La semana pasada fue una semana llena de mensajes a favor de la vida. El Papa consagró al Corazón Inmaculado de María a Rusia y Ucrania, en guerra de destrucción de vidas, y al mundo entero para que acontezca la paz donde se respeta la vida. Era el día de la Encarnación, día de la inmensa e infinita apuesta de Dios por el hombre; por la vida, para la vida envía a su Hijo al mundo para que tengamos vida, vida en abundancia. También la semana pasada fue la gran manifestación en Madrid por el SI a la vida de cientos de asociaciones y grupos; por el SÍ a la vida, se celebraron muchos actos y oraciones por la vida.
Entre tanto, Ucrania y Rusia eliminando vidas en esa guerra que tanta desgracia y destrucción está ocasionando y que tanto rechazamos y tememos. Pero, al mismo tiempo, se están produciendo miles de destrucciones de vidas inocentes e inermes –se han producido en estos últimos años millones de vidas destruidas más que en otras guerras– en clínicas abortistas y normales por las legislaciones inicuas pro abortistas emanadas de los poderes infernales de este mundo. ¡Qué barbarie, ¿verdad?! Y además se están también segando vidas por legislaciones inicuas aprobadas por los mismos poderes con la eutanasia. ¿Dónde vamos? ¿No escuchamos el clamor de Dios, el clamor de las gentes? Una cultura de muerte se apodera de nuestro mundo y es preciso reaccionar. Dios ya ha reaccionado, enviando a su Hijo al mundo para la defensa del hombre y de su vida no nacida o débil ante la enfermedad y la muerte. Y la Iglesia, pueblo de Dios, ha escuchado, escucha y escuchará este clamor de Dios y de los sencillos y limpios de corazón que aman y quieren al hombre, con Dios, que el hombre viva. Me dirijo a los políticos de todas las partes, especialmente a los de España, y les grito: ¿HASTA CUÁNDO?
La Iglesia, una y otra vez, ininterrumpidamente, sin desmayo, grita y clama en defensa de la vida, de la vida no nacida, de la vida terminal, de la vida frágil, en peligro o amenazada. Nadie, en este tiempo, habla con tanta fuerza, con tanta claridad y verdad, ni con tanto amor y ternura en defensa del hombre amenazado, en defensa de la vida despreciada, en defensa de la dignidad humana preterida o violada como lo hace la Iglesia. Y pide que se unan a su voz todos los hombres de buena voluntad que quieran escucharle.
Nadie como la Iglesia, sobre todo a través de los Papas, ha clamado por el hombre inocente ni ha dado la cara por el indefenso con tanta energía como ella lo hace. Nadie ha apostado ni apuesta tan fuerte por toda vida humana; nadie se ha atrevido ni se atreve a tanto. Leyendo el magisterio de los últimos Papas: Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, escuchando su palabra vigorosa, como brotando de la fuerza de Dios que está en ella, se siente el gozo inmenso de ser hombre, la alegría de haber sido llamado a la Vida, la dicha de ser una de esas criaturas -un hombre- querida directamente y por sí misma por Dios, que quiere que el hombre viva y cuya gloria es ésa: la vida del hombre.
Por esto el mayor acontecimiento en la historia del mundo, después del nacimiento del Hijo de Dios, es el nacimiento de un niño. Es como decir que en el milagro de la vida de cada ser humano se repite, en cierto modo, el milagro grandioso de un Dios que, por amor, se hace hombre. Es como decir que Dios es el precio de una vida humana, de todas y cada una de las vidas humanas. Es como reconocer, en suma, que el asombro ante la dignidad de la persona humana se llama cristianismo.
Resuena estos días con especial vigor aquella carta de San Juan Pablo II sobre el “Evangelio de la vida”, que es ni más ni menos que el anuncio de Cristo: Evangelio vivo de Dios, Buena Noticia de la Vida, Camino, Verdad y Vida, que tiene palabras de vida eterna y que ha venido para que los hombres tengan vida, vida eterna, vida en plenitud. Abrirse a este anuncio, aceptar esta Buena Noticia es lo que podrá llevarnos a superar una “cultura de muerte” y de miedo al futuro que se cierne amenazadora sobre los hombres y los pueblos, es lo que nos llevará a superar la cultura antinatalista, y los bajísimos y preocupantes índices de descenso de natalidad, por ejemplo, en España.
La enseñanza que la Iglesia nos ofrece es una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡a respetar, defender, amar, promover y servir a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este camino encontraremos justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad (Cf. EV 5).