangelización, dicha e identidad más profunda de la Iglesia. Somos necesarios para que la Iglesia, sencillamente, sea; no simplemente para que funcione bien o esté ésta mejor. Por el ministerio recibido, hemos de ser anunciadores incansables del Evangelio y hemos de ir delante, ser los primeros, en la nueva evangelización que nos urge y apremia a todos. Existimos para evangelizar: dedicarnos a la oración y a la predicación, como se dice de los Apóstoles a los que sucedemos, es nuestra ocupación prioritaria que nunca deberíamos dejar. La nueva situación que vivimos requiere de nosotros que nos situemos en la actitud misionera que corresponde a la situación real en la que estamos: que se avive en nosotros el aliento y espíritu misionero.
A partir de esta actitud se organizará toda nuestra vida y nuestra actividad pastoral.