Celebraremos, D. m., el día 9 de junio la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y, llenos de gozo rebosante concelebraremos los sacerdotes la Eucaristía, centro y alma de nuestro ser, ministerio y vida sacerdotal. Es también la fiesta de los sacerdotes. Es verdad que celebramos esta Eucaristía y esta fiesta con gozo y acción de gracias, por ser el día de los sacerdotes, por celebrarla de manera muy especial, en fraternidad, por los hermanos que nos han dejado este año para ir a la casa del Padre, donde Cristo les había preparado un lugar, una morada eterna, celebramos la Eucaristía con ellos y por ellos, con el Buen Pastor, Sumo y Eterno Sacerdote, que Él mismo los haya acompañado junto al Padre de la misericordia y les haya premiado su servicio de misericordia, celebramos la Eucaristía y la fiesta con los que cumplen, este año 25 o 50 años o 70 de ordenación sacerdotal; celebraremos acompañados del Colegio de Arciprestes, del Consejo Diocesano del Presbiterio que representan, y nos acompañarán también nuestros hermanos canónigos del Cabildo Catedral que atiende la iglesia madre de la diócesis, signo de comunión diocesana; los sacerdotes, como digo, concelebraremos la Eucaristía y la fiesta sacerdotal con inmenso gozo, pero la celebraremos en tiempos no fáciles, por la pandemia del coronavirus y todo lo que está llevando consigo aparejado, porque vivimos tiempos difíciles, de secularización muy severa; una nueva época, que se caracteriza por ser como decía San Juan Pablo II época de “apostasía silenciosa”. Pero no nos arredramos en nuestro ser y ministerio sacerdotal, que no es otro que el de Cristo, ni nos echamos atrás en el anuncio del Evangelio, porque estamos ciertos que el Evangelio es “fuerza de salvación para todo el que cree”, y que en él se contiene toda esperanza y en él se nos da todo el amor misericordioso, infinito, de Dios, entregado y manifestado en el rostro humano de su Hijo Unigénito Jesucristo, que nos amó hasta el extremo en un amor y con una misericordia sin límites. En estos precisos momentos escuchamos aquellas palabras suyas: “Venid a mí, aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, los que estáis cansados y agobiados”. Esta es la verdadera Palabra, la que nos invita a proseguir el camino llenos de consuelo y esperanza: esperanza que quisiera compartir con todos vosotros, hermanos y amigos sacerdotes, especialmente en este nuestro gran día. Este año celebraremos esta fiesta, nuestra fiesta, coincidiendo con el Año Jubilar Mariano con motivo del centenario de la coronación canónica de la imagen de Nuestra Señora de los Desamparados, con los actos previstos, que conocéis y en los que se destaca la gran misión diocesana, cuyo anteproyecto o borrador se ha dado a conocer y que es una de las conclusiones de nuestro Sínodo Diocesano.
Una vez más os recuerdo aquellas palabras de la Carta a los Hebreos, carta del sacerdocio y de la esperanza, que en tantas ocasiones os he recordado: “quitémonos lo que nos estorba y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inicia el camino de la fe y es su meta, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre” (Heb, 12, 1-4). No puedo olvidar, en la circunstancias que os escribo, las palabras que el Papa Francisco nos dijo a los cardenales en la homilía de la Eucaristía que presidió en la capilla Sixtina al iniciar su ministerio, sacando tres conceptos claves de las lecturas de la Palabra de Dios proclamadas: “CAMINAR. Nuestra vida es un camino y cuando nos paramos, algo no funciona. Caminar siempre en la presencia del señor. (…)EDIFICAR. Edificar la Iglesia. Se habla de piedras: las piedras son consistentes; pero piedras vivas, piedras ungidas por el Espíritu Santo. (…) Tercero, CONFESAR. Podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, esposa del Señor”. Eso es lo que nos pedía el Papa. Esa debiera ser nuestra postura hoy en medio de las dificultades.
