❐ CARLOS ALBIACH | 02.06.2022
Daniel Cerezo vive con la maleta a cuestas. Así es cómo concibe el sacerdote comboniano, natural de un pequeño pueblo de Burgos, Padilla de Abajo, la misión evangelizadora que ha llevado a cabo en China durante cerca de 30 años. Sus periplos misioneros comenzaron en África, concretamente en Uganda, de 1980 a 1985. Después, tras seis años trabajando en la formación de los combonianos jóvenes en España, le destinaron a China. Allí descubrió una nueva misión, con una Iglesia perseguida, que en sus propias palabras, le “fascina” y donde ha encontrado grandes testimonios de fe. Testimonios que ha recogido en el libro ‘La cortina de bambú’ (Ed. Mundo Negro), que ha presentado en Valencia, en una acto organizado por la delegación diocesana de Misiones.
¿Cómo nació su vocación a ser un sacerdote misionero?
Rebobinando la historia de mi vida creo que esta vocación misionera nació en mi pueblo, cuando tenía siete años y vinieron unos misioneros que nos proyectaron en la plaza unas imágenes de África, que me impactaron mucho y de las que todavía me acuerdo. Después, en la escuela el maestro siempre me decía que fuese a enseñar a aquellos que tenían más dificultades. Desde entonces siempre estuve al lado de los más descartados.
Cuando entré en el Seminario, había un grupo misionero, al que me apunté y en el que descubrí que me gustaba lo de la misión. También me ofrecí voluntario para ayudar en la alfabetización a los gitanos. Hasta que estando en el seminario diocesano de Burgos, tuve que dar el paso para entrar como misionero en los combonianos, un paso bastante radical y complejo, pero que al final di.
¿En qué lugares ha estado como misionero?
Primero estuve aquí en Valencia, en Moncada, donde hice el noviciado con los misioneros combonianos. Después fui unos meses a estudiar inglés a Inglaterra. Después, me enviaron a Uganda, un lugar que yo había pedido, que me gustaba. Llegue allí en el 80, prácticamente en plena guerra civil. La situación era muy precaria y asesinaban a mucha gente, sobre todo en la ciudad, Kampala. Se vivían conflictos constantes. De ahí volví a España para la formación de los jóvenes que estaban en nuestros seminarios. Tras seis años y cuando pretendía volver a África, que me tiraba mucho, me pidieron ir a Asia, y concretamente al contexto chino. Junto a otros dos sacerdotes empezamos en Hong Kong estudiando el chino cantonés y de ahí pasamos a Macao, sirviendo en tres parroquias diferentes. Allí estábamos con el clero chino, para que nos acostumbráramos, aprendiéramos bien la lengua y conociéramos bien la Iglesia china.
A los cinco años, a mí me tiraba mucho la China continental, esa Iglesia perseguida, que había sufrido durante la revolución cultural de los años 65 al 75. Todo ese testimonio de obispos en cárceles, así como de los sacerdotes, laicos y religiosas me llamaba. Mi ilusión era ir a su encuentro, compartir la experiencia de Jesús y aprender de ellos esa forma de vivir la fe en la adversidad. Fui a Taiwan, aprendí el chino mandarín durante un año, y ya desde entonces (año 2000) y hasta hace poco, he estado allí colaborando con la Iglesia local, impartiendo ejercicios espirituales y lo que me pidiesen de una forma muy discreta y sencilla.
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