En el Evangelio del domingo pasado, Jesús se dirige a sus discípulos, nosotros, y nos habla de esto, del Reino de Dios, implantado en la tierra, en la historia, y lo hace por medio de dos parábolas: la de la semilla sembrada en el campo, y la del grano de mostaza. A Jesús le gustaba sentirse sembrador: sembró la Palabra, Bondad, Sacrificio. Sembrar para infundir fecundidad en la tierra. Cristo metió en la entraña misma de nuestro mundo las semillas de Dios, del Reino de Dios. Como el sembrador espera, es héroe de la esperanza, la razón de ser de su siembra es la cosecha, cuando mira su sembradío, el mundo, yermo en apariencia, sabiendo que hay que pasar el invierno en acto de pura fe, en total y pura confianza en Dios que da el incremento y la cosecha, que ya presiente y de la que ya goza.
La parábola de la semilla pone su acento en la misteriosa vitalidad de la semilla, que es Él mismo: Palabra de Dios depositada, enterrada, en tierra. Germinando en invisible silencio, acaba por trascender la tierra en que fue enterrada vistiéndose de hermosura y de fruto. Cristo dedicó esta parábola a los que descansan en su pesimismo religioso, que es un pecado contra la fe. ¡Cuánto pesimismo entre los cristianos! Es preciso revisarse en ese pesimismo estéril que no ve ninguna salida, que todo lo ve negro, y mirar a esa semilla que crece sin saber cómo, pero que crece, porque Dios se cuida de lo sembrado. También se dirige a los impacientes, que pretenden disimular ese pecado contra la fe, porque creen que todo depende de nosotros los hombres y no acaban de fiarse de Dios que es quien lleva todas las cosas en la inmensidad de su amor y de su misericordia todopoderosa. El Evangelio que es Él, que Él sembró en el corazón de la Humanidad vive, germina y crece sin que nadie sepa explicar cómo. Aunque haya quien no lo vea, no lo quiera o quiera incluso impedirlo. El punto final de la historia – la siega de la semilla- ya está en manos de Jesucristo, Dios con nosotros. ¡Cómo necesitamos hoy de esta parábola, cuando cunde el pesimismo o la impaciencia ante la situación que vivimos!
También la parábola del grano de mostaza nos dice mucho hoy: “al sembrar el grano de mostaza en la tierra es la más pequeña de todas las semillas”. La obra de Jesús, pequeña semilla como el grano de mostaza, sembrada en nuestra tierra va creciendo desde la humildad de Belén, o de Nazaret hacia el Infinito que Dios nos tiene prometido. Crece por su divina fuerza interior, imparable. Crece con lentitud omnipotente, en el ritmo de los planes de Dios, no de los nuestros, de los que se ha apoderado el eficacísimo, los poderes y cálculos humanos que no son Dios y en los que se mezclan con frecuencia intereses que no son los de Dios, el orgullo humano contrapuesto a Dios desde los orígenes de la humanidad.
Jesús, manso y humilde corazón, paciente que confía en el Padre, fue pedagogo de los humildes; con las parábolas nos enseñó a gustar y sentir las cosas del Cielo, de la Verdad,, cada vez que vemos y tocamos sus cosas de la tierra.
A partir de aquí cambia todo. El hombre adquiere una nueva mirada. Tiene razones de sólido fundamento para no dejarse vencer ante tanto y tanto que invita al desaliento, al desencanto, o al reducirse al aquí y al ahora sin esperanza de futuro. Cristo es la gran esperanza. Vivimos tiempos en los que necesitamos de esta gran esperanza para afrontar el futuro: como el grano de mostaza. Necesitamos mirar ese futuro a partir de la persona de Jesucristo, con su misma mirada, más aún, con su mismo Corazón, desde el cual nos sabemos atendidos, acompañados, alentados, cuidados y guiados.
En la perspectiva del Corazón misericordioso y compasivo de Jesús se nos dice, insisto, que, al ver Él, las multitudes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas: Jesús deplora el abandono del pueblo por parte de los que tenían el deber de servirle de guías verdaderos y certeros: vemos lo de siempre, faltan guías y el pueblo se desconcierta y se extenúa.
En la misma perspectiva se sitúa Jesús, sembrador de la buena semilla, palabra de Dios caída en tierra, cuando, en otra ocasión, mirando a la amplitud del mundo y a la disponibilidad del pueblo a dar fruto para el granero de Dios, destacará en una ocasión que faltan “labradores”, gente que trabaje en este mundo para que esa disponibilidad que hay en el corazón de los hombres se puedan traducir en abundancia de cosecha de buenos frutos. Sí, faltan guías, faltan, también hoy, obreros y trabajadores en el sembradío de Dios. Ahora, el día 19 y 20, por ejemplo, serán ordenados once nuevos sacerdotes, que nos confirma como Dios cuida del sembradío yermo del mundo en medio de una situación de aparente sequía espiritual.
En nuestro contexto actual es preciso constatar con fe que faltan guías, sembradores de la semilla del Reino de Dios, para que se camine con futuro y en la justa dirección, sin desaliento y con fuerzas de esperanza que brota del amor, faltan trabajadores que cultiven esta humanidad que dé abundante cosecha conforme al querer de Dios siempre en favor del hombre, de todo hombre. Jesús veía esto en su mundo y en el nuestro, inmenso sembradío de Dios, y elige a los doce Apóstoles, a los que “llamó y les dió autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. Esa es la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, asentada sobre el firme fundamento de los Apóstoles, que recuerdan a las doce tribus de Israel, el antiguo pueblo de Dios. Por eso y para que, con el don del Espíritu, unidos a Jesús, unidos a la Iglesia, vayamos y demos fruto, sembremos la semilla del Reino de Dios.