Ante los grandes desafíos que en esta etapa de la historia nos encontramos, nuestro programa personal y comunitario no puede ser otro, pues, que la persona de Jesucristo y la certeza que Él mismo nos infunde : “¡Yo estoy con vosotros!”. No se trata de inventar un nuevo programa, aunque vayamos a tener un programa propio, el que nos apunta el Sínodo Diocesano. Todo debe partir del encuentro con Cristo y estar encaminado al encuentro con Él. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido en el Evangelio y la Tradición viva, y concretado en el que apruebe el Sínodo Diocesano: no vayamos ni más allá ni a otro sitio, ni por otra senda que no sea Jesucristo. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”. (NMI 29). De aquí ha de brotar un impulso decidido y vigoroso para la nueva evangelización que nos apremia y urge, como urge y apremia el amor al mismo Cristo y a los hombres por los que Él se ha entregado.
Por eso, con las palabras del Papa Francisco que, desde el comienzo, nos está diciendo que nuestra mirada no puede ser solo sociológica, debe ser una mirada dictada por la compasión: la mirada del corazón que muestra la ternura y la misericordia de Dios. Es a Él a quien debemos poner en el centro de todo: “Cuando caminamos sin la Cruz, cuando edificamos sin la Cruz, no somos discípulos del Señor, somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor” (Francisco).
El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica, “Evangelii Gaudiun” no nos traza otro camino ni dibuja otro horizonte que éste: Cristo, alegría del mundo, Evangelio vivo de Dios, que es Quien nos muestra el camino verdadero de la renovación, una renovación radical, de nuestra querida Iglesia, herida por nuestros pecados, por los escándalos y esclerosis de sus miembros, de los que la formamos y la gobernamos: una renovación radical que vendrá de vivir las bienaventuranzas, autorretrato que Jesús nos dejó de sí mismo: una renovación nuestra, de los sacerdotes, para edificar una Iglesia pobre y de los pobres.
Ya antes, San Juan Pablo II, en su carta apostólica “Al comenzar el Nuevo Milenio”, nos advertía, que “que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se puede establecer aquellas indicaciones programáticas concretas <…> que permitan que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura” (NMI 29). Es lo que estamos tratando de hacer precisamente en nuestra diócesis con el Proyecto diocesano y sinodal de Pastoral para los próximos años, cuyas propuestas de acción presentadas por nuestras comunidades y aprobadas en la Asamblea Sinodal habremos de ir cumpliendo en lo sucesivo. Nuestra Asamblea Sinodal fue fruto –no lo olvidemos- de un discernimiento comunitario a lo largo de un proceso del que emerja una postura colectiva en que se manifiesta un encuentro con la verdad, como dice el Papa Francisco, “un encuentro con la verdad Suma: Jesús, la gran verdad. Nadie es dueño de la verdad. La verdad se recibe en el encuentro”.
Pero teniendo muy presente que en las indicaciones que se han aprobado para una nueva evangelización sois vosotros, mis queridos hermanos y amigos sacerdotes, fundamentales e imprescindibles colaboradores, tengáis y recibáis la atención necesaria de mí y de mis Obispos Auxiliares, de los Vicarios Territoriales, de los Arciprestes, de la Delegación Episcopal del Clero, propiciando y fortaleciendo la formación para el sacerdocio o el diaconado, o en el sacerdocio y en el diaconado, con una adecuada y vigorosa formación permanente, la visita pastoral de los Obispos, la atención médica y de residencias, ejercicios espirituales y retiros… y la potenciación de la pastoral vocacional. Y digo y subrayo esto porque sin vosotros, los sacerdotes, no será posible una nueva evangelización, cuya fuente y cumbre es la Eucaristía, y se lleva a cabo por la Palabra y los ministros de la palabra que la anuncian y llaman a la conversión, ni habrá cristianos ni hombres y mujeres nuevos como reclama una renovada iniciación cristiana, ni una revitalización y renovación de las personas y comunidades ligada al Sacramento de la Penitencia. Y todo esto, por supuesto, no tiene ningún sentido sin Jesucristo, fundamento, origen y meta de todo, sin la unión con Él, sin escucharle y sin darlo con la palabra y los gestos.